CAPITULO X

Días después, Christine compró el viejo teatro de la calle St. Patrick en Londres y pronto inició labores de remodelación. Su ansiada venganza estaba cada vez más cerca.

Con la ayuda de Andrew y del Fantasma, montó un gran centro de apuestas, el cual manejaba un concepto jamás visto, era una mezcla de teatro con mesas de juego, pues mientras los hombres se aventuraban en la adrenalina del juego, un grupo de damas bailaban de manera elegante y sensual en un escenario montado al fondo.

Buen gusto, dinero y opulencia impregnado de gran misterio, eso era lo que se respiraba en ese ostentoso lugar. El sitio fue ganando popularidad entre los caballeros que gustaban de la vida nocturna y, sobre todo, del juego y las apuestas riesgosas. En poco tiempo era el preferido de todos.

Christine miraba con nostalgia, a través de la ventana, la nieve caer. Contempló sus cicatrices, el recuerdo perpetuo de su tragedia, y eso le hizo reafirmarse en su deseo de venganza. Habían transcurrido dos años desde que intentó acabar con su vida, en ese largo tiempo se había transformado, apenas reconocía en sí algo de la dulce jovencita que alguna vez fue.

No podía postergar más lo inevitable, era el momento de volver y castigar a los culpables. ¡Era tiempo de justicia y venganza!

Christine quería pasar lo más desapercibida posible, por eso aprovecharon la hora muerta para hacer su entrada en la ciudad de Londres. Se denominaba así al periodo de tiempo en el cual los bailes aristócratas ya habían llegado a su fin y los empleados todavía no comenzaban actividades. Podría catalogarse de peligrosa, pues, en ese lapso, la ciudad estaba prácticamente desierta. Por lo que era el momento preciso para que una caravana de tres carruajes pasara inadvertida.

Su destino era el viejo teatro, en el cual ella había ordenado que el camerino principal se acondicionara como un pequeño departamento, allí viviría con Mary y Andrew hasta que llegara el momento en que Lady Christine Dickens regresara de manera oficial.

Como siempre, se negaba a dormir, pues cuando la hacía, la pesadilla que a diario la atormentaba nunca fallaba: la mujer oscura y siniestra vestida con tela a rayas como presidiario, con las muñecas sangrando y el corazón en la mano...

Ahora sabía lo que ese sueño significaba; era ella misma, prisionera de su trágico destino, con el corazón arrancado por la traición, escurriendo junto con su sangre el odio y el dolor como promesa viviente de que el pasado siempre estaría presente, al igual que sus cicatrices. El murmullo de la gente, los insultos de Vincent, el cadáver de su padre, las palabras hirientes de su madre y de Philip, así como el llanto del bebé, eran el complemento de ese sueño perverso que gozaba con el sufrimiento que provocaba. Se había convertido en parte de sí misma, y de esa tenebrosidad nació «lady Artemisa Blackheart».

Se mandó a hacer unos brazaletes; un par, negros, con un diseño elegante de pequeños diamantes; el otro, en oro con zafiros, no habría otras piezas iguales a esas.

Los utilizaría para tapar las cicatrices de sus muñecas, los negros los portaría lady Artemisa, y los dorados los luciría lady Christine a su debido tiempo.

Andrew contrató a un excelente director de teatro, le presentó a Christine como lady Artemisa Blackheart y se refirió a sí mismo como el hermano de ella. El tipo quedó fascinado con la joven diva y no dudó en darle su apoyo. Un par de semanas después, el elenco teatral ya estaba completo.

Christine estuvo presente en las audiciones y dio su visto bueno a todo el reparto de actores. El escritor contratado era famoso por sus obras, estas eran innovadoras y muy divertidas, manejaban la mezcla perfecta entre drama, comedia y misterio, que era la cualidad que ella más quería resaltar.

Desde su llegada a Londres, Christine no se dejó ver por nadie; para todos, ella era lady Artemisa Blackheart, la dama de la noche. Siempre llevaba un antifaz y su inseparable peluca negra, con el fin de no ser reconocida y dar al público un aire de misterio. Estaba convencida de que eso sería irresistible para la sociedad y la beneficiaría para sus propósitos.

Los ensayos eran extenuantes, pero en un par de semanas más ya tendrían la obra montada; había compaginado de maravilla con los actores y el ambiente en el teatro era fraternal y muy profesional.

