CAPITULO VII

El armonioso sonido del canto de las aves la despertó; abrió los ojos y descubrió con alivio que estaba en su habitación.

«Solo fue una horrible pesadilla», se dijo, soltando el aire con tranquilidad, se estiró con pereza y después se levantó de la cama. Sentía el estómago revuelto y un desagradable sabor en la boca, algo parecido al que dejaban las medicinas.

Le extrañó que Mary no estuviera a su lado para ayudarla a vestirse, quizá era más temprano de lo que suponía y la pobre doncella todavía no se levantaba, se dirigió a la puerta para ir en su búsqueda, pero al girar el pomo, descubrió que la puerta estaba cerrada con llave.

«¿Qué? ¿Por qué estoy encerrada? ¿Qué está pasando?», se preguntó inquieta.

—¡Por favor, quiero salir! ¿Alguien me escucha? —Tocó la puerta un par de veces y al percatarse que nadie respondía, comenzó a gritar.

Después de unos minutos, escuchó la suave voz de Mary detrás de la puerta:

—Tranquilícese, señorita.

—¿Que me tranquilice? ¿Cómo me pides eso, Mary? ¿Explícame por qué estoy prisionera en mi propia habitación? —la cuestionó furiosa.

—¿No lo recuerda?

—¿Recordar qué? —preguntó impaciente.

—Después de lo de su padre, usted se puso como loca y su madre decidió que lo mejor era que permaneciera encerrada, el médico tuvo que sedarla. —Mary ya no se pudo contener y lloró.

—¿Lo de mi padre? ¿Qué le pasó a mi padre? —inquirió confundida.

Entonces, las brumas en su aturdido cerebro parecieron esfumarse, a su mente llegaron los recuerdos, uno a uno: la boda frustrada, la muerte de su padre por un infarto fulminante, la terrible pelea con su madre y, para rematar, los reproches de Philip, los cuales le dolieron en el alma, pues él también la creía culpable.

Entonces, cayó en cuenta, no había sido un sueño; Vincent sí la abandonó en la iglesia el día de su boda, humillándola públicamente; su padre estaba muerto, y su madre la culpaba a ella por lo ocurrido y le había prohibido asistir al funeral.

Se recordó a sí misma, como si fuera otra persona, gritar como loca y destrozar todo a su paso. ¿Había sido ella capaz de algo así? ¿En verdad había ocurrido todo aquello?

Su siguiente recuerdo fue como entre varios criados la sujetaban mientras el doctor le había inyectado algo para tranquilizarla; después, todo era oscuridad...

—¿Cuánto tiempo llevo aquí encerrada? —preguntó con voz apagada, volviendo a la realidad.

—Dos días, señorita.

—¡Dios! —exclamó dolida—. En verdad mi madre me negó el derecho de estar con mi padre, ¿verdad, Mary? No fue un sueño, mi amado padre ya no está. —Las lágrimas caían por sus mejillas y recargada en la puerta, se deslizó al suelo, devastada.

—En verdad lo siento, señorita. —Sollozó su fiel doncella.

—¿Podrías abrirme? Necesito salir… —Tenía la intención de ir a la habitación de su padre, tomar su ropa y abrazarse a ella como si así pudiera sentirse un poco más cerca de él.

—No puedo, su madre tiene la llave y dio órdenes de que no se le permitiera salir hasta que el médico diga que ya está bien.

Christine sintió como se ahogaba con su propio llanto, lloró y lloró, pero el dolor no cedía, no daba tregua...

Los días pasaban, y ella seguía recluida en su alcoba; su madre no le permitía salir, no probaba alimento, no quería vivir, la torturaba la imagen de su padre desvaneciéndose mientras la miraba con recelo. Se fue creyéndola culpable, y eso le dolía, era más de lo que podía soportar.

Mary era la única persona con la cual cruzaba palabra, el doctor la visitaba a diario, pero a ella permanecía distante y no le contestaba a lo que él preguntaba, lo ignoraba por completo.

