CAPITULO XIII
En cuanto llegaron a la mansión Dickens, Christine y Andrew aprovecharon para revisar unos asuntos pendientes de sus negocios en el despacho.
Al entrar en el que fue el lugar que más gustaba a su padre, Christine no pudo evitar recordar la manera tan cruel en que él fue apartado de la vida. Lo que más le dolía era la seguridad de que su amado papá nunca sabría la verdad, jamás podría demostrarle que solo fue víctima de la maldad.
—¿Estás bien? De pronto te quedaste muy callada —preguntó Andrew preocupado ante el cambio de humor de su amiga.
—Pensaba en mi padre. Este era su lugar favorito, solía pasar tardes enteras aquí, bebiendo whisky y fumando tabaco, traído de América, en la pipa que yo le obsequié para su cumpleaños.
—Debe ser difícil para ti estar en este sitio que guarda tantos recuerdos y sentimientos —dijo Andrew comprensivo y la abrazó con afecto—. Es muy tarde y, por lo visto, ninguno de los dos está en su mejor momento de disposición al trabajo, por tal motivo, será mejor que me vaya. Te veré mañana —comentó, cansado.
—No te vayas, quédate, sabes que esta también es tu casa.
—En verdad no te importa lo que se piense de ti, ¿verdad?
Christine no contestó, no hizo falta, su sonrisa lo dijo todo. Apagaron la chimenea, las luces y se dispusieron para ir a dormir. Conversaron de temas banales mientras se dirigían a la habitación de huéspedes en la cual se quedaría Andrew.
Christine, varios minutos después, entró en su habitación sin imaginar que era vigilada por un par de ojos color cielo en verano. Ignorante del hombre que la espiaba desde las sombras, dejó que la doncella le quitara el vestido, y se puso un provocativo camisón negro que compró en París para dormir.
La joven cepilló su hermosa cabellera; después, la trenzó. Le preguntó si deseaba algo más o si ya podía retirarse, a lo cual ella respondió con una negación y le hiso señas para que se marchara, se metió a la cama, leyó hasta que el sueño la venció y se quedó dormida.
Vincent entró por el balcón, se acercó a ella y la contempló en silencio. «¡Cuánto amaba a esa mujer!». Experimentó un gran alivio al comprobar que Andrew y Christine solo estuvieron trabajando y después cada uno se retiró a su respectiva habitación.
Cuando el rubio la había abrazado en el despacho, estuvo a punto de entrar por la ventana y apartarlo de ella a golpes. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no delatarse.
Los celos se estaban saliendo de su control. Reconoció que ese fue uno de los tantos motivos por los cuales decidió seguirlos, quería convencerse que ella seguía siendo una fulana que no merecía su amor y quizá así lograr arrancársela del corazón, pero ahora que la contemplaba dormir le pareció que eso era algo imposible.
Estar una vez más en esa habitación donde años atrás la descubriera con su amante, fue un shock emocional para él. Deseaba odiarla, no sentir todo aquello que resurgió con su regreso, pero para su desgracia seguía enamorado de ella como un estúpido colegial.
Sin poder contenerse, le acarició el rostro, le dio un dulce y fugaz beso en los labios; después, salió por la misma ruta que utilizó años atrás, el balcón.
Al día siguiente, Christine esperaba en el despacho la llegada de Vincent, dio instrucciones que lo hiciesen pasar en cuanto llegara, y el mayordomo así lo hizo.
Vincent, como siempre, llegó puntual, al parecer, la única ocasión en su vida en la cual había roto con aquel hábito fue cuando se iban a casar.
—¡Buenas tardes, Vincent! —saludó con frialdad—. Toma asiento, por favor —le ofreció sin mirarlo mientras hurgaba entre los papeles de su escritorio buscando los documentos de los préstamos.
—Aquí me tienes, así que dejémonos de hipocresías y dime qué es lo que quieres de mí. —La enfrentó sin más y permaneció de pie.
—Vaya, me sorprende tu determinación. —Hizo una pausa—. ¿Qué te hace pensar que quiero algo de ti aparte de lo que me debes? —Lo miró con desprecio.
