CAPITULO VIII
Christine despertó con otra pesadilla, abrió los ojos y de pronto no reconoció el lugar; aún no se acostumbraba a esa habitación en el hospital psiquiátrico St. George. Apenas hacía unos días que el doctor la había internado por órdenes de su madre.
Se quiso incorporar, pero estaba apresada con camisa de fuerza y por si eso no fuera poco, estaba atada a su cama.
«Me lo tengo bien merecido», pensó al recordar la última escena de histeria que había protagonizado. Sufría crisis nerviosas muy fuertes, y por eso el médico sugirió que la internasen en el hospital psiquiátrico, pero su madre se había negado por miedo a más escándalos sobre la familia, aunque después de su fallido intento de suicidio, terminó por aceptar y así fue como, ahora, ella se encontraba recluida en ese lugar y atada a una incómoda cama.
Por Mary supo que su madre hizo creer a todos, incluidos su tío, el conde Castelló, y Clarissa, que se iban en un largo viaje.
Mary le entregó un par de cartas de Clarissa, que su madre había interceptado tiempo atrás; al menos tenía el consuelo de que su querida prima nunca la abandonó, pues, en sus cartas, ella le decía que había intentado verla en varias ocasiones, pero que su tía (su madre) no se lo permitió. Le preguntaba por su salud y le rogaba que pusiera todo de su parte por recuperarse.
También supo que su adoraba madre se fue a Escocia con su prima Stella, dejándola a ella arrumbada en ese horrible lugar.
Los días pasaban, y Christine no tenía intención de recuperarse, era grosera y violenta con el personal; fingía crisis nerviosas para que la sedaran y así poder desconectarse un poco de su terrible realidad, por eso, en algunas ocasiones, tenían que someterla y amarrarla a la cama, pero a ella no le importaba, solo quería morir y reunirse con su padre y su bebé.
Un día, estando aún bajo los efectos del láudano, miró hacia la ventana y, en una rama del árbol que estaba enredado en esta, vio el momento preciso en que una mariposa salía de su capullo; como si la lucidez regresara a ella de golpe, comprendió que si seguía viva, a pesar de todo, era por una razón.
Quizá, como esa mariposa, ella también tenía que sufrir una metamorfosis. Como su corazón estaba lleno de dolor y rencor, lo atribuyó a que el motivo era que tenía que descubrir la verdad, castigar a los culpables y vengar a las víctimas inocentes de toda esa inmundicia: su padre, su bebé y ella misma.
A partir de ese momento se sintió renovada y decidió luchar por recuperarse física y emocionalmente, su primer objetivo era salir de ahí, y lo haría. Se juró a sí misma que una vez fuera de ese horrible lugar, nada ni nadie la detendría en su venganza.
—Por ti, bebé, por ti regresaré y te juro que no pararé hasta descubrir la verdad y que toda esa gente que nos hizo daño pague por ello. ¡Lo juro!
A partir de ese instante cambió totalmente su actitud, se alimentaba bien y su conducta era irreprochable; las lágrimas cada vez eran menos. Mientras su cuerpo se restablecía, su corazón se secaba, era como si su reserva de gotas salinas, estuviera agotada. Se volvió amargada, dura e insensible.
De algo estaba muy segura, la dulce Christine estaba muerta, había fallecido desangrada en la tina, ahora solo quedaba ese ser lleno de odio, rencor y sed de venganza.
Como su conducta era intachable, le permitieron salir a los jardines y, al poco tiempo, consiguió que la pasaran al pabellón de cuidados menores.
Mary, de vez en cuando, le llevaba cartas de Clarissa; su prima creía que estaba en Bath recuperándose de sus dolencias.
Su doncella se encargaba de coordinar la correspondencia para que nadie sospechara el lugar en el que en realidad estaba recluida su joven patrona.
Christine no había contestado ni una sola de las cartas, no tenía ánimos para fingir que todo estaba bien, pero ahora que había tomado la decisión de cambiar, estaba segura que Clarissa la ayudaría con sus planes, por lo que comenzó a contestarle las misivas. En un principio, fingiría que la situación era diferente, pero llegado el momento, le contaría la verdad.