Un día, la fiel Mary por fin se armó de valor y le cuestionó sobre lo sucedido la noche anterior a su boda.

—Señorita, ¿qué pasó esa noche?

—¿Qué pasó de qué? No tengo idea de qué me estás hablando.

—La mañana del día de su boda, cuando entré a su habitación, encontré una chaqueta y un zapato de hombre. —Ante la mirada atónita de su patrona continuó—: Pensé que quizá eran del duque Pembroke, no sería la primera ni la última mujer en intimar antes de la boda —comentó, sonrojándose—. Por lo que me apresuré a recogerlas antes de que su madre pudiera descubrirlos, y los oculté en el ropero de mi habitación.

—¿Qué? ¿Cómo es que yo no me di cuenta de nada? —preguntó incrédula.

—En su momento, no le di importancia a detalles extraños —comentó Mary, pensativa—. Esa mañana, usted estaba más despeinada de lo normal, su camisón estaba roto de un tirante y su aspecto en general era raro.

—Ahora que lo comentas, sí, tienes razón, ese día me sentía extraña, un malestar general me acosaba y había un sabor horrible en mi boca, un olor raro impregnado en mi nariz. —Se quedó en silencio unos minutos—. ¿Todavía los tienes? Quiero decir, la chaqueta y los zapatos.

—Sí.

—Tráelos, quiero verlos —ordenó, y la doncella obedeció.

Después de unos minutos, Mary apareció con un bulto envuelto en un viejo vestido, lo abrió, y de este sacó una chaqueta que a simple vista parecía fina, pero en realidad no lo era.

—Esto jamás podría ser de Vincent —comentó mientras analizaba la prenda.

—Ahora lo sé, pero esa mañana los tomé tan deprisa para evitar que su madre o alguien más supiera de su existencia, que no me fijé en los detalles; después, cuando pasó… —Hizo una pausa, sin saber si hacer mención o no al trágico acontecimiento en el atrio de la iglesia—. Lo que pasó con el duque, en un principio, yo estaba tan desconcertada como usted, pero luego recordé la chaqueta y el zapato y comencé a pensar que quizá lo que el duque alegaba no era tan descabellado…

—¿Tú también me crees culpable de todas esas aberraciones? —preguntó indignada hasta las entrañas, de cualquiera lo hubiera esperado, menos de Mary, de ella no.

—¡No! ¡Dios me libre de semejante cosa! —exclamó escandalizada.

—¿Entonces? Habla claro, ¿qué piensas respecto a todo esto?

—Yo… no sé si deba…

—Habla, por favor, Mary, confío en ti y sé que jamás harías nada por dañarme. —La miró suplicante—. Necesito entender qué está pasando.

—Creo que un hombre estuvo aquí en su habitación, un tipo que por lo visto no era su prometido. —Se quedó pensativa—. Lo que no me explico es cómo se enteró el duque, y lo más intrigante y extraño, ¿cómo es posible que usted no se dio cuenta de nada?

Christine la miró pasmada, ella ya sabía que Mary era muy inteligente, pero ahora le quedaba más que claro, pues lo que su fiel doncella decía tenía total lógica.

—Eso es algo que tendremos que averiguar. Te juro por mi padre que no descansaré hasta dar con la verdad —sentenció decidida.

Después de conversar con Mary, Christine estaba convencida que Vincent no mentía respecto a que la vio con un hombre en su habitación. La cuestión era descubrir qué había visto él, haciendo qué, y con quién. Lo que más la preocupaba y torturaba era sí en verdad ella se había acostado con alguien más. ¿Cómo era posible que no se acordara de nada? Tendría que haber estado drogada para…

¡Un momento! ¡Sí! ¡Eso era, la habían drogado, y por eso no recordaba nada! Esa tenía que ser parte de la explicación, al menos ahora contaba con una pieza más del rompecabezas.