—No respondiste a mi pregunta, Christine. ¿Qué quieres de mí? —insistió con rabia «¿Por qué mi cuerpo no entiende que es un enfrentamiento de enemigos y no un encuentro de intimo placer?», se preguntó molesto.
Las reacciones físicas propias de un hombre excitado, nada más verla, se hicieron presentes. La deseaba, y la deseaba como un loco.
—¿Qué estarías dispuesto a hacer para llegar a un acuerdo beneficioso para los dos? —preguntó provocativa, se puso de pie y se acercó a él.
—¿Qué pretendes en realidad, Christine? Habla claro —pidió, molesto, estaba perdiendo la poca paciencia que le quedaba.
—Quiero un arreglo que nos convenga a los dos, solo eso. —Sonrió de manera muy sugerente, se colocó a su lado, mirándolo con intensidad.
—¿Qué tipo de arreglo? —preguntó sin fiarse, su instinto le advertía ¡Peligro!
—Quizá podrías trabajar para mí —sugirió muy cerca de su oído, haciendo que la piel de Vincent se estremeciera ante el sensual murmullo.
—¿Qué clase de trabajo? —Nervioso, tragó saliva.
«¡Dios!», se dijo Christine mientras observaba como la manzana de Adán en la garganta masculina subía y bajaba al paso del néctar salino. Esa sensual imagen le recordó el semental que la portaba con orgullo exclusivo de macho.
Vincent se percató de la mirada lasciva de ella, y eso lo encendió aún más. Le estaba costando un universo contenerse y no tomarla en sus brazos, saciarse de ella hasta hacerla gritar de placer.
«Que patético eres, Vincent, ella se burla abiertamente de ti, y tú solo puedes pensar en hacerla tuya hasta quedar exhaustos.», se reprendió.
—Harás lo que yo quiera, el trabajo que me dé la gana —respondió burlona, esperaba que él se echara para atrás.
—¿Durante cuánto tiempo?
—El qué te tardes en liquidar tu deuda —expuso tajante.
—¡Por Dios, Christine, no seas ridícula! Podría trabajar para ti toda la vida y, aun así, no conseguiría pagarte —explotó.
—Está bien, qué te parece… —Hizo un gesto como si se estuviera debatiendo en un gran dilema—. Un año —sentenció.
—¿Un año? —preguntó incrédulo—. ¿Haciendo qué?
—Ya te dije, mi voluntad —remarcó el tono cínico en su voz.
—¡Estás demente si piensas que haré algo así! —escupió las palabras indignado, se irguió frente a ella como para reafirmarse quien era él. Se recordó que era un duque y como tal merecía ser tratado, entonces, la miró a los ojos—. Tengo algo que a ti te hace mucha falta, Christine: dignidad. Encontraré la forma de pagarte sin humillarme.
—Aceptarás lo que yo te ofrezco si no quieres quedar en la vil ruina, y en cuanto a lo segundo, inténtalo, yo me encargaré de cerrarte todas las puertas. Sabes que tengo el dinero y poder para cumplir mi amenaza.
—¿Cómo puedes ser tan despreciable? ¿Qué pasó con la dulce Christine? —La miró con lástima.
—¡Ustedes la mataron! —espetó furiosa, su rostro siempre bello se transformó en una mueca diabólica. Vincent jamás la había visto así—. ¡Mírame bien, Vincent!, ¡Esto es lo que hicieron de mí! Lo que ves ahora es su creación, no sé cuál es tu asombro.
—¿Ustedes? ¿Creación? ¿De qué demonios estás hablando? —preguntó mientras la sacudía por los hombros. Su paciencia había llegado al límite, Christine tenía la cualidad de sacar lo peor de él.
—Ya te lo dije una vez, pero, al parecer, el no escucharme es algo normal en ti —argumentó con una sonrisa en el rostro, para este momento escogió de su repertorio la perversa, si esa era más acorde a lo que pretendía, sacarlo de quicio, para lo cual estaba segura que no le faltaba mucho.
—Estás enferma, ¿sabías? —indicó al tiempo que se señalaba la cabeza.
—¡Por supuesto que lo sé! Yo nunca he negado mi locura, creí que ya te había quedado claro —se burló.
—¡Ya basta, Christine! ¡Deja de jugar conmigo! —explotó.