La pesadilla que la atormentaba todas las noches la despertó y le recordó su triste realidad. Siempre era lo mismo, se soñaba llevando un vestido a rayas como el traje de los presidiarios, un antifaz o algo así cubría sus ojos, una densa oscuridad la rodeaba, incluso su cabello era negro cual noche carente de luna. Sus muñecas sangraban sin parar y llevaba su corazón en la mano izquierda como si se lo hubieran extirpado, aunque así había sido, la traición le había arrancado el corazón dejándola sin alma.
Vincent la llamaba mujerzuela y la insultaba una y otra vez con palabras ofensivas. Su padre la miraba con desprecio mientras su madre le gritaba: «Es tu culpa, tú lo mataste». Después, las palabras hirientes de Philip y el llanto de un bebé coronaban ese horrible y espeluznante sueño que ya era parte de ella.
Aturdida, salió de su habitación y como si se tratase de un fantasma, deambulaba por los corredores del hospital cuando escuchó unos gritos lastimeros que le provocaron un vuelco en el corazón. Se asomó al pasillo central, y este estaba desierto, seguro las enfermeras y los guardias estaban jugando a las cartas. Con sigilo, se dirigió de prisa al lugar del cual provenían esos quejidos infernales.
Comprobó que estos provenían de lo más recóndito de un obscuro pasillo, se fijó que nadie la viera y abrió la puerta. Cuando su vista se acostumbró a la oscuridad del lugar, se encontró un hombre en condiciones deplorables, en muy mal estado de salud, esquelético, sucio y amarrado a una mugrienta y destartalada cama.
—Sáquenme de aquí… —el hombre gritaba y pedía piedad...
Por un instante, él la miró, y Christine pudo ver en él la inocencia y la pureza de su alma atormentada; sintió su dolor como propio y, de inmediato, se identificó con él.
Algo en su interior le dijo que ese pobre hombre, al igual que ella, había sido víctima de la maldad humana.
—Shhhh, tranquilo, soy amiga. —Le acarició el rostro—. Dime, ¿cómo te llamas?
Él la miró desconfiado, entre tanto fármaco y drogas que le aplicaban, a veces ya no tenía conciencia de qué era real y qué no. Se fijó que ella llevaba bata de interno, era una de los suyos.
—Creo que Andrew —respondió con voz apenas audible.
—Escúchame bien, Andrew, mi nombre es Christine, yo estoy por salir de aquí y te juro por mi padre y mi bebé que te sacaré.
—¿Por qué harías eso? No me conoces, no sabes nada de mí —preguntó sin fiarse.
—No lo sé, llámalo intuición, pero algo me dice que tú y yo hemos sido víctimas de la más grande maldad, y estoy segura que por eso el destino me trajo a ti. Ahora entiendo muchas cosas, yo tenía que venir a este horrible lugar para encontrar la lucidez y un propósito.
—¿En verdad me sacarías de aquí? Si todos dicen que estoy loco —comentó con tristeza.
—Entonces, ya somos dos, a mí también me han llamado loca. —Miró el pasillo—. Ya me tengo que ir, no podemos arriesgarnos a que alguien me vea aquí contigo. Por favor, abstente de gritar y mostrar cualquier emoción; si te mantienes tranquilo, no te sedarán. —Le acunó el rostro con las manos y lo obligó a mirarla—. Escúchame bien, Andrew, te necesito lúcido, ¿de acuerdo?
—Sí —respondió emocionado.
—Muy bien, entonces, ¿me prometes que lo harás? —le suplicó.
—Te prometo que trataré, pero me han drogado tanto que cuando dejan de hacerlo me da lo que ellos llaman crisis por el síndrome de abstinencia —le confesó.
¡Dios! ¿Qué crueldades habrá pasado ese hombre?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó mientras se asomaba por la puerta.
—No sé con exactitud, hace tanto que ya perdí la noción del tiempo; aunque en una ocasión, no hace mucho, escuché a uno de los enfermeros decir que poco más de diez años. —No sabía por qué, pero Christine le inspiraba confianza, su aturdido instinto le decía que podía confiar en ella y desde el primer instante le creyó cuando le aseguró que lo sacaría de ahí.