Miró complacida el repertorio de vestidos listos para el debut, tocó las telas y comparó texturas; después, posó su atención en la reluciente peluca negra.

«Todo está listo para el gran estreno», se dijo mientras se negaba a dormir, pero, como siempre, el cansancio de varias noches de insomnio la venció.

Christine no trataba a Mary como una doncella, la joven se había ganado su respeto y sincero afecto. Para ella era como la hermana que nunca tuvo, por eso quería lo mejor para esa mujer de alma noble que nunca la había dejado sola, así que le pidió que fuera su dama de compañía y le aseguró que mientras viviera, jamás le faltaría nada.

Estaba tan concentrada y absorbida en su venganza, que no se percataba de las miradas que se dedicaban Andrew y Mary.

Mary no podía evitar amarlo, a pesar de que en varias ocasiones Andrew le aseguró que él no era hombre para ella y le decía que se merecía alguien mejor que a un hombre marcado por su pasado, la joven se conformaba con quererlo en silencio.

En alguna de esas ocasiones, ella le había respondido: «Pero yo te quiero a ti».

Andrew no cedía, siempre tenía la misma respuesta: «Eres un ángel y mereces alguien mejor que yo…».

El gran día de la inauguración del teatro llegó y fue magistral; el estreno de la obra ¿Quién se robó el gato? fue todo un éxito, la gente quedó maravillada de la perfecta mezcla entre humor, drama y misterio.

Christine interpretaba el personaje principal, en el cual nunca se quitaba el antifaz. Al finalizar la puesta en escena, el narrador la presentó como la gran lady Artemisa Blackheart, la dama de la noche.

Vincent Pembroke había asistido a la presentación inaugural. En un principio, se negó a ir, lo que menos le apetecía era hacer vida social, pero Elizabeth le había insistido tanto que terminó por aceptar.

Ahora no se arrepentía de haberse dejado convencer por su prima, gracias a eso pudo contemplar a la misteriosa mujer del antifaz. En cuanto la vio aparecer en el escenario, su corazón brincó de emoción; recordó con amargura que eso solo le había pasado con Christine.

—¡Maldita sea! —expresó en voz alta, irritado; a pesar del tiempo, del engaño y del dolor causado, seguía pensando en ella.

Se reprendió a sí mismo por ello y se obligó a pensar en lady Artemisa Blackheart. «¿Quién será esa misteriosa mujer?, y lo más importante, ¿por qué lo inquietaba tanto?», se preguntaba contrariado. Reconoció que esa enigmática fémina lo intrigaba como no lo había hecho ninguna después de Christine.

«¡Maldita, Christine!», pensó molesto, aun con todos sus esfuerzos, esa mala mujer se negaba a salir de su mente y de su corazón.

Al día siguiente del estreno, el camerino de lady Artemisa estaba repleto de flores; no había superficie sin cubrir por estos singulares presentes.

Sin poder evitarlo, Christine recordó una situación similar años atrás, justo después de su presentación en sociedad y, al igual que en esa ocasión, un solo arreglo llamó su atención.

Era una hermosa combinación de rosas rojas y una exótica cala negra. Miró la tarjeta, y su corazón dio un vuelco. Tal y como sospechaba, estás provenían del mismo hombre: Vincent Pembroke.

Pidió a la doncella que se deshiciera de todo.

—No quiero nada aquí, haz con ellas lo que te dé la gana, pero no quiero verlas cuando regrese —ordenó, molesta.

—Señorita, esto me recuerda una situación similar varios años atrás cuando… —comenzó Mary, divertida, pero Christine la interrumpió:

—Ya sé a qué te refieres y preferiría que te abstengas de cualquier comentario. Hoy no, por favor —suplicó mientras se masajeaba las sienes.

Andrew la miraba divertido.

—¿Tan temprano y ya de malas? Cualquier mujer en tu lugar estaría más que alagada y feliz.

—Olvidas que no soy cualquier mujer —respondió con ironía.

—¿Puedo saber a qué se debe tu mal genio? —preguntó Andrew sonriente mientras se dejaba caer en el sillón.

—Pues, a diferencia de mí, tú te ves de excelente humor —le recriminó ella.

