CAPITULO XVIII
Un par de días después de regresar de Londres, Christine se encontraba jugando con sus pequeños en la arboleda atrás del templo del pueblo. Sus hijos ya tenían pasados los dos años, eran muy listos e inquietos. Llenaban su vida de tranquilidad, y ella los amaba con toda su alma.
—Niña Christine, en la sala aguarda una visita —dijo la señora Buttercup sin aliento, interrumpiendo el juego con los niños.
—¿Ha dicho quién es? —preguntó, acomodándose el vestido.
—La hermana Helen, del convento il Cuore Immacolato di Maria —respondió, recordando las palabras de la mujer.
Christine se extrañó de la visita, pero no se negó, en ocasiones anteriores, por intercesión del padre John, ayudó económicamente a dicho convento.
Se dirigió de prisa a su casa, dejando a sus hijos al cuidado de la señora Buttercup. Lo que jamás esperó fue que, al entrar a la sala, quién la esperaba era nada más ni menos que la misma Elizabeth Pembroke.
«¿Qué hace ella en su casa y con hábito de monja?», se preguntó atónita.
—Antes que decidas echarme de tu casa, por favor, escucha lo que tengo que decirte —suplicó.
Christine le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento y se sentó frente a ella.
—¿Cómo me encontraste? —preguntó sin más.
—El conde Andrew Williams me dijo dónde localizarte —respondió, apenada—. Christine, sé que te hice mucho daño y una vez más te pido perdón por ello. Sé que esto no cambiará en nada lo que pasó, el peso de mis errores es algo con lo que cargaré hasta el día que muera. He cumplido mi deuda con la ley y la sociedad, pero aún no he cumplido contigo ni con mi primo.
—Si viniste aquí por eso, puedes irte tranquila, hace mucho que te perdoné —dijo sincera.
—No es solo por eso que he venido, hay otra razón. —Su semblante cambió a una mueca de verdadero pesar—. Después de salir del reformatorio, entré de interna al convento, ahí encontré la paz que mi alma tanto necesitaba, recibí el llamado de Dios y por primera vez en mi vida sé cuál es mi verdadera vocación. Creí que el pasado por fin había quedado atrás. —Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas—. La vida entera no me bastará para lamentarme por mis errores, y más aún porque las consecuencias siguen presentes. —Se puso en pie—. Vincent está muy mal, Christine, bebe mucho y la racha de autodestrucción que llevó tuvo consecuencias. Una noche, mientras regresaba de una de sus parrandas, cayó de su caballo hiriéndose de gravedad.
Christine se levantó como si un resorte la hubiera impulsado, palideció y sintió que el aire le faltaba.
—¿Murió? —Apenas pudo preguntar.
—No, al menos no cuando yo decidí venir a buscarte —intentó bromear—. El accidente fue hace varios meses, yo recibí la carta de su administrador informándome de lo ocurrido con mi primo. Pedí permiso a mis superiores para ir a su lado, aun a riesgo de llegar demasiado tarde. Cuando arribé en América, sus empleados me informaron que él estaba mejor y que, por fortuna, la gravedad de su situación había pasado, sin embargo... —Guardó silencio, angustiada—. Él… él está peor que nunca, no tiene interés por vivir y no pone de su parte por recuperarse, al contrario, se está dejando morir. Comprendes que no puedo permitir eso, ¿verdad, Christine? —Lloró con amargura.
Christine permanecía inmóvil, asimilando todo lo que Elizabeth acababa de contarle, cuando la pequeña Mary Ann entró en la salita y al verla, se abalanzó hacía ella.
—¡Mami!, ¡mami! Ya egamos…
Elizabeth pasó pasmada su mirada primero a la pequeña, y luego a Christine. Si esa niña la llamaba mamá eso significaba que ella tendría un marido…
—Por favor, dime que aún no es tarde para ustedes dos, Christine —suplicó.
En ese momento, el pequeño Vincent entró seguido de la señora Buttercup. Elizabeth por poco y se desmaya de la impresión. Se llevó las manos a la boca, impactada por el descubrimiento que acaba de hacer. Tenía frente a ella a sus sobrinos, ¡tenía dos sobrinos!
—¿Quen es edlla, mami? —preguntó el pequeño Vincent, mirando a la extraña con curiosidad.