—¿Diez años? —No podía creerlo.
—Sí, creo que un poco más, no lo sé…
Andrew cumplió su palabra lo mejor que pudo, Christine lo visitaba todas las noches, se habían vuelto incondicionales; él, al no estar tan drogado, poco a poco comenzó a recobrar la lucidez, se contaron sus tragedias personales y se alentaban mutuamente a recuperarse y preparar todo para su venganza.
Andrew le contó que su tío era el administrador de su fortuna y que tendría que entregársela junto a sus posesiones y título nobiliario cuando cumpliera la mayoría de edad, mas como este no estaba dispuesto a hacerlo, cuando tan solo tenía dieciséis años, lo hizo pasar por muerto y lo encerró en ese terrible lugar donde había estado muerto en vida todos esos años.
En más de una ocasión, ella lo encontró drogado, y él le pedía perdón por no haber podido resistir su adicción.
A Christine se le partía el corazón cada vez que esto sucedía, no soportaba verlo sufrir. Su único aliciente era que el director del psiquiátrico le había prometido al doctor Lewis que si todo seguía como iba, en un par de meses más ella estaba lista para abandonar el hospital.
—Andrew, mañana me voy de este horrible lugar, necesito que estés al pendiente y no provoques que te droguen, por favor, al menos no por ahora. Ya tengo todo arreglado, y pronto saldrás de aquí. ¡Te lo prometo! —No se despidió, solo le dijo un «hasta luego, hermano».
La fiel Mary era la única persona que en verdad se preocupaba por ella, siempre al pie del cañón, por eso, días antes de salir, Christine le habló de Andrew y le encargó que investigara y consiguiera uno de esos mercenarios sin conciencia para que se ocupara de sacarlo de ahí.
Una vez fuera del hospital, Christine se trasladó a un hostal, utilizaba la ropa de Mary para pasar desapercibida. No quiso regresar a la mansión Dickens, aún no estaba preparada para volver a ese lugar que tantos secretos guardaba: dicha, tragedia y muerte.
Esa mañana, le dio a Mary una carta para Clarissa, en esta le contaba parte de la verdad de su situación, le hablaba de Andrew y le rogaba por su ayuda.
La respuesta de Clarissa no tardó en llegar, su prima la había contactado con un tal Fantasma para que la ayudara en todo. Se disculpó por no poder acudir personalmente, le informaba que se encontraba en el condado de Orange cuando su padre había caído enfermo y no podía dejarlo solo.
Christine entristeció al saber del delicado estado de salud de su tío, ese hombre era como un padre para ella, siempre había sido atento y cariñoso. Se preguntaba cómo su madre y el conde podían ser tan distintos a pesar de ser hermanos.
—Me han dicho que usted es el mejor, así que no quiero fallas —comentó mientras estudiaba con atención al hombre parado frente a ella, al tal Fantasma. Este era alto, su complexión denotaba gran fuerza y a pesar de llevar una máscara negra cubriendo su rostro, irradiaba poderío y clase. Ese tipo no era un hijo de vecina cualquiera, de eso estaba segura.
—Aún no he aceptado, ¿qué le hace creer que la ayudaré? —preguntó el Fantasma sin más.
—Primero, el dinero que le pagaré por sus servicios, y segundo, porque creo que usted, al igual que yo es un hombre de justicia, por eso ha decidido tomarla por sus propias manos. ¿No es así?
El Fantasma se quedó pasmado, esa mujer había logrado describir su vida sin apenas conocerlo, y eso le gustó.
—El dinero no es problema para mí, señorita, cuénteme su historia, y entonces decidiré si merece la pena intervenir.
Christine le contó con lujo de detalles todo, no se guardó nada, él la escuchaba atento.
—Está bien, la ayudaré. Dígame qué tiene en mente, señorita Dickens…
Ella le expuso su plan para sacar a su amigo...