—Digamos que tengo buenas noticias. —Sonrió de esa forma tan provocativa, mirando a Mary; después, se dirigió a Christine—. El centro de apuestas va de maravilla, y tu plan, viento en popa; el duque ya me ha firmado varios documentos. —Se puso de pie y caminó hacia ella—. ¿Ahora sí me dirás a qué se debe tu enojo? —cuestionó, divertido.

—Juzga por ti mismo. —Le extendió la tarjeta, y él la tomó para leerla.

Ni las flores más bellas podrán opacar su talento y belleza; ha cautivado mi corazón.

A sus pies, duque Vincent Pembroke.

—¿Cuál es tu molestia? ¿Acaso no era eso lo que querías? —inquirió Andrew sin entender.

—Tienes razón, no debería molestarme su desfachatez, al contrario, eso es lo que necesito. —Sacudió la cabeza para deshacerse de los pensamientos negativos—. ¿Cuánto perdió anoche? Quiero que apueste hasta la camisa; tú mejor que nadie sabes que lo quiero en la ruina total —dijo, resentida.

—La verdad es que es más listo de lo que pensé, y aunque las chicas han seguido mis instrucciones al pie de la letra, él no cae del todo, no se deja embaucar tan fácil; las últimas veces ha sido más precavido —explicó Andrew, pensativo—. ¿Y si lady Artemisa lo convenciera? —sugirió, levantando una ceja.

—¿Qué? ¿Pero cómo? ¿Cómo podríamos hacerlo? Se supone que en ese lugar las únicas mujeres que hay no son de muy buena reputación, y al entrar yo ahí me tomarían como una de ellas.

—No si hacemos las cosas de manera correcta. Se me ocurre una idea que podría funcionar —expresó, mirándola intensamente. Tanto Mary como Christine conocían esa mirada y sabían que algo tramaba.

—El centro de apuestas cuenta con un escenario, ¿recuerdas? Allí bailan las chicas y después de su actuación, se retiran; no son parte del grupo de damas de compañía para caballeros, por lo que se me ocurre que lady Artemisa se presente cantando. —Al ver la duda reflejada en el rostro de Christine, continuó—: Tranquila, te pondré vigilancia especial, aclararemos a todos los caballeros que la dama de la noche solo va a cantar, haré marcado énfasis en que tan distinguida celebridad no es una fulana, sino una artista y, lo más importante, la gran diva no recibe visitas. Esto creará una aura de misterio en torno a ti, al tiempo que nadie podrá cuestionar tu moral.

—No lo sé, la sociedad es muy estricta y aún no está preparada para entender el trabajo de un artista —protestó Christine.

—Pues haremos que lo entiendan, y si no, peor para ellos. —Ella seguía dudosa—. ¡Por favor, Christine! ¿Olvidas quiénes somos? —comentó exasperado—. Para esa gente no somos nada; tú estás socialmente hundida, y yo ni siquiera existo, así que piénsalo, ¿qué podríamos perder?

—Como siempre, tienes razón. ¿Qué haría sin ti, Andrew? Seguro que estaría perdida y sin rumbo. —Lo miró con cariño.

—Te equivocas, Christine, soy yo el que estaría perdido sin ti; ¿se te olvida que de no ser por tu intervención, todavía estaría encerrado en ese horrible lugar? —De pronto, se puso serio; todavía lo afectaba recordar su tragedia, quizá nunca sería un hombre normal. El pasado era una enorme carga difícil de llevar.

Ni siquiera tenía un nombre y un apellido que ofrecer, menos aún su corazón, el cual estaba resquebrajado por el dolor y endurecido por el rencor, por eso mismo no podía aspirar a lo que Mary le ofrecía: un amor sincero, la dicha de una familia llena de hermosos infantes regordetes de sonrosadas mejillas. ¿Cómo podría pensar en esa posibilidad? ¡No!, él era un individuo trastornado, marcado por los tristes acontecimientos de su pasado, y mientras su alma no consiguiera la ansiada liberación, jamás será un hombre pleno capaz de brindar dicha.

—Te he dicho que no me debes nada, tu cariño y apoyo son mi fuerza; ustedes son las únicas personas en las cuales confío —comentó Christine, sacándolo de sus pensamientos, extendió sus brazos, uno a Andrew, otro a Mary, y los tres se fundieron en un abrazo...