Elizabeth no podía apartar la mirada de del niño, se acercó a él y le dijo cariñosa:
—Soy tu tía Elizabeth, tu papito es mi primo.
—¿Conodces a papito? ¿Vene contigo? —indagó, emocionado.
—No, él esta enfermito y los necesita mucho, a tu mami, a tu hermana y a ti —indicó, poniéndose en cuclillas para estar a su altura—. Me permites abrazarte.
El niño asintió, y Elizabeth lo abrazó con ternura. Lágrimas de felicidad salían de sus ojos mientras tenía al hijo de Vincent en sus brazos, entonces, cayó en cuenta de algo.
Cargó al pequeño.
—¿Qué no se supone que tú…? —No se atrevió a terminar la pregunta al comprender lo impropio de esta.
Christine cargaba a la pequeña Mary Ann, contemplaba la escena en silencio cuando Elizabeth formuló la pregunta a medias.
—¡Ellos son un milagro, Elizabeth! Al principio, yo tampoco podía creerlo.
—¡Dios! Gracias Padre bueno por este milagro de amor —oró agradecida, miró con atención a Mary Ann y le dijo:
—Eres hermosa, tienes los ojos igual que Vincent y el color de su pelo también.
—Yo mi llamo Vincend como papito —señaló el pequeño, orgulloso.
—Eres igualito a él —dijo juguetona, lo colocó en el suelo y pidió permiso a Christine para cargar a la niña, la abrazó con afecto mientras en silencio daba gracias al Creador por ese milagro que sabía que sería decisivo para el bienestar de Vincent.
—Niños, acompañen a la señora Buttercup a la cocina, les dará galletas, mientras, yo hablaré con su tía Elizabeth —pidió amorosa y plantó un beso a cada uno.
Los niños asintieron y llevados de la mano por la señora Buttercup, salieron rumbo a la cocina.
Cuando Christine calculó que ya no podían oírla dijo:
—Elizabeth, ¿qué pretendes? Habla claro, por favor.
—Christine, he venido a pedirte, más bien suplicarte, que viajes conmigo para ver a Vincent, él te necesita más que nunca.
—Él no me necesita, ha estado en contacto con Andrew y jamás ha mostrado el más mínimo interés en mí —le espetó, dolida.
—¡Por Dios, Christine! ¿Cómo puedes ser tan ciega? No cabe duda que son el uno para el otro, un par de orgullosos. ¿Por qué crees que él está así? —Christine no contestó, y Elizabeth siguió hablando—: Él te ama y por más que lo ha intentado, no ha podido olvidarte. Imagínate mi sorpresa cuando llegué a su casa y me encontré con que no quería vivir. La gente a su servicio conoce de sobra tu nombre porque en sus borracheras no hace otra cosa que llamarte, y sé que el no tenerte lo está matando.
—Eso no puede ser verdad, si me amara y me necesitara como dices, habría hecho algo al respecto.
—Dime, Christine, ¿tú has hecho algo al respecto? No, ¿verdad? Entonces, no lo juzgues tan severa.
—¿Andrew lo sabe?
—Sí, pero lo supo por mí, imagínate su sorpresa cuando me aparecí en su casa y le supliqué que me dijera dónde encontrarte.
—Ese Andrew tiene un corazón de pollo —comentó, sonriendo.
—Mary es muy afortunada, el conde es un gran hombre —dijo Elizabeth, sincera.
—Lo sé y volviendo a lo de Vincent. —Se paseó nerviosa por la habitación—. ¿Has pensado que quizá mi visita resulte contraproducente?
—Christine, dime una cosa, ¿qué pasó contigo cuando te enteraste que estabas embarazada? —preguntó, atenta a las reacciones de su interlocutora.
—No entiendo tu pregunta…
—Yo te diré qué pasó. Volvieron a ti las ganas de vivir, de salir adelante y dejar el pasado atrás. La maternidad te cambió para siempre, Christine, lo veo en tus actos, en tus hijos, ellos son tu tabla de salvación o ¿acaso me equivoco?
—¡No! —reconoció
—Entonces, no le niegues a Vincent esa oportunidad de redención que Dios te dio. —se acercó, suplicante—. Por favor, Christine, viaja conmigo, y juntas ayudemos a mi primo, si Dios decide llevárselo, que al menos él no se marche de este mundo sin saber que su semilla dio frutos.