Christine estaba excitada como nunca, la adrenalina recorría su cuerpo. No podía evitar notar la presencia del hombre viril y atractivo que era el único capaz de hacerla perder la cabeza. Caminó alrededor de él mirándolo con descaro, no se ocupó en esconder su deseo y estado de excitación.
—¿Por qué quieres acabar con la diversión? Esto apenas comienza, cariño.
—No soy tu cariño. Será mejor que me vaya —expresó, molesto.
Christine lo abrazó por la espalda y se pegó a él mientras con las manos recorría el amplio pecho bajo la camisa.
—¿Tan rápido te marchas, cariño? Creí que sí te interesaba llegar a un acuerdo. No querrás que los eche a la calle, ¿o sí? Piénsalo, si la sociedad que tanto te venera se entera que estas arruinado, ¿quién querrá casarse con la pobre Elizabeth si ya no cuenta más con el respaldo de una fortuna ducal?
—¿Me estas chantajeando? —exasperado, se soltó del abrazo y se apartó un paso. El tacto de afrodita que poseía Christine estaba volviéndolo loco.
¿Cómo era posible que Christine lo tuviera en semejante contradicción de emociones? Por un lado, estaba más que indignado por el chantaje, y por el otro, se encontraba excitado como nunca.
—Chantaje es una palabra muy fuerte —declaró cínica—. Digamos que esa es mi manera de asegurar que cumplirás con lo adeudado. Es más, para que veas que soy generosa, te daré otra opción. —Una sonrisa maliciosa apareció en su bello rostro.
Vincent casi temió preguntar.
—¿Qué opción es esa?
—Fácil, matrimonio. —Remarcó la última palabra y lo miró, mordaz, esperando que él se espantara y saliera corriendo.
—¿Cómo puedes pensar que yo me casaré contigo? —No podía creer que ella considerara la posibilidad después de lo que había hecho en el pasado.
—Entonces, no creo que tengas inconveniente en liquidar tu deuda a la brevedad, ¿o sí?
—¡Eres despreciable! —Indignado, la apuntó con el dedo.
—Sí, lo sé, eso ya me lo habías dicho —le recordó.
—Sabes de sobra que en este momento no me es posible pagarte. Para mi desgracia, estoy a tu merced —reconoció con impotencia—. No entiendo tu afán de casarnos, tú me odias y yo… ¡Jamás me casaría con una perdida como tú!
—No te confundas, cielo, no pretendo un matrimonio normal, solo quiero un arreglo muy conveniente para ambos; un esposo de apariencia, así la sociedad me dejará en paz con esa cantaleta de la solterona inmoral. Qué mejor manera de redimir mi escandalosa reputación que casándome con un respetable duque. No me interesa nada más de ti —mintió.
—¿Por qué yo, Christine? Con tu dinero puedes tener al que quieras…
—¿Olvidas que fuiste tú quien me hundió socialmente? Esa es tu penitencia, Vincent —sentenció—. Tú me metiste en esta y tú me sacarás.
—¿Qué intentas? ¿Qué me convierta en tu títere, un pelele sin voluntad y el hazme reír de todos?
—No seas tan drástico ni fatalista —dijo con fingido fastidio—. Tú decides, te casas conmigo y doy por cancelada tu deuda, o serás mi empleado por un año.
Christine desplegaba su arte de seducción sobre el pobre hombre, disfrutaba provocarlo y llevarlo al límite de sus fuerzas, pero, para su infortunio, en el pecado llevaba la penitencia, porque ella también ardía en el mismo fuego infernal que él.
Vincent permanecía en silencio, con la cabeza gacha y los puños apretados. Jamás en su vida se había sentido tan impotente y humillado. La rabia, el dolor, el deseo frustrado… todos esos sentimientos lo golpearon sin piedad.
—Y bien, ¿qué has pensado? —preguntó ella al tiempo que caminaba a su alrededor como un animal esperando saltar por su presa.
—¿Cuál es mi primer tarea, patrona?, ¿quiere que limpie el piso? O, mejor aún, ¿desea que le lave los pies? —preguntó sarcástico.