—Aquí tiene un mapa del hospital, en él está señalado el lugar exacto donde tienen encerrado a Andrew, los horarios de los enfermeros, ubicaciones de los guardias… Todo está detallado, si tiene alguna duda, ahora es el momento —alegó sin perder tiempo.
—Este hombre que vamos a sacar, ¿es violento? ¿Tendremos que tener cuidados especiales con él? —preguntó, intrigado, el Fantasma.
Christine sabía que el origen del apodo era porque el tipo era escurridizo y todos le temían. Todos menos ella, algo en él le daba confianza, a pesar de las cosas que había escuchado, porque los últimos días se había dedicado a hacer averiguaciones sobre la temida leyenda; algo le decía que ese hombre no era mezquino, no percibía maldad en él, solo un gran sentido de la justicia, sí, quizá, un poco torcido, pero su intuición le decía que ese individuo no llevaba en su interior la semilla del diablo.
Después de su experiencia cercana con la muerte, Christine se había vuelto sensitiva al aura de las personas, podía sentir la maldad, y en ese hombre solo percibía un alma atormentada por demonios que lo encadenaban a su pasado con los terribles grilletes de los remordimientos, así como una infinita soledad.
No pudo evitar sentirse identificada con él, que, al igual que ella, lo había perdido todo, había sufrido tanto que ya no le temía a la muerte, y el dolor se había vuelto parte de sí mismo. Sí, en definitiva, era como ese hombre que tenía enfrente, también era un ser sin alma.
—No, Andrew no está loco. Los motivos por los cuales está ahí y por los que yo quiero sacarlo no le incumben, solo limítese a hacer lo que le pido, que para eso le estoy pagando, y bastante bien por cierto. Una cosa más, Andrew está muy débil y delicado de salud, así que tome sus precauciones para que él esté bien. Y aunque suplique, no le den láudano.
—¿Láudano? —preguntó el hombre sin entender.
—Sí, para desgracia de Andrew, en ese lugar lo hicieron dependiente de esa maldición —respondió mostrando su amargura, no sabía por qué, pero con ese hombre no sentía la necesidad de disfrazar sus emociones.
—Comprendo. No se preocupe, todo se hará como usted desea, señorita. Me encargaré de ello en persona —prometió el Fantasma.
—Eso espero; ya puede retirarse —le ordenó, satisfecha.
El Fantasma cumplió el encargo sin problema, sacó a Andrew sin que se dieran cuenta y para que nadie sospechara de la fuga, provocó un incendio, así que todos dieron por muerto al pobre hombre.
Cuando el Fantasma llegó con Andrew, Christine ya tenía lista la habitación para recibirlo, Mary le ayudó a instalarlo y a atenderlo.
Los primeros días, Andrew estaba fatal, el síndrome de la abstinencia al láudano era terrible, sus gritos lastimeros estremecían a las dos, pero en especial a Mary, que desde el momento en que lo vio, sintió algo extraño en su corazón, ese hombre desaliñado, sucio, débil y enfermo le inspiró una inmensa ternura y con el pasar de los días se fue enamorando sin remedio de él.
Las crisis de Andrew eran cada vez menos frecuentes, y con la ayuda del doctor Lewis, a casi un mes de haber sido rescatado, ya estaba mejor de salud, había ganado peso y ya podía dar paseos cortos por el jardín.
Christine y Mary lo ayudaban con la terapia de rehabilitación física. Las dosis ingeridas de la droga cada vez eran menos seguidas y en más bajas cantidades; el doctor Lewis era muy optimista al respecto.
A pesar de que Andrew estaba enfocado en su recuperación, Mary le llamaba la atención, no era tan bella como Christine, pero tenía algo que lo atraía como la miel a las moscas, algo en ella le era irresistiblemente tentador.
Esa mañana, la contemplaba mientras ella husmeaba entre las rosas del jardín. Le pareció que era la mujer más hermosa y perfecta, su rostro era deliciosamente dulce, y él se moría por acariciarlo. Se reprendió a sí mismo, él no era hombre para ella.
Se obligó a recordar que Mary era un ángel lleno de luz y ternura, mientras que él era un ser oscuro, amargado, con grandes traumas y con un pasado que lo había marcado para siempre.
