CAPITULO XVII
—¿Una boda? —preguntó Mary, sorprendida. No había escuchado que alguien fuese a casarse, y vaya que en ese pueblo todo se sabía en cuestión de minutos. ¿Entonces?...
—Sí, y anda que el novio ya está esperando dentro —le dijo el padre John con una amplia sonrisa.
Christine no le dio tiempo de reaccionar, la tomó del brazo, le colocó un hermoso ramo de flores entre las manos, y juntas caminaron por el pasillo mientras la música les daba la bienvenida.
Mary, confundida de pies a cabeza, se dejaba guiar, no entendía nada de lo que estaba pasando.
De pronto, el hombre que permanecía de pie junto al altar giró, y sus miradas se encontraron.
Por fin Mary lo comprendió todo, miró a Christine emocionada y con lágrimas en los ojos; «¡Andrew!, ¡su Andrew, la esperaba en el altar para casarse!».
—Andrew, te entregó a mi hermana consentida, si no la haces feliz, juro que te las verás conmigo —comentó, cariñosa, y colocó la mano de Mary sobre la de Andrew, después, se retiró a su asiento al lado del doctor Lewis.
La ceremonia fue muy emotiva, el padre John les habló de una forma muy hermosa sobre el matrimonio, el amor y la familia.
Christine estaba conmovida hasta la medula, no pudo evitar pensar en su propio destino. Sin poder evitarlo, entristeció al pensar que ella jamás podría estar en la situación de Mary, casándose con el amor de su vida.
A menudo pensaba en Vincent y se preguntaba cómo estaría, si alguna vez pensaría en ella o si habría podido perdonarla. En ese momento, siendo testigo de cómo Andrew y Mary hacían sus votos de amor eterno, deseó con todo su ser que Vincent pudiera ser feliz, aunque no fuera junto a ella.
El festejo estuvo a lo grande, Christine y Andrew no escatimaron en gastos. La gente del pueblo estaba fascinada, nunca habían participado en un festín así de opulento. Colocaron mesas bajo los frondosos árboles que estaban detrás del templo. Los blancos manteles hacían contraste en el verde paisaje.
Una improvisada pista de baile quedó al centro mientras un cuarteto tocaba música alegre. Los músicos estaban colocados junto a las mesas destinadas para la comida, las cuales estaban rebosantes con deliciosos platillos. Habían instalado una con dulces y chocolates, de los cuales los niños eran los más beneficiados con tan exquisitos manjares.
Por parte de Christine y Mary no había invitados, solo los hermanos Lewis, por parte de Andrew, solo su fiel mayordomo; los demás eran gente del poblado.
El momento en que los novios se marcharan estaba cerca, Christine se despedía de Mary con lágrimas en los ojos:
—¿Estarás bien? No quiero dejarte… —dijo Mary con verdadero afecto.
—¡Claro que estaremos bien! —indicó, acariciándose el vientre—. Tu lugar está al lado de tu marido, así que no te preocupes por mí. Anna, la hija de los señores Buttercup, se mudará conmigo y estará al pendiente de nosotros, no estaré sola. Además, cuento con todos ellos, ¿recuerdas? —Señaló a los habitantes del lugar, y se fundieron en un largo abrazo.
Andrew observaba en silencio a las dos mujeres de su vida: una era como su hermana, y la otra, al fin, su esposa. Admiró la belleza de ambas, Mary resplandecía de dicha, y Christine se veía divina embarazada.
—Tenemos que hablar —pidió a Christine, preocupado, no quería marcharse sin arreglar con ella varios asuntos.
—Sé que te debo una explicación por esto. —Señalo su vientre abultado—. No quería hacerlo por medio de una fría carta —respondió al tiempo que se dirigían a la casa.
—Supongo que Vincent no lo sabe —comentó Andrew una vez que estuvieron sentados en la pequeña y acogedora sala.
—No —aceptó, no tenía caso negar lo evidente.
—Y no piensas decirle, ¿no es así?
—Sí lo haré, algún día. —Hizo una pausa, se puso de pie y se colocó junto a la ventana. Observó a los niños que, fuera, bailaban y jugaban con la alegría propia de la infancia—. Aún no estoy lista para enfrentarlo, pero te prometo que lo haré.
—¿Cuándo? ¿Cuándo mi sobrino esté saliendo de la facultad? O mejor aún, ¿en tu lecho de muerte? Christine, Vincent es su padre y tiene derecho a saberlo. —Andrew se puso en pie y se colocó junto a ella.
