Capítulo 26
La playa de Santa Mónica se extendía en ambas direcciones, describiendo una amplia curva de arena. Era un domingo casi perfecto, y la playa estaba salpicada de familias tomando el sol, nadando y jugando, los niños chillándose unos a otros como gaviotas. Cuervo Loco localizó a Horn y caminó inestablemente por la arena ondulada hasta llegar a él.
—¿Está ocupado este sitio?
Horn, tendido sobre la espalda, le miró por debajo del ala de su sombrero. Se había quitado la camisa, y la herida de dos semanas en su cuello contrastaba visiblemente con la tira blanca de su camiseta, curándose pero todavía bastante fea, con las costras bordeadas de manchas de yodo.
—Arrima un montón de arena y siéntate, forastero —saludó.
Cuervo Loco se sentó pesadamente, depositando una gran bolsa de papel entre los dos.
—¿Dónde están las chicas? ¿Vamos por unas hamburguesas, o qué?
—Han ido a dar un paseo por la playa —respondió Horn—. Quítate la camisa y toma un poco el sol.
—Una estúpida costumbre del hombre blanco —dijo Cuervo Loco—. Ya soy bastante moreno.
A lo lejos, sobre el mar, entre el vértice del cielo y el horizonte, una avioneta hacía picados y piruetas en el cielo, trazando lentamente un mensaje con su estela de humo.
—Chisposamente —dijo Cuervo Loco entrecerrando los ojos para leerlo—. Algo así pone.
—Chisposa Menta —dijo Horn tras esperar a que el avión trazara una letra más—. Está anunciando la marca de un refresco, Chisposa Menta.
—No aguanto ese brebaje. —Cuervo Loco metió la mano en la bolsa y sacó una Blue Ribbon todavía fresca, con un abridor—. ¿Te apetece una?
—Pues claro. ¿Para qué crees que te hemos invitado? —Mientras la abría con un siseo, se fijó en algo a lo lejos al borde del mar y agitó el brazo—. Ya vuelven.
—¿Cómo anda ella?
—No demasiado bien —dijo Horn, dando un trago a su cerveza y poniéndose la botella encima del pecho—. Era de esperar. Acaba de cumplir los diecisiete y ha pasado por más cosas que la mayoría de la gente en toda su vida. Iris procura que todo sea lo más normal posible, que se vea con amigas y todo eso. Y dentro de dos semanas empieza el colegio. Pero no sé —exhaló larga y sonoramente—. Hay médicos —conocí a algunos en el ejército— que tratan a gente como ella, gente que sufre con las cosas que recuerda.
—¿Cómo los conociste? —preguntó Cuervo Loco con tono indiferente.
—Quizá algún día te lo cuente. El caso es que voy a buscar a uno por aquí y que Iris y Clea vayan a verle.
—Espero que te salga bien. Supongo que no hace falta que te pregunte si les vas a contar alguna vez lo de Paul Fairbrass.
—No, señor, no hace falta —respondió Horn, los ojos atentos otra vez a la avioneta—. Cuando murió, estaba intentando protegerla. Eso es todo lo que necesitan saber. Sobre todo Iris. Ya tuvo a dos perdedores, a Wendell y a mí. Si quiere pensar que Paul era un buen hombre, supongo que yo no tengo inconveniente. —Dejó escurrir un puñado de arena entre los dedos—. Hubo un momento en el que habría sido capaz de matarle con mis propias manos. Pero ahora, no sé, supongo que prefiero recordar la manera en que acabó su vida.
—Estuve hablando un ratito con Iris anoche cuando me llamó para que nos reuniéramos los cuatro —dijo Cuervo Loco—. Me dejó sorprendido. Pierde a un marido y casi pierde a su niña, y todo eso se le nota en la voz. Pero también se nota otra cosa...
—Ya lo sé —Horn sacudió la cabeza, maravillado—. Iris es... simplemente Iris. Por dentro, que es lo que cuenta, es muy fuerte. Incluso después de todo esto seguirá adelante y criará a su hija... y sobrevivirá.
