CAPITULO III
Al día siguiente, en cuanto Christine abrió los ojos, una sensación de bienestar la invadió. Se estiró en su cama cual gato mimado, se tomó su tiempo para desperezarse mientras recordaba lo maravilloso que fue estar con Vincent.
Una hora después, salió de su habitación con rumbo al comedor para tomar el desayuno, pero su madre la interceptó a medio camino; emocionada, la tomó del brazo para llevarla a la estancia al tiempo que decía:
—No cabe duda que causaste revuelo, hija, ¡jamás había visto tantas flores enviadas a una debutante!
Christine entró en la estancia y por un momento le pareció estar alucinando. No había superficie sin cubrir por algún arreglo floral.
—¡No puede ser! —Recorrió el lugar con la vista, había tantos arreglos de flores en distintos colores, formas y tamaños, pero a ella solo le interesó uno en particular: uno hermoso y sencillo de rosas amarillas y color coral que estaba sobre la mesa de centro.
Sin perder tiempo, se dirigió a dónde este, tomó una rosa y aspiró el dulce aroma; después, cogió el pequeño trozo de papel que lo acompañaba, y este solo decía:
Gracias, no te defraudaré.
Apretó la tarjeta junto a su corazón, emocionada. Esta no venía firmada, pero no hacía falta, ella sabía bien quién había enviado esas flores.
Sentía deseos de ponerse a dar saltos de alegría, pero se contuvo, su madre la observaba expectante por su extraña actitud.
Pidió a Mary, su doncella, que le subieran ese arreglo floral a su recámara junto con el desayuno.
—¿Y los demás? ¿Qué hago con ellos, señorita Christine? —preguntó, sorprendida, la doncella.
—No sé; hagan lo que quieran, no me importa —dijo al tiempo que salía de la estancia, dejando a las dos mujeres perplejas.
—Pero, Christine, hija, ni siquiera has leído las tarjetas...
Alcanzó a escuchar que decía su madre, pero ella solo quería llegar a su alcoba, tumbarse en su cama y deleitarse con el perfume de la rosa que llevaba en la mano, para así remembrar la inolvidable noche que pasó con Vincent.
Fue inevitable recordar los besos y caricias con las que él recorrió su cuerpo. Cada vez que pensaba en ello, volvía a estremecerse ante las emociones que la embargaban, y un calor intenso se instalaba en medio de sus muslos.
Su madre, preocupada por su actitud, la siguió y sin llamar a su puerta, entró en la habitación.
—Christine, ¿qué es lo que pasa contigo? ¿Quién te envío esas flores? ¿Por qué solo te interesaste en ellas? —La miraba llena de preguntas y sospechas.
Tenía que inventar algo convincente, y rápido.
—Es simple, madre, de los jóvenes que estuvieron aquí ayer, no me interesó nadie, y en cuanto a las rosas, tú sabes que estas, y en estos colores en particular, son de mis favoritas. En cuanto a quién las envió, no lo sé, la tarjeta no venía firmada.
—Pero, hija...
En ese instante, llamaron a su puerta, y Christine, aliviada por la interrupción, respondió con un simple: «Adelante».
El mayordomo entró cargando el arreglo floral, seguido de la doncella, que llevaba el desayuno.
Christine devoró sus alimentos con prisa ante la mirada atónita de su madre, la cual no perdió la oportunidad de reprenderla por su falta de buenos modales.
Unos minutos más tarde, el mayordomo llamó una vez más a su puerta y anunció que tenían visita; el Marqués Lafountane aguardaba en la estancia esperando ser recibido.
Christine pegó un brinco de la cama y gritó emocionada como si se tratara de una niña:
—¡Philip está aquí!
Se encaminó de prisa a la estancia y nada más verlo, se echó en sus brazos. Su madre la reprendió por su comportamiento poco digno de una joven bien educada, por lo que se disculpó mientras el rubor teñía sus mejillas.
Philip era, para ella, lo más parecido a un hermano, y aunque los padres de ambos esperaban que la relación de los jóvenes terminara en matrimonio, no podía ser así, pues ambos se tenían un amor puro y fraternal.