—Sé que tienes razón… Si él no se entera que tiene un hijo, se casará y tendrá otros más, seguirá con su vida, será feliz. —Lo miró, suplicante—. No se puede extrañar lo que no se conoce, lo que no sabes que tienes.
Andrew comprendió de inmediato la insinuación de Christine, pero su deber de caballero le decía que no podía permitirlo, tanto su sobrino como Vincent tenían derecho a conocer la verdad.
—Christine, no puedes ser tan egoísta. Estoy convencido que si hablas con él, Vincent, al saber que va a ser padre, hará lo correcto, así mi sobrino crecerá junto a sus padres, en una familia. Piénsalo, piensa en tu hijo, no solo en ti.
—Aún faltan unos meses para que nazca, así que te prometo que lo haré.
—Para qué esperar, yo puedo hablar con él, pedirle que venga… —comenzó Andrew.
—¡Ni se te ocurra! —lo interrumpió—. Ya te dije que lo haré cuando me sienta preparada, mientras tanto, quiero pasar mi embarazo lo más tranquila posible. No quiero arriesgarme a… —No pudo terminar la frase, el pensar en la pérdida de su primer bebé la hizo estremecerse. Sin poder contenerse, lloró.
—Está bien, no llores, respetaré tu decisión aunque no esté de acuerdo. Solo recuerda que Vincent te ama tanto como tú a él, solo necesitan dejar atrás el orgullo y los malos entendidos.
—¿Tú qué sabes? ¿Lo has visto? —preguntó, intrigada.
—Sí —respondió Andrew, sincero.
—¿Cómo está? ¿Te ha preguntado por mí? —Esperó la respuesta expectante.
—Él está bien en apariencia, y no, no me ha preguntado por ti —expresó con pesar.
—Lo ves, no le intereso, quizá ya me olvidó —comentó triste.
—Señor, es hora —dijo el mayordomo, entrando en la salita para anunciar que todo estaba listo para el viaje.
—Christine, ¿de verdad estarás bien? Podemos quedarnos unos días… —comenzó Andrew, preocupado por tener que dejarla. Ella lo interrumpió alzando la mano para que callara.
—No cabe duda que son el uno para el otro, son igual de tercos; ya les dije que estaré bien. —Se dirigió su amiga—. Mary, si este burro se porta mal, dale unos buenos jalones de orejas. —La abrazó con cariño, después, lo hizo con Andrew—. Cuídense mucho, por favor, y no dejen de visitarme.
—Casi lo olvido —comentó Andrew, sacó un sobre de su chaqueta y lo puso en manos de Christine—. Antes de venir, un lacayo me entregó esto.
Un rayo de esperanza cruzó por la mirada azul metal, pero se desvaneció al ver el remitente. Esa carta no era de Vincent, sino de Clarissa.
Reconoció que a raíz del escándalo del teatro y los últimos acontecimientos, se había olvidado de ella y de su tío. La última vez que supo de ellos, su prima le informó que el conde seguía delicado de salud, pero al menos se encontraba estable y que por órdenes del médico permanecían en el condado de Orange.
Observó el carruaje hasta que lo perdió de vista. La pareja de recién casados partió con rumbo a su viaje de bodas y a su nueva vida, juntos.
Una vez dentro de la casa, rasgó el sobre y se dispuso a enterarse de lo que su prima tenía que decirle.
Querida Christine,
No entiendo por qué has dejado de escribirme, no contestas mis cartas, ¿acaso no comprendes que me preocupo por ti? Aún más sabiendo lo que ha pasado.
Mi padre y yo acabamos de regresar a Londres porque Erick por fin regresa y nos prepararemos para recibirlo en una semana. Y lo primero que escucho es sobre el catastrófico escándalo que provocaste en el teatro.
Siendo honesta, me dolió enterarme por otras personas de lo que has pasado, ¿por qué no me lo dijiste todo? En tus cartas solo me hablaste de parte de tu historia. Sabes que yo siempre estaré para ti, más que primas, somos amigas, recuérdalo siempre.
Ni siquiera sé dónde localizarte, tuve que recurrir al recién instituido conde Andrew Williams para hacerte llegar mi carta. Él se negó a darme tu dirección, dice que lo consultará contigo.