—¿No hay ninguna posibilidad de que tú y ella...?
—No —dijo Horn—. Pasaron demasiadas cosas. Pero le he dicho que estaré aquí para Clea siempre que me necesite.
—Pues supongo que yo también —dijo Cuervo Loco. Del bolsillo del pantalón se sacó un artículo de periódico doblado—. Dijiste que me ibas a explicar lo que pone aquí.
Horn leyó el recorte, fechado dos días atrás. El titular rezaba Muere misteriosamente un jefe de la Mafia, posiblemente a manos de rivales.
—Te dije que sabía algo al respecto —dijo devolviéndoselo a su amigo—. Pero nunca dije que te lo fuera a contar.
—Maldita sea, John Ray...
—Lo siento, indio, di mi palabra.
—Eso me suena a algún rollo de mierda de honor de vaquero —respondió Cuervo Loco con gesto asqueado.
—Quizá lo sea, pero no me lo preguntes. Lo que importa es que has perdido un socio de negocios. Supongo que te hará falta uno nuevo. —Echó la cabeza hacia atrás. La avioneta había desaparecido, y el tributo a Chisposa Menta se iba desvaneciendo en la brisa marina.
Cuervo Loco le observaba atentamente.
—¿Qué pasa?
—Nada, sólo estaba pensando en algo que le dije a una señora el otro día, sobre la gente que se sale con la suya. Ahora incluso es más verdad que entonces. Pienso en Arthur Bullard, que abusaba de niñas pequeñas y que murió respetado por todos. Y en Wendell Brand, que hizo daño a su propia hija y a otras niñas y corrió a esconderse detrás de Dios. ¿Dónde está el castigo para hombres como ellos? Incluso Addie Webb, que se volvió contra su amiga y probablemente puso a unos matones sobre su pista. ¿Crees que se siente culpable? Seguro que se compra un vestido nuevo y sale a bailar tan campante. ¿Quién va a exigir que se haga justicia con ella?
—Es la vida real, John Ray —dijo Cuervo Loco con una sonrisa en los labios, dándole un suave codazo en los riñones—. La vida real y no una película. Sierra Lane lo habría arreglado todo de forma que las alimañas dieran con sus huesos en chirona antes de alejarse cabalgando hacia el horizonte, pero tú no puedes hacer eso.
—Sierra Lane no habría sido tan tonto como para dejar que le clavaran una botella rota en una pelea.
—No iba a decir eso —respondió Cuervo Loco, mirando hacia arriba—. Pero me da igual lo que diga nadie. La gente sigue necesitando héroes, aunque sean de fantasía. Qué diablos, sobre todo los de fantasía. —Sus labios se abrieron en una amplia sonrisa—. ¿Sabes lo que te hace falta? Necesitas ponerte otra vez a trabajar.
—He estado pensando en eso —dijo Horn—. Creo que ya estoy listo. Me vendría bien el dinero. De hecho, no me vendría mal un pequeño adelanto a cuenta del próximo trabajo, si no te importa. Ya sabes, para la compra y esas cosas.
—Me suena bien —dijo, entusiasta, Cuervo Loco—. Mira, aquí vienen. —Se levantó y saludó agitando el brazo.
Iris y Clea, en bañador y con sombreros ligeros, le devolvieron el saludo. Horn creyó distinguir una leve sonrisa en el rostro de Clea, pero su sombrero proyectaba una dura sombra, y no estaba seguro.
* * *
Se había enterado de lo de Vincent Bonsigniore el día anterior, sentado en una casa de comidas en Central Avenue, dando cuenta de un plato de costillas de cerdo con verduras con Alphonse Doucette sentado a su lado.
—A lo mejor ha venido usted conduciendo desde lejos para nada —le dijo Doucette.
—No lo creo —respondió Horn— seguro que tiene usted una historia que contarme.
—¿Por qué iba yo a contar ninguna historia?