Para Philip, ella era como su hermanita pequeña, incluso él estaba al tanto de lo que Christine sentía por Vincent Pembroke.
Estuvieron conversando, los tres, un buen tiempo hasta que la madre de Christine se disculpó, no sin antes pedirle a Mary que no se apartara de su hija.
Una vez que su madre salió, Christine contó a Philip, en voz muy baja para que Mary no escuchara, lo bien que le había ido con Vincent la noche anterior. Por supuesto que omitió lo sucedido en el jardín.
Después, charlaron sobre los viajes de él y cómo el mal tiempo en alta mar retrasó su llegada a Inglaterra, impidiéndole así estar a tiempo para la presentación en sociedad de Christine.
—Si quieres compensarme, mañana estamos invitados a un baile en casa del conde Kingston —dijo juguetona.
—Será un honor para mí el ir contigo, pequeña. —Le guiño un ojo, coqueto.
—No se diga más, mañana iremos juntos a ese baile. —Sonrió complacida.
Al día siguiente, Philip llegó puntual a su cita en casa de los Dickens para juntos partir al baile en la mansión Kingston.
Vincent esperaba impaciente la llegada de Christine, no había podido dejar de pensar en ella. Esa mujer se había metido en su ser, y hasta la última gota de su sangre clamaba por ella. Necesitaba besarla al menos una vez más, pues se sentía morir en agonizante espera por el dulce sabor de esa boca rojo fresa que lo tenía al borde de la locura.
«Qué irónico», pensó. Él, el conquistador, estaba desesperado y en absoluto perdido por una dulce e inexperta mujer.
Los recuerdos de los besos y los momentos compartidos con ella en el jardín de los rosales no lo habían abandonado ni un momento, torturando a su libido sin piedad. Estaba ansioso por volver a verla.
En ese momento, los señores Dickens hicieron su entrada, y él solo reparó en lo hermosa que se veía Christine. Con su coqueto vestido color palo de rosa estaba espectacular. El corazón pareció detenerse en su pecho, para, un segundo después, latir desbocado.
Christine resplandecía, su sonrisa iluminaba ese rostro angelical. En cuanto sus miradas se entrelazaron, ella lo miró con emoción, haciéndole sentir un hueco en el estómago. Entonces, se percató en que no venía sola, estaba acompañada de un joven y atractivo hombre.
De pronto, la mirada masculina cambió de encantada a una llena de furia y, sobre todo, de reproches. Los celos lo carcomían y la rabia se apoderaba de él.
¿Qué hacía Christine, su Christine, colgada del brazo de ese caballero? ¿Qué derechos tendría sobre ella?
Ajeno a los pensamientos asesinos de Vincent, Philip avanzó siguiendo al señor Dickens, llevando con él a Christine y rompiendo así el cruce de miradas entre los enamorados.
El señor Dickens presentaba a Philip con sus conocidos como el hijo de un muy buen amigo y socio. Él respondía haciendo gala de su porte, rango y finísimos modales.
Christine estaba al pendiente de Vincent, lo miraba de reojo y a discreción. No perdía detalle de sus movimientos.
Vincent, impulsado por los celos, se encaminó a donde estaba lady Margot y con su mejor sonrisa, se preparó para interpretar el papel del perfecto caballero galante.
Al cerciorarse a dónde se dirigía su amado, Christine estaba que echaba chispas de rabia. Para nadie era un secreto el interés que Margot Riquelme tenía por el joven duque Vincent Pembroke.
«¿Por qué precisamente ella? ¡Con ella no! ¡Dios, con ella no!», pensaba angustiada.
—Ven, pequeña, vamos a bailar, que a eso hemos venido, ¿o no? —Philip la sacó de sus pensamientos.
Con una fingida sonrisa, aceptó bailar con él. Philip, con su ingenio y buen sentido del humor, pronto la hizo olvidar el mal rato y reír alegre con sus ocurrencias.
Recordó por qué le gustaba tanto estar con Philip, él era único, tenía el don de hacer sentir a las personas cómodas en su presencia, esto, aunado a su acento extranjero y esa manera de ver la vida tan peculiar, lo hacían especial.