¿Qué pasa, Christine? ¿Acaso ya no confías en mí? Espero, en esta ocasión, sí tener una respuesta tuya.
Tú prima que te quiere,
Clarissa Castelló
Christine se sintió culpable por el abandono en el cual había tenido a sus parientes, lo que menos quería era importunar a Clarissa con su amargura, ya bastante tenía su prima con la enfermedad de su padre como para encima cargarla con más problemas. Por ese motivo decidió permanecer al margen y no contestó la carta.
Como lo prometió, Mary escribía a menudo, le expresaba lo feliz que era con Andrew, le contó sobre el viaje de bodas, así como que él se empeñó en comprarle todo un guardarropa y le concedía hasta el más mínimo capricho.
Christine estaba feliz por ellos y les pedía que no tardaran en darle a su bebé un primito.
Los días pasaban en tranquilidad y paz, su embarazo iba de maravilla y seguía dando clases a los niños en la escuela. Por las tardes, a las niñas les daba lecciones de protocolo y etiqueta para que se convirtieran en todas unas damitas. En el pueblo era muy querida y respetada.
El día del parto estaba cerca, y, como lo prometieron, Andrew y Mary regresaron para estar a tiempo.
Mary le trajo miles de regalos para él bebé y en una semana ya tenía montada en su habitación la cuna y todo lo necesario para cuando el infante llegara.
—¿Estás bien? —preguntó Mary, preocupada al ver a Christine doblarse.
—Creo que ya es hora —respondió, sintiendo como las contracciones ya eran insoportables. Esa mañana, desde que despertó, las sintió más frecuentes, pero no quiso alarmar a nadie hasta estar segura.
Por fortuna, Andrew mandó llamar al doctor Lewis, y este llegó desde el día anterior; siempre que visitaba a su hermano y a Christine, después de revisarla, aprovechaba para atender a las personas del pueblo en el dispensario que ella mandó construir. En ese momento, se encontraba allí cuando un nervioso Andrew fue por él.
—Tranquilo, muchacho, hasta parece que eres el padre —bromeó el doctor.
—Es mi sobrino, ¿recuerda? —se defendió con una amplia sonrisa en el rostro.
Cuando el doctor llegó, Mary había ayudado a Christine a recostarse en la cama, la señora Buttercup ya tenía las mantas y todo lo necesario listo para recibir al bebé.
Los gritos de Christine eran aterradores, y después de un par de horas, se escuchó el llanto de un bebé. Andrew y Mary permanecían en el pasillo por órdenes del doctor, que solo aceptó que se quedara la señora Buttercup, la cual abrió la puerta y les dijo:
—¡Es una preciosa niña!
Mary no esperó más y entró justo para ver como Christine se retorcía de dolor.
—¿Doctor, es eso normal? Ya no debería dolerle —preguntó sin comprender.
—Christine, escúchame bien, hay otro bebé, tienes que ser fuerte y resistir, por favor, respira hondo, y cuando yo te diga, pujas de nuevo —ordenó el doctor.
Mary quedó impactada. « ¿Dos? ¿El doctor había dicho otro bebé?».
El pequeño Vincent llegó al mundo con un fuerte chillido. En cuanto Christine lo vio, supo que no se podía llamar de otra manera; era idéntico a su padre. La niña, en cambio, era parecida a ella en facciones.
Mary cargaba fascinada al niño, y Andrew, a la niña, ambos la miraron con los ojos brillantes por la emoción.
—Es hermosa. —Andrew fue el primero en hablar—. ¿Qué nombre le darás? —preguntó sin quitar la vista de la pequeña que dormía en sus brazos.
—Mary Ann —respondió mirando con cariño a Mary—. No podría ser de otra manera.
Mary la miró conmovida, unas lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Es un honor para mí el que la llames con mi nombre. —Se abrazaron emocionadas con cuidado de no aplastar al bebé que dormía en brazos de Mary.
—El honor será para mí si aceptan ser los padrinos —pidió.
Andrew la miró emocionado.
—¡El honor será nuestro!, verdad que sí, ahijada. —Frotó su nariz con la de la hermosa niña.
—De este pequeño ni te pregunto cómo lo llamaras, es obvio —indicó Mary admirando al bebé.
—Sí, lo sé, yo también, en cuanto lo vi supe que no podría llamarse de otra manera —respondió Christine mientras recibía a su pequeño en brazos, el bebé pedía ser alimentado.