¡No! La inocente jovencita merecía alguien mejor que un nadie, porque ni siquiera tenía un nombre para ofrecerle. Su tío no solo le había arrebatado su fortuna y sus bienes materiales, le había robado su vida y el derecho de portar una identidad.
—Tengo otro encargo para usted, Fantasma —dijo Christine al hombre que, como siempre, se ocultaba entre las sombras.
—La escucho —su voz sonó atenta y cortés como siempre.
Christine pensó en lo fácil y cómodo que era tratar con ese hombre, no se parecía al resto de las alimañas que solían esconderse en los barrios bajos. Ella lo sabía porque, para localizarlo por segunda vez, había tenido que mezclarse entre esa calaña para poder llegar a él.
Fue una difícil prueba, pues a pesar de ir vestida de manera sencilla, los tipos le habían faltado al respeto y la habían ofendido con insinuaciones que la habían hecho sonrojarse hasta las uñas de los pies. Se preguntaba cómo era que Clarissa consiguió dar con semejante ejemplar, no se imaginaba a su prima pasando por las penurias que ella pasó para localizar a la temida leyenda, pero ya tendría tiempo de escuchar la versión de su intrépida compinche. Por lo pronto, tenía que concentrarse en el presente.
—Hace más de un año, pasó algo que hasta la fecha no he podido entender ni descifrar. ¿Recuerda que le conté mi historia? —Él asintió—. Pues bien, quiero que me ayude a resolver el enigma sobre qué fue lo que en realidad pasó esa noche en mi habitación.
—Comprendo, ¿aún conserva la chaqueta y el zapato de los cuales me habló?
—Por supuesto, no podría deshacerme de tan valiosa evidencia —respondió ella con una sonrisa de autosuficiencia.
El tiempo pasaba inexorable, Christine decidió que lo mejor era escaparse a su residencia en Paris, ahí estarían libres del bullicio londinense y Andrew podría recuperarse en absoluta tranquilidad.
En efecto, Andrew se recuperó físicamente, su adicción al láudano era algo con lo cual lucharía cada día de su existencia, pero ahora no le era tan difícil contenerse.
Cada vez que se miraba al espejo, se sorprendía, aún no se acostumbraba a su reflejo, era como sí se tratase de otra persona. Cuando fue sacado del que fuera su hogar, tan solo tenía 16 años, así que pasó poco más de diez años sin saber cómo el tiempo había hecho lo correspondiente en su aspecto.
Era un hombre alto, y su cuerpo, debido al extenuante ejercicio y buena alimentación, se había vuelto atlético y fuerte; hombros anchos, cintura estrecha, largas piernas… El cabello rubio brillaba con descaro, y sus hermosos ojos color jade resplandecían con nuevos bríos. Era un caballero en extremo masculino y muy atractivo.
Si Christine y Mary no hubieran estado con él todo ese período, jamás creerían que se trataba del mismo despojo humano que salió del hospital.
Al igual que Christine, él no tenía nada que perder, su único objetivo era ayudar a su ángel salvador en su venganza y realizar la suya en contra de su despiadado tío.
El tiempo seguía su curso. Un día cualquiera, Christine recibió una nota del Fantasma, en la cual le informaba que hizo averiguaciones muy interesantes y le avisó que dentro de un par de semanas se reuniría con ella en París para informarle de sus avances.
Christine ejercitaba su cuerpo junto con Andrew, quería saber defensa personal, ser físicamente lo más fuerte que se pudiera, por lo que ambos tomaban clases con un excelente espadachín que era servidor fiel a la corona francesa. El hombre había aceptado entrenarlos, claro, a cambio de unas cuantas monedas.
Las clases eran extenuantes, y el entrenamiento, extremo, pero a ella no le importaba, solo deseaba hacerse lo más insensible al dolor. Nada ni nadie la detendría para vengarse de quién o quiénes le destruyeron la vida.