A veces, se preguntaba cómo serían las cosas si en lugar de haberse enamorado de Vincent, se hubiera interesado en él, pero eso nunca lo sabría. Philip estaba enamorado de Monique Martell y pronto se casarían, y ella, para su infortunio, estaba enamorada hasta los huesos de un hombre mujeriego e incorregible, que por lo visto nunca la amaría como anhelaba.
Mientras la pareja bailaba, Elizabeth los miraba con recelo. Aborrecía a Christine; desde que la conoció, siempre había sido así. La muy maldita acaparaba la atención de los demás, y ahora que se había convertido en una hermosa mujer, todos los hombres, incluido su primo, la seguían; parecían borregos detrás de su pastor. Por si eso fuera poco, ahora se exhibía con aquel magnífico ejemplar importado de Francia que solo parecía tener ojos para ella.
Observó a Philip y se le antojó irresistible, perfecto. Analizó la situación y llegó a la conclusión que esta beneficiaba a su amiga y sus planes. Cuanto más lejos estuviera Christine de Vincent, mejor.
Cuando la pieza musical terminó, Vincent ya no pudo contenerse más y se acercó a saludar a Christine, llevando con él a Margot de su brazo. Quería ver su reacción y, por qué no, que sintiera un poco de la rabia que él sentía.
Christine los vio acercarse, y su cuerpo, de inmediato, se tensó; Philip lo notó y no tuvo que preguntar para entender qué pasaba.
—Buenas noches, Christine; caballero, soy el duque Vincent Pembroke —saludó con cortesía.
«Así que tú eres el dolor de cabeza de mi querida Christine», pensó Philip. Con modales impecables como siempre, se presentó:
—Un placer, duque Pembroke, soy el marqués Philip Lafountane.
A la memoria de Vincent llegó el recuerdo de ese nombre. ¡Sí! Christine le habló de él en algunas de sus cartas, de eso estaba seguro. Reconoció que como estaba tan ocupado en sus andanzas con las mujeres, no le prestó nunca atención a ese detalle. «Grave error», se dijo.
—Christine, no seas mal educada y preséntame con el caballero —le susurró al oído Elizabeth mostrando una sonrisa encantadora.
«¿Qué? ¿Cuándo se acercó Elizabeth a ellos?». Tuvo que reconocer que estaba tan concentrada en Vincent que se olvidó de todo lo demás, pues él estaba devastador con su frac negro; ningún hombre se podía comparar con ese magnífico ejemplar de Adán. Ruborizada, dijo:
—Philip, la señorita es Elizabeth Pembroke, prima del duque.
—Philip Lafountane a sus pies —respondió atento mientras tomaba la mano de Elizabeth y la besaba en saludo de cortesía.
Una nueva pieza musical comenzó a sonar, y Margot sin perder tiempo solicitó:
—Vamos a bailar, querido Vincent, que a eso hemos venido. Anda, no interrumpamos más a los jóvenes, que seguro desean un poco de espacio para hablar de sus asuntos —lo dijo con intención, por ningún motivo desperdiciaría la oportunidad de restregarle en la cara a Christine que Vincent estaba con ella.
Con una sonrisa burlona, se alejó de ellos llevándose el premio disputado, Vincent, el cual tuvo que aceptar, aunque no de muy buena gana, apartarse.
Mientras caminaba hacia la pista de baile, Vincent se arrepintió de su arrebato con Margot, pues por lo visto ella malinterpretó su acercamiento haciéndose falsas esperanzas, ya aclararía las cosas con ella más tarde.
Christine los vio alejarse con el semblante triste. Para Philip, no pasó desapercibido el cambio de humor en ella y pronto comprendió que el hecho de que estuviera acaparando a su amiga podía prestarse a malos entendidos, y lo que menos quería era causar problemas entre los enamorados.
Estaba por exponer sus pensamientos a Christine, cuando en ese momento Elizabeth comenzó a charlar con él.
Christine se disculpó con ellos y salió a la terraza, necesitaba aire con urgencia. Philip, preocupado por ella, en cuanto pudo, se excusó con Elizabeth y la siguió.