—Será mejor que nos vayamos y dejemos este par de angelitos con su madre para que coman y descansen —dijo Andrew y entregó la niña a la señora Buttercup, que sería a partir de ahora la nana de los bebés.
El tiempo pasó casi sin sentirlo y los pequeños mellizos tenían ya seis meses. El pequeño Vincent seguía siendo idéntico a su padre. Decían que, en ocasiones, los bebés cambiaban, pero él no, el parecido con su papá era extraordinario, solo que él tenía los ojos del color de su madre, ese azul metal tan único.
La pequeña Mary Ann tenía el cabello oscuro como su padre, las facciones de su madre y los ojos como su papá, de un azul claro como el cielo en verano.
Andrew y Mary llegaron para el bautizo de los pequeños.
—¡Dios! Pero como han crecido —comentó Mary, sorprendida.
El gran día llegó y los orgullosos padrinos cargaban a los bebés. La fiesta se planeó en grande, igual que cuando se celebró la boda de Mary y Andrew meses atrás.
—¿Qué has pensado sobre lo que hablamos la última vez? —preguntó, directo, Andrew cuando el festejo terminó. Se encontraban bebiendo café en la salita.
—Te prometí que lo pensaría, y eso he estado haciendo, hablaré con él en cuanto los niños estén en condiciones de hacer el viaje —indicó, mirando con adoración al pequeño Vincent que dormía en sus brazos. La dulce Mary Ann descansaba en brazos de su consentidora madrina.
—Me parece bien, Vincent es un buen hombre y tiene derecho a saber —expresó Andrew, satisfecho, y bebió un sorbo de café.
—¿Qué sucede, Andrew? ¿Hay algo que no me hayas contado? —preguntó Christine, inquieta, conocía bien a su amigo y sabía que algo lo inquietaba.
—Algún día te enterarás y prefiero que sea por mí —señaló con semblante serio.
Christine creyó estar preparada para oír lo que creía que Andrew le diría. Un dolor intenso le traspasó el alma; por la seriedad de su amigo, seguro él diría que Vincent iba a casarse, si es que no lo había hecho ya.
—Habla de una vez, di lo que tengas que decir, no te guardes nada.
—Vincent y yo nos hemos estado viendo y me ha pedido ser parte de la naviera y del proyecto que tenemos en América —indicó, esperando desaprobación por parte de ella.
Christine soltó el aire que había estado conteniendo. «¡Dios! ¡Gracias!», pensó aliviada. ¿Por qué aún conservaba la esperanza de un futuro, juntos? Eso era de lo más absurdo, él había decidido marcharse y, al parecer, no tenía intención de volver.
—Puedes estar tranquila, he cumplido mi palabra y no le he dicho nada respecto a mis ahijados. De hecho, no hemos hablado de ti, no sé si sepa que tú también eres parte de este negocio, puesto que nunca me ha preguntado nada relacionado contigo.
—Eres muy amable al querer suavizar las cosas, pero la realidad es esta, Andrew: no le intereso y es tiempo de aceptarlo. En cuanto a lo del negocio, no tengo ningún inconveniente en aceptarlo como socio, es él quien tiene que decidir si le interesa asociarse conmigo —respondió, triste. A pesar de todo, la decepcionaba la falta de interés de Vincent hacia ella.
—En cuanto regrese, hablaré con él del asunto de la sociedad —comentó Andrew, satisfecho. Estaba convencido que si Christine y Vincent se veían una vez más, arreglarían sus diferencias, ahora que estaban sus hijos de por medio, los dos tenían que ser más responsables y menos egoístas. Esos inocentes angelitos se merecían un verdadero hogar, y él haría todo lo posible para que sus ahijados crecieran en una familia plena.
—Hay algo más que tienes que saber. —Hizo una pausa, y Christine supo que no eran buenas noticias—. Tu tío falleció el mes pasado, Mary y yo asistimos al funeral para darle a tu prima el pésame por tan lamentable pérdida, y la verdad es que Clarissa se veía muy mal. Las personas murmuraban sobre la ausencia de su marido, al parecer, las cosas no andan bien entre ellos, incluso se rumora que hay una tercera en discordia, una tal viuda Riopold.
—¿Qué? —No podía creer lo que Andrew decía.
Sin poder evitarlo, recordó el dolor que sintió cuando murió su padre y lo sola que se sintió al ser abandonada por las personas que se suponía que debían consolarla.