Nada tenía sentido, pero de algo sí estaba segura: alguien le tendió una trampa para que se separara de Vincent y, por desgracia, funcionó.

Pensó en buscar a Vincent para pedirle una explicación, pero su madre la tenía recluida, confiscada en su habitación y no había modo de escapar.

No dormía bien y cuando lo hacía, era víctima de terribles pesadillas; no se alimentaba adecuadamente, su aspecto y salud eran deplorables. No quería vivir. ¿Para qué? Vincent la había abandonado de manera muy cruel; socialmente, estaba destruida para siempre. Su amado padre había muerto a sus pies creyéndola una cualquiera. Su madre la despreciaba y culpaba por la muerte de su amado esposo. Y tanto Philip como Clarissa la habían dejado sola cuando más contaba. No tenía a nadie, no tenía nada; solo quería morir y dejar de sentir ese dolor que no daba tregua, las lágrimas nunca parecían ser suficientes, y su corazón lentamente moría.

Mary era la única persona que se preocupaba por ella y la reprendía por no alimentarse como era debido.

—Mírese nada más cómo está, señorita Christine, sí sigue así, va a enfermar.

Le había dicho en más de una ocasión su fiel doncella, pero a ella no le importaba. Nada importaba ya…

Una mañana, Mary entró en la alcoba de su patrona con la charola del desayuno y le extrañó no verla, supuso que estaría en el cuarto de baño, ese era, aparte del jardín, el lugar favorito de su patrona…

El señor Dickens, a petición de su amada hija, había instalado, en la habitación contigua, una enorme tina. El cuarto contaba con un gran ventanal que proveía de luz el lugar, estaba lleno de estantes con frascos, velas y coquetas botellas llenas de perfumes y esencias, así como una gran variedad de jabones perfumados, ya que Christine era fiel devota a estos. Gozaba el pasar tiempo sumergida en agua aromatizada hasta que esta se tornaba fría o la piel se le arrugaba.

Mary dejó la bandeja con los alimentos en la mesita de noche y se encaminó hacia allí, llamó varias veces y al no recibir respuesta, abrió con lentitud la puerta.

—¡Señorita! ¡Señorita Christine! ¿Qué tiene? ¡Por favor, conteste! —gritaba espantada, su patrona yacía en el suelo, inconsciente, y un pequeño charco de sangre salía debajo de sus caderas. La trató de despertar, pero ella no reaccionaba—. Piensa, Mary, piensa… —se dijo angustiada, entonces corrió a llamar al mayordomo y ambos la llevaron de inmediato a la cama. Después, el sirviente mandó por el médico.

Christine despertó aturdida; se sentía muy débil, recorrió su habitación con la mirada y descubrió a la incansable Mary postrada en un sillón al lado de su cama, al parecer dormía. Pensó en que seguro se pasó la noche cuidándola, pero ¿de qué? Quiso ponerse en pie, pero un mareo se lo impidió, entonces se percató que le dolía el vientre.

En ese instante, Mary abrió los ojos.

—No se levante, por favor —dijo preocupada, se puso de pie de inmediato y la ayudó a recostarse de nuevo—. Todavía está muy débil, perdió mucha sangre.

—¿Sangre? ¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó intrigada.

—Es mejor que se lo diga el médico cuando venga a revisarla, no debe de tardar en llegar —contestó Mary, cauta. En ese momento, llamaron a la puerta, y como la doncella lo esperaba, se trataba del galeno.

—Christine, ¿cómo te sientes? —preguntó el doctor Lewis, atento.

—Mejor —respondió sin ganas.

—Christine, tienes que parar esa ola de autodestrucción en la que te has hundiendo; no puedes seguir así. —Su preocupación era evidente.

Christine desvió la mirada.

—Sí viene a regañarme, mejor váyase; no necesito su lástima ni sus sermones.