Tal y como Andrew sugirió, lady Artemisa Balckheart cantaba algunas noches a lo largo de la semana para los caballeros del centro de apuestas. Los fines de semana eran exclusivos para su actuación en el teatro. Con su voz dulce y sensual, que era como un hechizo, había cautivado a los hombres, pero quien más lo sentía era Vincent Pembroke.

El duque no pudo evitar el impulso de acercarse a esa mujer que lo tenía trastornado; no podía sacarla de su cabeza y había decidido averiguar por qué.

Un par de hombres le impidieron el paso al área de camerinos, le soltaron un solemne discurso sobre que lady Artemisa no recibía a nadie, sin excepción alguna.

Lo intentó varias ocasiones más, el resultado era el mismo; para él o cualquiera que lo intentara, la respuesta siempre era la misma: «lady Artemisa Blackheart no recibe visitas».

Vincent se prometió que esa sería la última vez que probaría acercarse a ella, estaba algo tomado y la tentación de armar un gran escándalo haciendo alusión a su título nobiliario era muy grande. Se debatía entre ceder a su loco impulso o retirarse cuando un hombre rubio y alto se dirigió a él y le preguntó:

—¿Por qué tanta insistencia con lady Artemisa, duque Pembroke?

—¿Quién es usted? —preguntó Vincent intrigado.

—El hermano de lady Artemisa. —Hizo una inclinación de cortesía demasiado teatral para parecer verdadera—. Ahora que conoce la relación que nos une, espero que comprenda mi interés por saber qué pretende con ella. No sé qué piense usted, pero déjeme aclararle que mi hermana no es como las damas de compañía que trabajan aquí. Ella es una artista; una auténtica dama —contestó sin amedrentarse, por fin tenía frente a él al causante de gran parte del sufrimiento de Christine y no se lo pondría fácil. Aunque en cierto modo lo compadecía, el pobre hombre, sin saberlo, también había sido víctima de las intrigas de su propia prima y de lady Margot.

A su forma de ver las cosas, Andrew creía que el gran error del duque fue no dar a Christine lugar a réplica, aunado a la humillación a la cual la sometió al exponerla en público, haciéndose con ello merecedor a la ira y venganza de su amiga, pero él no era quién para juzgar; solo se limitaría a protegerla de todo, de todos.

—Yo solo quiero conocerla, créame, jamás le daría otro trato que no fuese el de una dama —respondió Vincent ofendido.

—Tenga en cuenta que ella no acostumbra recibir a nadie, pero haré una excepción por tratarse de usted, duque Pembroke. Permítame preguntarle si desea verlo —expuso con una sonrisa falsa.

Vincent permaneció expectante, algo en ese hombre no le convencía del todo. Era un sentimiento extraño, como si algo dentro de sí le advirtiera que no debía fiarse de ese rubio individuo que decía ser hermano de la mujer con la cual tenía fantasías desde hacía varias noches. Por más que lo intentaba no podía dejar de pensar en la dama de la noche, hasta en sueños estaba presente, atormentándolo y deleitando su oído con esa sensual voz que lo envolvía en un hechizo mágico. El grácil cuerpo femenino lo invitaba a la perdición absoluta, a probar de la manzana… La fantasía era tan real que podía sentir las suaves manos con el toque de afrodita recorrer su piel… Pero al retirar el antifaz, la mujer detrás de este siempre era C...

—Pase, duque Pembroke, mi hermana está dispuesta a recibirlo —señaló el rubio, sacándolo de sus pensamientos—. Ante todo, es un honor su visita. No todos los días se tiene el privilegio de conocer a tan distinguido miembro de nuestra sociedad —alegó el tipo con exagerado énfasis, que Vincent no supo cómo interpretarlo, no sabía si atribuirlo a los nervios por hablarle a un duque, a lo cual él estaba acostumbrado, o si era una burla disfrazada de cortesía.

Andrew caminó sabiendo que Vincent lo seguía desconcertado con su actitud, llamó a la puerta del camerino principal.

—Adelante —respondió al llamado una sensual voz femenina.

Vincent sintió un escalofrío recorrer su cuerpo en cuanto la tuvo de frente. «¿Qué le pasaba con esa mujer? Su cuerpo reaccionaba ante ella igual que...». Sacudió la cabeza para disipar el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.