Un sentimiento de culpa la embargó, sin proponérselo, le había hecho a Clarissa lo mismo que le hicieron a ella, la dejó sola cuando más contaba.
—¿Sabes dónde se encuentra? —preguntó, consternada.
—Al parecer, después del funeral se refugió en su finca del condado de Orange.
—Iré a verla. —Se dirigió a Mary, que cargaba a la niña y escuchaba la conversación en silencio. ¿Podrían quedarse un par de días más para que yo pueda visitarla? No confiaría a nadie más la seguridad de mis niños.
—Iré contigo, Mary puede quedarse con la señora Buttercup —sugirió Andrew, adelantándose a su esposa.
—De ninguna manera, tu lugar está al lado de Mary. Pediré a la hija de la señora Buttercup que me acompañe, estoy segura que Anna lo hará encantada.
Nada más llegar al condado de Orange, Christine se encontró con la noticia que su prima se había marchado del país con los hermanos Sanders. Consternada por no poder verla, regresó sintiéndose una bruja por ser tan insensible al dolor de Clarissa, quizá si le hubiera contestado sus cartas, las cosas serían distintas.
«¿Hasta cuándo dejaré de dañar a las personas que amo?», se preguntó mientras regresaba a su hogar.
Andrew y Mary se sorprendieron al verla llegar antes de lo previsto. Les explicó lo ocurrido, y ellos la consolaron y trataron de hacerla sentir mejor.
El día de partir llegó y, como siempre, Mary se iba entristecida al dejar a sus ahijados.
Andrew hizo prometer a Christine que pronto iría a visitarlos y que hablaría con Vincent sobre sus hijos. Esperarían un par de semanas a que mejorara el clima, para que los niños pudieran viajar sin problema.
Pero el destino tenía otros planes…
Al llegar a Londres, Andrew le informó que Vincent se había marchado a los Estados Unidos un par de días antes que él y Mary regresaran del festejo del bautizo de los niños. Le dijo que por ese motivo no pudo hablar con él.
Vincent había partido sin enterarse de su paternidad y, según la carta que le había dejado a Andrew, regresaría en un tiempo aproximado a un año.
Christine se resignó a tener que posponer su encuentro con el padre de sus hijos hasta que él regresara de su viaje. Por un lado, experimentó alivio, por el otro, no podía evitar sentir la tristeza que embargaba su corazón al saberlo cada día más lejano a ella.
Pasó una semana más en Londres y volvió al pueblo, ahora ese era su hogar, allí se sentía querida. Ese era su sitio.
No contaba con que el destino seguiría moviendo los hilos alargando el ansiado encuentro, Vincent había mandado una carta a Andrew en la cual le informaba que se había establecido en las afueras de la ciudad de New Orleans y que no pensaba regresar a Inglaterra.
Andrew convenció a Christine para que viajaran a América y buscara un encuentro con Vincent, pero Mary quedó embarazada y como su gestación era de alto riesgo, tuvieron que posponer los planes.
Christine se trasladó a Londres y se quedó en casa de Andrew para cuidar de Mary hasta que naciera su hijo.
Un día llego una misiva que venía de los Estados Unidos, Andrew supo enseguida que era de Vincent. En ella le comunicaba sobre los negocios, decía que estos iban de maravilla y lo invitaba a pasar una temporada en su casa.
Andrew pensó que ese era el pretexto ideal para reunir a sus amigos, le había tomado afecto a Vincent, y Christine era como su hermana, por lo que deseaba verlos criar juntos a sus hijos en una familia feliz. Por desgracia, el viaje tendría que esperar un poco.
Al responder la carta de Vincent, Andrew le informó sobre el estado delicado de su esposa, prometió que en cuanto pudiera viajar, iría a visitarlo y llevaría consigo una sorpresa.
El tiempo pasó volando, el bebé de Andrew nació fuerte y sano, por fortuna, Mary se recuperó del parto con rapidez.
Christine se preparaba para volver al pueblo, Andrew le hizo prometer que en cuanto el pequeño Andrew cumpliera la edad que recomendaba el doctor Lewis para viajar, irían a América a visitar a Vincent sin excusa ni pretexto.
Christine aceptó de mala gana, pensando en que ya tendría tiempo de idear algo para zafarse del viajecito; lo que menos esperaba es que la vida opinaba diferente y le deparaba otra cosa…