Christine soltó el aire con fuerza; las palabras de Elizabeth le llegaron hondo, ¿Y si Elizabeth tenía razón y estaba siendo una egoísta y orgullosa? Si Vincent no quería nada con ella, no significaba que no quisiera a sus hijos.
Andrew siempre le había dicho que él tenía derecho a saber que era padre y tomar por sí mismo una decisión al respecto.
—Está bien, iremos contigo y que sea lo que Dios quiera.
—Gracias, Christine —respondió Elizabeth, se abrazó a ella con lágrimas en los ojos—. Recemos para que toda esta pesadilla por fin termine.
Llegaron a Londres para pasar la noche, tomarían el barco al día siguiente. Christine no pudo dormir ni un minuto, la expectativa de no saber qué pasaría cuando Vincent y ella estuvieran frente a frente la llenaba de angustia.
En el transcurso del viaje, los lazos afectivos entre Elizabeth y sus sobrinos se estrecharon de manera increíble. Christine disfrutaba verlos jugar y reír encantados con su tía Liz. Sus niños estaban por cumplir los tres años y eran todos unos angelitos traviesos.
—Es increíble como la sangre llama, ¿no crees? —comentó Elizabeth mientras contemplaban a los pequeños dormir.
—Sí, te has ganado su cariño y confianza muy rápido.
—Sé que aún no confías en mí, pero te juro que la vida entera no me bastará para arrepentirme de haber interferido entre Vincent y tú. Si yo no hubiera…
—Eso ya no tiene remedio —la interrumpió—. No tiene caso lamentarse por lo pasado. Solo pide a Dios que no sea demasiado tarde para nosotros —expresó, triste.
—¿Todavía lo amas? —preguntó esperanzada.
—¡Con toda el alma! —respondió Christine sin vacilar.
Cuando por fin llegaron a tierra, las esperaba un carruaje de la plantación de Vincent. Los niños estaban cansados y se durmieron de inmediato.
Christine estaba maravillada ante la belleza nativa. América era hermosa, llena de valles y contrastes. Miraba encantada a través de la ventana del coche.
La plantación de Vincent era todo un descubrimiento, la majestuosa casa blanca de columnas al frente y grandes ventanas era impresionante. El estilo arquitectónico en nada se parecía a las construcciones europeas a las que ella estaba acostumbrada. Los alrededores eran fastuosos paisajes, todo era perfecto, se enamoró del lugar al instante.
Se imaginó cómo sería criar a sus hijos allí, y la idea le encantó. Solo había un pequeño inconveniente, quizá Vincent no la querría a su lado.
Tomó una gran bocanada de aire y entró en la espectacular mansión, los recibió una mujer de mediana edad y complexión robusta.
—¡Buenas tardes, Aleida! —saludó Elizabeth—. Ella es la señora Christine Dickens, y los pequeños son mis sobrinos —señaló orgullosa.
Aleida, por un momento, no dijo nada, miraba atónita a la causante de todos los pesares de su querido patrón. Ahora comprendía el por qué su amo estaba obsesionado con ella. Esa mujer era poseedora de una belleza extraordinaria, y qué decir de los niños, eran preciosos.
—Ni falta hace que lo diga, señorita Elizabeth, la niña tiene los ojos del patrón, y el niño es idéntico a él. Como decimos aquí «no niegan la cruz de su parroquia». —Sonrió a los niños y a Christine.
Christine no pudo evitar sentirse una intrusa. Elizabeth, como adivinando su sentir, le dijo:
—Aleida es el ama de llaves y quien se encarga de llevar la casa, su esposo es el mayordomo, el señor Julian. Ellos los ayudarán con lo que necesiten. Siéntete como en casa, Christine, estoy segura que contigo y los niños aquí, el cabezota de mi primo se recuperará como por arte de magia, ¡ya lo veras!
Después de instalarse, Elizabeth pidió a Christine y a los niños que la acompañaran a merendar.
—¿Vincent no va acompañarnos? —preguntó Christine, extrañada, desde que llegaron no lo había visto. Era como si no viviera allí.