Vincent, que estaba al pendiente de Christine, se percató que ella salió y, por supuesto, que Philip la siguió.
No podía más, tenía que ver con sus propios ojos lo que había entre esos dos, por lo que unos cuantos minutos después de que Philip saliera tras Christine, se pudo escapar de Margot y se dirigió a la terraza donde se encontraban, solo para ver el momento justo en que el marqués sacó de su bolsillo una cajita de terciopelo negro.
Christine tomó con delicadeza la cajita, la abrió y observó el hermoso anillo con ojos brillantes.
—¡Oh Philip! ¡Es hermoso! —exclamó, emocionada, y lo abrazó.
Vincent sintió como su corazón se partía en mil pedazos y un inmenso dolor lo embargaba, pero al momento ese sentimiento se transformó en rabia. Fuera de sí, se marchó de inmediato.
Estuvo a punto de irse a los golpes con Philip, pero reconoció que no tenía derecho alguno sobre Christine, quizá si se hubiera ocupado más de ella en el pasado, cuando lo invitó en innumerables ocasiones a visitar su hogar… pero ahora era tarde, debía aceptar que la había perdido antes de tenerla.
Philip y Christine, ajenos a todo, entraron de nuevo al salón solo para ver a un muy molesto Vincent despedirse de los anfitriones y marcharse con Lady Margot del brazo, la cual, antes de salir, le dedicó a Christine un gesto de triunfo que a ella le dolió en lo más hondo.
«Vincent, su Vincent, se iba con ella, con esa mala mujer», pensó con amargura…
Philip comprendió lo que pasaba; él estaba tan feliz por estar con Christine, que nunca reparó en que su cercanía podría ser mal interpretada por Vincent, pues este desconocía que la relación de ellos era de tipo fraternal.
Después de analizar a detalle lo sucedido en los últimos minutos, llegó a la conclusión que quizá Vincent estuvo en la terraza; un sudor frío lo cubrió, ¿y si él vio lo del anillo? ¡Cielos! ¿Cómo es que se habían complicado tanto las cosas?
Trató de ponerse en el lugar de Vincent, ahora entendía su enojo; se sintió fatal porque sin querer, provocó un muy grande malentendido entre ellos.
Ahora no tenía dudas, Vincent estaba celoso de él, y un hombre así, a veces, no reacciona de forma correcta. Rogó al cielo porque el duque no cometiera la estupidez de complicar más la situación enredándose con la tal lady Margot. Un arranque de rabia podía ser desastroso para cualquiera.
—Christine, perdóname —expresó, acongojado ante su descubrimiento.
—¿A ti? ¿Por qué? No entiendo…
—Mi pequeña Christine, eres tan inocente; te falta un poco de malicia —dijo al tiempo que acariciaba con afecto el rizo rubio que escapó del complejo peinado que ella lucía. Entonces, le contó sus sospechas.
Christine lo escuchaba atenta sin poder dar crédito a lo que él le decía. Quizá Philip tenía razón, era tan inocente y falta de malicia que nunca se imaginó que Vincent podría sentir celos de él, y menos aún que las cosas se complicarían tanto.
—¿Quieres que hable con él? Es lo menos que puedo hacer después de lo que ha pasado. Creo que el duque merece una explicación —le propuso, atento.
Christine lo miró pasmada.
—¡No! —fue tajante, se moriría de pena si Vincent admitía frente a Philip no estar interesado en ella. No; no lo soportaría, por eso, angustiada, le rogó:
—No quiero que lo hagas, Philip, eso sería tanto como gritar a los cuatro vientos que lo amo. ¡Qué vergüenza! Por favor, deja las cosas como están, tarde o temprano, la verdad saldrá a flote.
—Pero Christine… —quiso convencerla.
—Por favor, Philip, no insistas, estoy segura que Vincent no está interesado en mí, de ser así, jamás se hubiera marchado con esa mujer —dijo firme en su postura.
Philip comprendió que por el momento no la convencería, así que optó por dejar el tema, pero ya se ocuparía de Vincent antes de irse.