CAPITULO I

Londres, Inglaterra

—Christine, hija, ven princesa, quiero que conozcas al duque Pembroke y a su hijo Vincent —la llamó su madre.

Christine, a sus escasos doce años, era una niña encantadora y con modales impecables; una criatura inocente y deliciosamente dulce. Caminó con gracia en dirección al grupo en el cual se encontraban sus padres, se colocó junto a su madre y con cortesía recitó el saludo, que su institutriz se había encargado en dejar bien aprendido. Levantó el rostro y se encontró con la mirada curiosa de un joven que la observaba atento, lo cual la hizo sonrojar.

¿Qué le ocurría? ¿Por qué la mirada y presencia de ese joven la inquietaba tanto? Era la primera vez en su vida que le pasaba algo así.

Apenas si fue consciente de lo que se desarrollaba en torno a ella, pues quedó enganchada de un par de ojos de un azul tan claro cuál mismo cielo en verano, mismos que la cautivaron desde ese momento.

Nunca había visto unos así de hermosos y expresivos; parecían contener dentro de sí, a través de esa enigmática mirada, todas las preguntas y respuestas del gran cosmos.

Bajó la vista, intimidada, y permaneció en silencio mientras sus padres conversaban con el duque. Después de un momento, el joven Vincent se disculpó y se alejó del grupo; ella también lo hizo, agradecida de tener que dejar las rígidas posturas que implicaba la cortesía social.

Deambuló por el salón sintiéndose invisible; entonces, recordó su lugar especial, ese escondite maravilloso que ofrecía el poder de observar a su antojo, sin riesgo a ser descubierta en el arte del espionaje, a los adultos.

Una vez allí, buscó con la mirada al joven Vincent y lo encontró hablando con la prima de este, lady Elizabeth, la cual, a sus catorce años, era una hermosa señorita que esperaba con ansias el día su presentación en sociedad para poder asistir en regla y forma a los bailes y las fiestas.

Por alguna extraña razón que no comprendía, no podía dejar de mirarlo. Había algo en ese joven caballero que la atraía, era como si una fuerza invisible la mantuviera orbitando alrededor suyo impidiéndole apartarse, por lo que, amparada por la seguridad de su escondite, se permitió observarlo a detalle.

El joven Vincent, a sus veintidós años, era un joven encantador y poseedor de una belleza masculina y perfecta.

Lo miraba embelesada, tratando de guardar en su memoria cada aspecto de él. Le encantó su sonrisa, el tono seductor de su voz, la manera de moverse, como si se tratase de un lobo al acecho de su presa. Desde ese momento supo que había quedado prendada de él.

Coincidieron en un par de reuniones más; después, en una conversación en una cena informal, supo que su padre se había asociado con el duque. A partir de entonces se veían con mayor frecuencia, ya fuese en su casa o en la mansión Pembroke. Cada vez que se encontraban, Vincent se portaba amable con ella, pero la trataba como lo que era: una chiquilla, y eso le molestaba.

A sus catorce años, Christine estaba convencida que él sería el hombre de su vida y soñaba con el día en que Vincent se convertiría en su amadísimo esposo. Meses después, él fue enviado por el duque a ocuparse de sus negocios en el extranjero, y ella dejó de verlo.

Con lágrimas en los ojos, se despidió de su amor secreto. Lo extrañaba mucho y era infeliz al saberlo lejos, no solo por la distancia, pues aquel joven amable, que se había apropiado de una parte de su corazón, no la quería como ella deseaba.

En un principio, se escribían con regularidad, pero después de un par de años, las cartas de él fueron menos frecuentes hasta ser casi nulas, lo cual, a ella, le llenaba el alma de pesar.

Cuando Christine cumplió 16 años, se mudó a París. Su padre era inglés, y su madre, francesa, por lo cual su vida había transcurrido en un ir y venir entre las dos naciones.

Consternada por saberlo lejos de su corazón, Christine, en sus cartas, lo invitaba a visitarla y a pasar un tiempo en París, pero Vincent siempre le respondía con excusas relacionadas al trabajo y los negocios.

Querido Vincent,

¿Cómo está todo? Espero de corazón que te encuentres bien y goces de buena salud.

Mis padres me han dado permiso para pasar el verano en el condado de Orange, en la finca de mi tío, el Conde Castelló.

Estoy muy emocionada, pues echo de menos la compañía de mi prima Clarissa, ella es como una hermana para mí, siempre me he divertido cuando voy para allá.

Entre las locuras de mi prima y ese amigo suyo, Erick Raven, que es muy amable y simpático, junto con los hermanos Sanders, siempre han hecho que los veranos en su compañía sean algo especial y para recordar toda la vida.