—Porque yo le puse en contacto con ella.
—¿Con quién?
—Sabe usted a quién me refiero. Si no llega a ser por mí, Vincent Bonsigniore seguiría sentado en su casa, tramando cómo matar a algunas personas y hacerle daño a otras. Y usted seguiría odiándole por lo que le hizo a la niña de su hermana. Yo no quiero buscarle ningún lío, así que no se lo voy a contar a nadie. Pero yo también le odiaba —puede que más que usted— y quiero saber lo que pasó.
Doucette se limpió los labios, hizo un gesto al camarero y señaló a un trozo de pastel debajo de la cubierta redonda de cristal. Cuando llegó, le hincó el diente y empezó a hablar con la boca llena.
—Lo que voy a hacer es contarle una suposición —dijo en su voz suave y melódica—. Puede que fuera así, y puede que no. Vamos a suponer que una señora rica llama al señor Bonsigniore y le dice que tiene algo para él, algo que sabe que le interesa. Unas fotos. Dice que sabe que son importantes para él y que está asustada de que pueda ir contra ella. Dice que se las dará si la deja tranquila, si acuerdan quedar en paz. Naturalmente, él se muestra muy interesado. Digamos que ella va en su bonito coche a su casa, ahí arriba en lo alto de Mulholland Drive. Él la está esperando, la recibe delante de la casa y la hace pasar. Ya se conocen un poquito. Ella va muy bien vestida, tiene mucho estilo. Dentro empiezan a hablar y él le ofrece algo de beber, todo muy correcto. Es un hombre peligroso, eso lo sabe todo el mundo, pero ella es una señora importante, y se comporta como si no le tuviera miedo, y eso es algo que él respeta. Así que ella le entrega las fotos y se marcha en su bonito coche. El señor B. se queda un rato más tomándose su copa y luego se va a la cama.
El criollo paró de hablar para masticar.
—¿Y entonces?
—Entonces vamos a suponer que había alguien dentro del bonito coche de la señora cuando lo dejó aparcado a un lado, de forma que nadie lo viera desde delante de la casa. Y esta persona sale a escondidas del coche mientras ella está dentro y encuentra una manera de entrar en la casa, escondiéndose en el armario de la limpieza. Como ya he dicho, el señor B. es un sujeto peligroso, pero no se siente amenazado por nadie, porque sólo hay dos hombres en su casa, y están jugando a las cartas en el comedor. Y vamos a suponer que esta persona se pasa mucho tiempo esperando en ese armario que huele a limpiamuebles, hasta que todo el mundo está dormido, y se cubre la cabeza con una media de nylon y sube las escaleras. Oye unos ronquidos y entra en un dormitorio, pero allí no hay más que una señora mayor, así que sale del cuarto sin molestarla. La habitación de al lado resulta ser la del señor B. Y entonces la persona se saca algo del zapato y le da lo que se merece. Y justo después de que el señor B. sienta que le han abierto la garganta pero antes de morir, oye a alguien susurrarle un nombre, el nombre de una niña pequeña. Y se va al infierno acordándose de aquel nombre.
Amen, tuvo ganas de decir Horn, como lo habría hecho su padre.
—Pero justo entonces se enciende la luz, y hay alguien en la cama con él, que se incorpora, toda pálida al ver tanta sangre, pero él le hizo así —el criollo se llevó un dedo a los labios, haciendo el gesto de callar— y ella no hizo ningún ruido. Simplemente se quedó ahí helada.
—¿Cómo era? —Horn no supo nunca qué le llevó a preguntarlo.
—Joven —dijo el criollo—. ¿No le sorprende, eh? Pero ésta no es una niña. Una preciosa señorita, de pelo moreno. Lo curioso es que la chica le resulta incluso familiar, ¿me entiende?
Sí, pensó. Le entiendo.
—Pero eso no es más que un suponer.
El criollo volvió a limpiarse la boca, dejó dinero en el mostrador y se puso en pie para marcharse.