—Veo que te decidiste por la segunda opción, peor para ti, porque sabes que no pienso ponértelo fácil —se burló, aunque en el fondo le dolió que él no quisiera casarse con ella—. Mi primera orden es que me lleves la cena a mi habitación, estoy cansada y me apetece comerla en cama. —Le dio la espalda y salió sin más; no se quedó lo suficiente para ver como un par de lágrimas de indignación, rabia y decepción rodaron por las hermosas mejillas masculinas.
Vincent cumplió su primera tarea sin problema, entró en la habitación de Christine y colocó la bandeja con los alimentos en una mesita junto al diván.
Christine lo esperaba acostada de manera muy sugerente en la chaise lounge, se había puesto un provocativo camisón de encaje y tela casi transparente en color rojo sangre. Fingía leer cuando él entró.
Vincent tuvo que hacer un esfuerzo sobre humano para controlase. «¡Dios! ¿Acaso esta mujer no tiene camisones más recatados para dormir?», se preguntó mientras recordaba la exquisita prenda negra que ella había usado la noche en la que entró por el balcón.
Christine se puso de pie sin preocuparse por tapar su semi desnudez con una bata, se dirigió a la mesita en la cual él había colocado la bandeja con los alimentos, se sentó y cruzó la pierna. La madame le había enseñado que esa era una de las diez armes mortelles más letal. El secreto no estaba solo en el cruce, sino en la manera de hacerlo, lenta y suavemente, como si una pierna acariciara a la otra.
Cenó con deliberada lentitud, disfrutando de la presencia silenciosa que, estaba segura, la miraba con deleite.
—¿Algo más que desee la señorita o ya puedo retirarme? —inquirió, irónico.
—Sí, quítate la ropa —ordenó sin más.
—¿Qué? —preguntó incrédulo—. ¿Estás loca? Hace un momento dijiste que no te interesaba intimar…
—¡Otra vez con eso! Creí que ya había quedado claro el asunto me mi demencia —lo interrumpió—. Recuerda que, para tu desgracia, soy una loca con mucho dinero y te tengo en mis manos. Respecto a lo otro, como dice un conocido dicho popular: es de sabios cambiar de opinión. —Se acercó a él, provocativa, y mojándose los labios con la lengua, agregó—: No te hagas el inocente, Vincent, sabes bien que es lo que los dos queremos, ¿o vas a negarme que me deseas tanto como yo a ti?
Se despojó del camisón deslizando los tirantes por sus brazos para después dejarlo caer al piso. Quedó desnuda ante él y desplegando todo su poder de seducción, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
Vincent no pudo contenerse más, el deseo que lo carcomía y amenazaba con destruirlo si no lo dejaba salir, lo venció. Su hombría pedía atención y satisfacción inmediata; él no estaba dispuesto a negársela, por lo que tomó a Christine en brazos, la llevó a la cama y la besó con toda esa mezcla de sentimientos que lo embargaba: rencor, amor, pasión, lujuria, ira…
Se dejaron guiar por la danza más primitiva, con desesperación. En ese instante, solo existían un hombre y una mujer fundiéndose en absoluta complicidad. Sintiéndose necesitados uno del otro y entregándose sin reservas, en cuerpo y alma.
Christine, a punto del clímax, recordó las palabras de Andrew: «Es un milagro que, a pesar de todo, su amor haya sobrevivido y aún esté presente en ustedes». Y, para su pesar, descubrió que era verdad; aunque lo negara, estaba total y perdidamente enamorada del hombre que la hizo mujer, el mismo que le destrozó la vida y que ahora le hacía el amor con absoluta entrega.
Se mordió los labios para encarcelar en su interior a ese grito que, portando el nombre de Vincent, pretendía salir lleno de sentimientos reveladores.
Cuando todo terminó, Vincent la abrazaba con ternura y acariciaba su espalda. Temía soltarla, no quería arriesgarse a que ella escapase.
Christine, satisfecha como nunca antes, se dejó consentir por él. Fue inevitable recordar la primera vez que estuvieron juntos; un pensamiento llevó a otro y su yo protector acabó con el encanto del momento al reiterarle el por qué no debía sucumbir al amor que sentía por él. Se escabulló del posesivo abrazo de Vincent, se puso de pie, se colocó la bata y odiándose a sí misma por lo que iba hacer, le dijo con voz fría e impersonal:
—Puedes retirarte, por hoy no te necesitaré más.