Una noche, acompañada de Andrew, entró al burdel de mayor prestigio en París. Autoritaria, pidió hablar con la dueña. Minutos después, una mujer algo mayor, pero vestida con elegancia salió a su encuentro y, con refinada educación, le preguntó:
—¿Puedo saber qué hace una mujer como usted aquí? No creo que esté buscando trabajo, ¿o sí? —Al final, habló con sarcasmo.
—No, tiene toda la razón, no estoy aquí para pedir trabajo. —Mostró una sonrisa de autosuficiencia—. Vengo a ofrecerle un negocio que no creo que pueda ni quiera rechazar. —Su voz fue de lo más convincente.
En el tiempo transcurrido desde que salió de su capullo (la clínica psiquiátrica) había desarrollado una seguridad en sí misma y sus alcances, que se sentía capaz de enfrentarse a cualquier hombre, o a lo que fuera.
—Muy bien, la escucho —dijo la mujer, intrigada.
—Preferiría, si no le molesta, hablar en un sitio más privado —solicitó con una sonrisa falsa.
—Está bien, por aquí, por favor —señaló la mujer y una vez instalados en su despacho privado, preguntó—: Y bien, ¿cuál es ese negocio que no podré despreciar?
—Le daré esta cantidad de dinero —anotó en un papel— como pago para que sus pupilas me enseñen todos los trucos en las artes del amor y seducción que dominan. —Observó con regocijo como la mujer abría los ojos, sorprendida—. No soy una mujer perversa ni depravada —le aclaró—. Tengo motivos personales que me obligan a actuar de esta manera. Con el dinero que le estoy ofreciendo, pago por el derecho de mirar sin ser vista, a no ser cuestionada ni molestada. Escuche bien, nadie, absolutamente nadie, debe saber que estoy aquí, que alguna vez nos vimos o hablé con usted o con sus chicas.
—No entiendo…
—Es simple, madame, no me interesa tener intimidad con nadie, solo quiero aprender en teoría de las expertas y tomar lo que me sirva. Si alguna vez lo llevo a la práctica, créame que será lejos de su burdel, y no se preocupe, no pienso hacerle la competencia.
La madame la miró consternada, se preguntaba cómo una mujer tan joven, así como bella, y por lo que alcanzaba a apreciar de buena cuna, quería ser testigo de semejante espectáculo.
—Mira, niña, no sé qué es lo que pretendas, pero déjame advertirte que no todos los hombres que vienen aquí se portan como caballeros. No tienes idea de lo que las chicas soportan, no te imaginas las depravaciones y…
—Le dije que no quiero sermones ni preguntas —la interrumpió, exasperada.
La madame lo pensó, pero como Christine bien lo dijo, con la cantidad de dinero que le había ofrecido bien podía pagar el que no se hicieran preguntas. A fin de cuentas, ella solo cumplió con advertirle.
—Está bien, ¿cuándo quieres empezar? ¿El caballero también estará presente? —preguntó expectante.
—No, solo seré yo —respondió satisfecha.
En verdad, no le importaba lo que la madame dijera o pensara de ella, tenía muy claros sus objetivos. Necesitaba aprender de las versadas mujeres y ser testigo de las reacciones, deseos y depravaciones de los hombres, para así estar preparada. Nunca más la tomarían desprevenida y con la guardia baja.
En una ocasión, Philip le dijo que le hacía falta un poco de malicia y tenía razón, pues cayó en la trampa que le pusieron y ni siquiera supo cómo defenderse.
A partir de ese día, Christine fue testigo del amor más sublime, hasta las perversiones y depravaciones más viles. Se obligaba a mirar esa inmundicia para que su corazón se endureciera y blindara contra los hombres, y le estaba funcionando.
Después de un tiempo, ya casi nada la sorprendía e intimidaba, se estaba convirtiendo en un monstruo y lo sabía; lo peor del caso: ese era su objetivo.
Las cartas con su prima Clarissa cada vez eran menos frecuentes, se negaba a hacerla partícipe de sus planes de venganza. No quería involucrarla en toda esa inmundicia. Por eso le mentía diciéndole que estaba bien y que no tenía planes de regresar a Londres.
El encuentro con el Fantasma sería definitivo para tomar la decisión que venía postergando desde hacía poco más de un año.