—Invito yo —dijo—. Ahora estamos en paz.
La mujer que le abrió la puerta llevaba el mismo delantal mugriento. Su expresión resignada se transformó en una de reconocimiento al verle la cara.
—Mi marido no está en casa —dijo.
—Sí, señora, ya lo sé. Acabo de verle marcharse —dijo Horn.
Esto no la tranquilizó. Horn prosiguió rápidamente.
—Señora Taro, su marido no debe dinero. No estoy aquí para eso. Ya sé que no me comporté muy bien la última vez, pero esto es distinto. Sólo necesito un minuto con usted, y luego me marcho. —Intentó poner una sonrisa tranquilizadora.
Con cierta reticencia, la mujer abrió más la puerta, y Horn pasó al salón, donde se quedó plantado, sin saber muy bien qué hacer.
—El hombre para el que trabajo me ha pedido que le diga que se equivocó en sus cuentas —le dijo Horn—. Parece ser que le cobré demasiado dinero a su marido.
—¿Demasiado? —parecía tener dificultad en asimilar la idea.
—Sí señora. Me ha pedido que le devuelva esto —dijo Horn, tendiéndole unos billetes doblados.
La mujer los cogió sin contarlos, mirándole sin saber qué decir.
—Pues muchas gracias —dijo por fin.
—Una cosa más —dijo—. El hombre para el que trabajo dice que se lo da con una condición. Quiere asegurarse de que este dinero no sea para apuestas. Me ha dicho que me prometa usted que lo gastará en el niño y en usted. Para ropa y esas cosas.
La mujer asintió lentamente con la cabeza. Algunos mechones de pelo castaño entreverado de gris se habían soltado de las horquillas que le recogían el pelo en un moño. Le recordaba a una foto que había visto una vez, una instantánea de la mujer de un granjero durante la gran depresión, su rostro todo un mapa de esfuerzo y sufrimiento.
—Por supuesto no pretendo hacer nada a escondidas de su marido pero, ¿cree que me lo puede prometer?
—Bueno, supongo que sí —dijo ella calladamente.
—Me alegro. Vi a su chico un momento la última vez que estuve. ¿Anda por aquí?
—Ajá —su expresión se hizo más alegre—. Está fuera, aquí al lado, cambiando tebeos con un amigo. —Le condujo hasta una ventana lateral del ajado salón. A través de ella, vio al niño sentado con otro en un camino que llevaba a la parte de atrás de la casa. Tenía la pierna tullida remetida debajo de su cuerpo, como para protegerla. Entre los dos niños había varias pilas de tebeos, y se les veía regatear acaloradamente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Horn.
—Orville —respondió ella—, como su abuelo.
—¿Y ése es su amigo Lee?
—¿Cómo lo sabe?
—Me habló de él. Me dijo que a Lee le gusta Sunset Carson, por alguna extraña razón.
—No sé —respondió ella ambiguamente.
—Acabo de acordarme de algo —dijo Horn—. Ahora mismo vuelvo. —Salió a su coche y volvió con un rollo de papel grueso de unos sesenta centímetros de largo—. Quisiera dejar esto para Orville, si no tiene usted inconveniente.
—¿Quiere usted hablar con él? —la mujer se dispuso a abrir la ventana.
—No, no hace falta. Si me hace el favor de dárselo usted.
La mujer desenrolló a medias el papel. Era el cartel de Carabinas justicieras.
—Me dijo que le gustan las películas —dijo Horn.
—Desde luego que sí —dijo ella—. Pero no tiene ningún cartel como éste. Es usted muy amable... —miró la imagen más detenidamente—. Cielo santo, ¿Es usted?
—Mejor será que me vaya —dijo Horn, abriendo la puerta.
—Es usted, ¿a que sí?
Curioso, pensó. El niño me hizo exactamente la misma pregunta.
Horn se quedó parado en el umbral.
—Sí, señora, soy yo —dijo por fin—. Y le agradecería que se lo dijera al chico.