Estaremos una semana en Londres, he oído que tú estarás allá para las mismas fechas. Ojalá pudiéramos coincidir y vernos al menos una vez antes de partir a nuestros respectivos destinos.

Un saludo cordial,

Christine Marie Dickens Castelló.

La semana en Londres pasó en angustiante espera, la visita de Vincent nunca llegó, y Christine supo por los cotilleos que él estaba en la ciudad, pero, al parecer, estaba tan ocupado con su vida de libertino que no tenía tiempo para una chiquilla que rogaba por un poco de su atención.

A partir de ese momento, decidió olvidarse de él, nunca más volvería a buscar un acercamiento. Si él le escribía, contestaría a sus cartas con fría cortesía, nada más.

Regresó a París después de un verano maravilloso. Entre su prima y sus peculiares amigos hicieron que se olvidara de aquel ingrato que se negaba a desocupar su corazón.

Entre tanto, el tiempo pasaba inflexible, estudiaba idiomas, perfeccionaba el tocar piano y el canto bajo la tutela de la señorita Patterson. Un día cualquiera, la institutriz le comentó a su padre que estaba preparada para su debut.

—Mi trabajo está hecho. —había expresado la mujer sin abandonar esa agria expresión que era característica en ella.

La familia Dickens se preparaba para volver a Londres y organizar todo para el gran evento de su única hija, pero el repentino fallecimiento de la querida abuela retrasó el feliz acontecimiento. Fue un golpe duro para Christine, pues su dulce mamie era su adoración.

A sus dieciocho años, Christine se había convertido en una hermosa mujer, por lo cual sus padres esperaban que, aunque quizá un poco tardía, su presentación ante la sociedad fuese todo un éxito...

El gran día llegó, Christine se paseaba nerviosa por su alcoba de un lado a otro mientras esperaba el momento para bajar al gran salón en donde se realizaría el baile en su honor.

No sabía lo que esa noche le deparaba, y eso la llenaba de incertidumbre, crispando sus frágiles nervios, los cuales estaban a tope. Ese día, desde que abrió los ojos, tuvo el presentimiento de que su vida nunca más sería la misma.

—Christine, hija, ¿por qué tardaste tanto, tesoro? —Preguntó su madre, contrariada, al pie de la escalera mientras le extendía la mano—. Los invitados esperan tu aparición desde hace algunos minutos.

No pudo admitir ante sus padres que no quería bajar al salón porque tenía miedo; su timidez e inseguridad hacían mella, apaleando la confianza en sí misma. Tomó una bocanada de aire para darse valor, aceptó la mano que su madre le ofrecía y se colocó al lado de su amoroso padre.

—¡Hija, estás hermosa! —expresó el señor Dickens con admiración.

—Eso me dices porque eres mi padre —contestó más animada, su progenitor tenía el don de alegrarla y hacerla sentirse especial.

—Eso te digo porque es la verdad. Mi princesa linda ahora es toda una mujer. —Se le crisparon los ojos y el tono de su voz reveló una gran nostalgia.

—Ahora no, no irán a ponerse sentimentales, ¿verdad? —La señora Dickens interrumpió el mágico momento, pestañeando para contener las lágrimas.

—Tu madre tiene razón, hija, tus invitados esperan. —Atento, le tendió el brazo, y juntos comenzaron el descenso por la escalera hacia el salón principal de la fastuosa mansión Dickens.

Las miradas no se hicieron esperar, y los murmullos tampoco; Christine era muy bella, una irresistible combinación entre dulzura e inocencia. Su rostro angelical, de finísimas facciones, y una expresión tímida, cautivaban sin aun proponérselo.

Hermosa y exquisita cual ángel bajado del cielo; esa era la descripción exacta de esa celestial criatura de cabello castaño, mismo que brillaba sin pudor alguno, como si el sol al amanecer habitara en él. Sus ojos, de un extraño azul metal profundo, de mirada misteriosa, brillaban como si un arrullo de estrellas viviese en su interior.

Su bonito vestido, de un tono marfil poco común, le queda de maravilla; el escote cuadrado era discreto, puesto que su timidez no le permitía usar algo más atrevido, tal como sugería la modista que lo hiciera. Después de un arduo debate, lograron encontrar un punto intermedio, lo que dio como resultado algo sutil que dejaba vislumbrar un poco de la gloria que se guardaba dentro.

Comenzó el primer baile y del brazo de su padre, danzó por todo el salón sintiéndose segura y protegida. Cuando la pieza terminó, había una larga fila de jóvenes ansiosos por bailar con la hermosa debutante, por lo que Christine pasó de unos brazos a otros, de un joven a otro.