—Christine, no estás sola, por favor…

—¿Va a decirme de una maldita vez qué tengo? ¿Qué me pasó? —lo interrumpió, grosera.

El médico dudó unos instantes; Christine aún estaba muy afectada, pero su ética le dijo que ella tenía derecho a saber lo que le había pasado.

—A causa de tú deplorable estado de salud —hizo una pausa—, perdiste a tu criatura. La anemia que tenías complicó mucho la situación y no pude hacer nada por evitarlo. En verdad lo siento, hija.

«¿Qué? ¿Estaba embarazada?». Christine creyó que ya no era posible sentir más dolor, pero estaba muy equivocada. Se llevó las manos al vientre, un vientre ahora vacío, y una nueva daga de dolor le atravesó el alma.

Su hijo, un ser inocente había muerto por su descuido, era su culpa, una muerte más en su consciencia.

—Yo no sabía —dijo como en un susurro mientras las lágrimas bañaban su rostro—. Jamás me habría descuidado de haberlo sabido. Es mi culpa… es mi culpa, ¡yo lo maté! ¡Yo lo maté!

Una severa crisis nerviosa obligó al médico a sedarla.

Christine estaba cada día peor, el dolor en su alma era realmente insoportable; había perdido todo interés por vivir, nada le apetecía, no quería ver a nadie, solo quería morir para reunirse con su padre y su bebé.

Desde que el médico ordenó que jamás estuviera sola, Mary se pegó a ella y no la dejaba ni a sol ni a sombra, por lo cual le costó trabajo lograr escabullirse a la habitación de su padre.

Una vez allí, sacó una chaqueta y la abrazó con fuerza, la prenda aún conservaba el olor de su amado papá. Se aferró como si así pudiera recuperar aunque fuera un pedacito de él, y así estuvo por horas. Escuchaba el ajetreo que había en a casa, seguro Mary había armado un escándalo al no encontrarla en su habitación, sabía que tenía que darse prisa, pues no tardarían en descubrirla.

Se encaminó al mueble de madera donde sabia que se encontraban los utensilios de aseo de su padre, tomó la navaja de afeitar, misma que tantas veces rozó el rostro de su progenitor.

—Pronto, papá, pronto —dijo, mirando el objeto; después, regresó a la cama y, una vez más, se aferró a la chaqueta. Así fue como la encontraron Mary y su madre.

Mary parecía empeñada en ser su sombra, apenas si le daba oportunidad de respirar, pero una mañana, aprovechando que ella la creía dormida y se había marchado, se dirigió al cuarto de baño.

Se miró al espejo por varios minutos. En nada se parecía a la dulce y hermosa mujer de meses atrás; parecía un cadáver. «Eso debería ser», pensó.

Contempló largo tiempo la navaja de su padre que sostenía con la mano derecha. Sin dar lugar a arrepentimientos, se hizo un corte en ambas muñecas. Después, se metió en la tina de baño a esperar con ansias la muerte.

Mientras la sangre abandonaba su cuerpo, vio su vida pasar; recordó con agrado su feliz infancia; después, su adolescencia, y así sucesivamente hasta llegar al día de hoy.

Pensó en su bebé y lo imaginó muy parecido a Vincent; ese fue su último pensamiento antes de caer en la inconsciencia. El frío invadió su cuerpo; el ansiado final estaba cerca, podía sentirlo…

Mary, creyendo que Christine dormía, aprovechó para asearse; no tardó mucho, pues no quería dejarla sola mucho tiempo. Cuando regresó, le extrañó no encontrarla en la cama y se encaminó al cuarto de baño.

Jamás esperó encontrarse con tan espantosa escena:

—¡Madre mía! Señorita Christine, ¿qué hizo? ¡Dios mío, ayúdame! —sollozó desesperada. Después, le tomó el pulso y descubrió que, aunque débil, todavía latía su corazón.

«Aún hay esperanza», se dijo Mary, consternada.