Elizabeth no contestó, y su mirada se entristeció, por lo que fue Aleida quien le informó que el patrón estaba en su habitación, perdido en alcohol como siempre.
—Por favor, Christine, tienes que ir a verlo, habla con él, intenta hacerlo entrar en razón —suplicó—. Yo me llevaré a los niños a jugar al jardín, la tarde está estupenda y no podemos desaprovecharla.
Christine no estaba muy convencida de hacer lo correcto, llamó varias veces a la puerta que Aleida le indicó. Al no recibir respuesta, decidió entrar. Una vez en la habitación de Vincent, una sensación de angustia le invadió el alma. Todo estaba revuelto, las cortinas cerradas, en el piso había botellas vacías esparcidas por todas partes; era un espectáculo deprimente. Las penumbras reinaban en el lugar y se respiraba un olor fétido del alcohol derramado sobre la alfombra y, quizá, en los muebles.
Se acercó sigilosa a la cama donde él yacía. Sintió desfallecer, ese hombre en nada se parecía al Vincent que ella recordaba. Ahora comprendía la preocupación de Elizabeth.
Vincent estaba muy delgado, y su rostro se veía demacrado. Se sintió culpable por el abandono en el cual él se encontraba. Le acarició el cabello con una mano, y con la otra, el rostro. No pudo evitar que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas.
—¿Cómo es que llegamos a esto, amor mío? —preguntó en voz alta, creyéndolo dormido—. No se te ocurra dejarme —le ordenó—. Si tú mueres, me llevas contigo, ¿entiendes? Sin ti, no puedo seguir.
Se acostó junto a él y colocó su cabeza en el pecho masculino. Recordó la última vez que hicieron el amor y que ella estuvo así, en sus brazos. Solo que en esta ocasión, él no estaba consciente de su cercanía. Sin poder contenerse más, lloró y lloró hasta quedarse dormida.
Vincent estaba aturdido por los efectos del alcohol, solo quería morir para reunirse con sus padres y su bebé. Añoraba descansar para siempre del dolor y sufrimiento.
De pronto, escuchó la voz de una mujer que le hablaba. «¿Cómo es que llegamos a esto, amor mío?», le preguntaba en un tono dulce que le resultaba familiar. «No se te ocurra dejarme», percibió la orden. «Si tu mueres, me llevas contigo, ¿entendiste? Sin ti, no puedo seguir». ¿Sería ella? ¿Acaso era Christine quien le hablaba? Después, solo escuchó llanto. ¿Por qué lloraba?
El estupor de la embriaguez no lo dejaba distinguir entre qué era real o no. Quería abrir los ojos para cerciorarse que no era una alucinación, parte de su delirio. Sin embargo, su cuerpo no respondió, después de un instante, cayó en un sueño profundo.
Elizabeth entró a la habitación de su primo, su corazón se estremeció al ver la escena que tenía frente a sus ojos: Christine dormía junto a Vincent, abrazada a él. No hubiera querido interrumpirlos, pero los niños tenían sueño, estaban muy inquietos y preguntaban por su madre.
El sol entró por la ventana acariciando con su cálida luz la habitación. Christine despertó desorientada, de pronto no recordó dónde se encontraba. En cuestión de segundos, asimilo los últimos acontecimientos. Se puso en pie dispuesta a comenzar un nuevo día.
Después de desayunar, Elizabeth se llevó a los niños junto con Aleida para recoger los huevos de los gallineros.
Aprovechando el momento, Christine entró una vez más en la habitación de Vincent, lo contempló en silencio unos minutos. Su aspecto estaba descuidado y tenía la barba crecida. Se negó a sentir pena por él. Estaba allí para ayudarlo, y eso haría.
Pidió a Julian que se encargara del aseo de Vincent, quería que estuviera lo más presentable y sobrio para cuando lo vieran sus hijos.
—Estaré en la biblioteca en lo que usted termina con él. —Salió sin más, aunque le hubiera encantado ver cómo se las arreglaba el hombre con el estado inconveniente de Vincent.
Esperaba en la biblioteca, en la cual estaba el despacho, creía estar preparada para el encuentro con Vincent.
En cuanto la puerta se abrió, los dos se quedaron petrificados por distintas razones: Vincent, porque ella era la última persona que esperaba ver en su casa, y Christine, por verlo postrado en una silla de ruedas.