Contestaba cortés cuando le preguntaban algo, sonreía tímida y se mostraba animada, aunque en el fondo estaba cansada de tanta cursilería, alabanzas llenas de palabras pomposas y melosas que a ella le parecían huecas, vanas. Se excusó pretextando una tontería y se escabulló hacia una de las terrazas, necesitaba con urgencia un respiro.

—¿Estás así por él?

No necesitó volverse para saber quién le hablaba.

—Yo… no sé de qué hablas —mintió.

Clarissa se colocó a su lado, nadie mejor que ella la comprendía.

—Sabes, ahora que Erick se ha ido, sé lo que es extrañar a alguien y tener que guardártelo para ti misma. Siempre hemos sido amigas, Christine, casi hermanas; conmigo no tienes que fingir, yo sé tú secreto, ¿recuerdas?

—Odio sentirme así —admitió—. No debería importarme el hecho que ni siquiera le intereso, pero, para mí desgracia, no puedo evitarlo, me afecta su maldita indiferencia.

—Yo creo que sí puedes. Observa a tu alrededor —señaló Clarissa con una sonrisa—. Tienes a varios jovencitos más que impacientes por tus atenciones, ¿no crees que merece la pena intentarlo? Quizá te lleves una sorpresa.

—Gracias, Clarissa, no sé qué haría sin ti. —Se abrazaron.

—Por lo pronto, volvamos con tus galanes antes que se impacienten.

Transcurridos unos cuantos bailes, su ánimo había mermado una vez más, ninguno de esos jóvenes lograba el milagro de apartar de su pensamiento a aquel ingrato que no merecía ni un minuto de su tiempo.

Mientras bailaba con el joven Petterson, descubrió que Elizabeth Pembroke había llegado. Según los rumores que había escuchado, Vincent y ella siempre asistían juntos a los bailes y eventos sociales, lo cual indicaba que si Elizabeth estaba sola, era porque el muy bribón no pensaba asistir.

Recordó haber escuchado a la viuda Grimaldi decir que cuando el duque murió, pidió a Vincent hacerse cargo de Elizabeth y, al parecer, él se había tomado muy en serio el papel de hermano protector que le otorgó su difunto tío y que su padre le reiteró antes de morir.

Entonces, ¿por qué Elizabeth había llegado sola? Quizá Vincent estaba por ahí en algún lugar y ella no lo había visto entrar, pero una rápida inspección al salón le confirmó que él no estaba.

Al punto de no soportar más el tener que fingir la sonrisa, se excusó con su pareja de baile y con sigilo se escabulló hacia el jardín. Una vez allí, tomó una gran bocanada de aire y tragó saliva para pasar el nudo de decepción atorado en su garganta.

¡Él muy ingrato no había aparecido! No se había dignado a asistir a su presentación, y eso le caló profundo en el alma. Tantos años extrañándolo, viviendo solo de recuerdos, ansiando como loca el día de volver a verlo y ¿para qué?

«¿Y qué esperabas, tonta? Es obvio que no le importas, nunca le interesaste», se dijo con amargura.

Un hombre tan apuesto como lo era él, y más aun ostentando el título de duque, tendría a todas las mujeres que deseara a sus pies, ¿por qué habría de elegirla a ella?

Analizó con frialdad la situación: hacía varios años que no se veían, la relación se había enfriado y las cartas eran casi nulas. ¿Qué más pruebas necesitaba para evidenciar su desinterés hacia ella?

Haciendo de lado las fantasías románticas y su patético amor por él, reconoció que quizá Vincent ya se había olvidado de ella, de esa chiquilla que tanto lo quería. Sabía que no se había casado aún, pero también estaba al tanto de sus andanzas, para nadie era un secreto que el joven duque Vincent Pembroke era todo un libertino y uno de los solteros más codiciados del momento.

Lo imaginó rodeado de lindas mujeres, y ese pensamiento le dolió en lo más hondo. ¿Por qué tenía que seguir aferrada a Vincent? Para su infortunio, a lo largo de esos seis años, el sentimiento hacía él no la abandonó, al contrario, se fortaleció alimentado por sus recuerdos y, sin poder evitarlo, creció con ella, transformándose en un profundo amor de mujer.

Sacudió la cabeza para deshacerse de los pensamientos negativos, caminó largo rato entre los rosales, se paró un momento frente a uno lleno de hermosas rosas amarillas y de color coral. Se inclinó para aspirar el dulce aroma y disfrutar de ese perfume que tanto le gustaba.