Capítulo 16

Cuando Horn terminó de hablar, permanecieron un rato sentados en silencio. Detrás de la barra, el camarero había puesto la radio mientras pasaba un paño a su colección de vasos. Horn reconoció la música, una canción melancólica que oyó una vez en una película. No recordaba el título, pero era una de esas películas neoyorquinas sobre dos amigos que se mueven en mundos diferentes, uno honrado, el otro delincuente, y creía recordar a Richard Conté, el amigo malo, mulléndose en una iglesia, arrepentido al final de su vida.

El indio tosió, tapándose la boca con una de sus manazas, y habló en voz queda.

—¿Así que es él?

—Eso creo —dijo Horn—. A juzgar por su ficha policial, es uno de los amigos que se reunían en el refugio para sus jueguecitos perversos. Y me apostaría la recaudación de tus mesas durante un mes, si la tuviera, a que mandó matar a Scotty.

—El hijo de puta —Cuervo Loco puso cara de haberse tragado un sapo—. Y tuve que escogerle a él como socio.

—Venga hombre. Ya sabías que no era un angelito.

—Esto es distinto, y lo sabes muy bien. ¿Qué piensas hacer?

—Llevar a Clea a su casa lo antes que pueda. Después, pensaré el algo. Para empezar, me gustaría conocer a tu amigo, solamente para echarle un vistazo.

—¿Nada más?

Horn asintió con la cabeza.

—¿Y qué pasa si sabe quién eres? Quiero decir, si sabe que tú eres el que la andaba buscando.

—El que sigue buscándola —le corrigió Horn—. Oficialmente no la han encontrado, ¿no te acuerdas? Y lo más seguro es que sí sepa quién soy, puesto que Del Vitti trabajaba para él durante todo el tiempo que tenía a Clea con él. Pero tu amigo Vincent no sabe cuánto sé yo de él. En cualquier caso, me gustaría verle. ¿Lo puedes arreglar?

—No lo sé. —Cuervo Loco arrugó la cara en un gesto de duda. Horn no estaba acostumbrado a ver tan inseguro al grandullón de su amigo. Si no le conociera mejor, pensó Horn, parecería incluso que tiene miedo.

—Siempre le acompaña otro hombre —prosiguió Cuervo Loco—. Ahora que Del Vitti está muerto, podría ser el tal Falco.

—No me importa. Si me ven, no van a averiguar nada sobre mí que ya no sepan. Sigo siendo tu amigo. Sigo buscando a la chica. Nadie tiene por qué saber que yo vi las fotos ni que sospeche nada de Vinnie.

—¿Y qué excusa pongo para traerte a la reunión?

—Hmm. Supongo que puedes decirles que me estás metiendo más en el negocio. Enseñándome, para que me convierta en tu fiel asistente, ya sabes.

—Entiendo. Igualito que en las películas, sólo que esta vez me toca hacer de protagonista —Cuervo Loco le lanzó una de sus sonrisas retorcidas—. Pero no fuerces las cosas.

* * *

Desde el despacho de Cuervo Loco, Horn pidió a la operadora que le pusiera una conferencia con el despacho de Paul Fairbrass en Long Beach.

—Estuve todo el día intentando localizarle ayer —dijo Fairbrass después de contestar—. Llamé a su número hasta última hora de la noche. ¿Dónde estaba usted?

—¿Por qué le importa?

—Estaba preocupado, eso es todo. Sobre todo después de que me contara que había tenido ese encuentro con Tommy Dell.

—¿De dónde sacó usted el número de Cuervo Loco?

—Iris me dijo que eran ustedes amigos —dijo Fairbrass—. Pensé que él podría saber...

—No me siga la pista, ¿de acuerdo?

—Muy bien. Pero me gustaría que usted se pusiera en contacto de cuando en cuando.

—Señor Fairbrass, ya le dije que en cuanto me enterara de algo se lo haría saber.

—¿Y no se ha enterado de nada?

—No. Lo siento.

—No pasaría nada si me tuviera al tanto, una vez al día o así. —El hombre parecía razonable, pero algo no le encajaba a Horn. No dejaba de rondarle la cabeza la sospecha de que Clea se resistía a volver a casa porque su nuevo padre la había maltratado de alguna manera. Sabía que era una teoría rebuscada, que probablemente se debiera a lo que él ya sabía del pasado envenenado de Clea, el abuso que sufrió de niña a manos de un grupo de hombres. Pero hasta que no estuviera seguro de que Fairbrass era un buen padre para la chiquilla, no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión con él.

—Mire usted, yo no soy su empleado —le dijo—. No soy una persona a la que puede mandar a que le rebanen la cara, y luego meterle unos cuantos dólares de más en el sobre. Usted acudió a mí, y yo esto lo voy a hacer a mi manera. No puede despedir a alguien que trabaja gratis.

—Muy bien —masculló la voz—. No me gusta usted, ni me gusta su forma de llevar este asunto. Me resulta muy fácil comprender por qué Iris se divorció de usted. Pero aún así, agradezco lo que está usted haciendo, y si encuentra a Clea, todo habrá valido la pena. Así que...

—Le llamaré cuando me entere de algo —dijo Horn, y colgó.

* * *

Al aparcar el Ford delante de casa de Maggie, vio a ésta y a Clea junto a la valla del prado, delante de una yegua castaña. Al caminar hacia ellas, el olor a hierba húmeda le hacía cosquillas en la nariz y el sol le tostaba la nuca. Clea llevaba puesto un pantalón de peto, mocasines y una camisa de colores vivos remangada por encima de los codos. Maggie llevaba una bolsa de papel, y le estaban dando de comer a la yegua trozos cortados de manzana de la bolsa.

—Cuidado, cariño —le oyó decir a Maggie—. Simplemente sujétalo sin moverlo y deja que ella lo coja.

Viéndole llegar con el rabillo del ojo, Maggie se acercó para recibirle.

—Mi ropa le está bastante bien —dijo en voz baja, cogiéndole del brazo y llevándole más lejos de la valla.

—¿Cómo está?

—No muy bien. La dejé bañarse y le di algo para ponerse. Incluso desayunó un poco. Pero algo me dice que no está bien.

—¿A qué te refieres? —contempló a Clea, que seguía de espaldas a ellos.

—Es difícil describirlo. Habla conmigo de las cosas, pero está como ausente. Es como anoche, sólo que entonces me pareció normal porque estaba cansada y asustada. Ahora ya ha descansado bien y todo eso, pero cuando le hablas no te mira. Te da las gracias, y te pide la sal, y cosas así. Pero tiene la cabeza en otras cosas. Me preguntó qué haría yo si alguien intentarse hacer daño a mis caballos. Quería saber si Bonnie, la yegua que está a punto de parir, se iba a morir. Yo intento contestarle, pero ni siquiera estoy segura de que me oiga.

—¿Crees que es porque...?

—¿Porque mataron a su amigo? No me sorprendería. No olvides que debió de oír esos tiros muy claramente desde su escondite. Eso dejaría mal a cualquiera —se quitó el pelo de la cara—. Tengo que volver a las cuadras —dijo—. La yegua...

—¿Cuánto le queda?

—Bastante poco. Para mañana o así, creo.

—Tú ocúpate de tus cosas. ¿Crees que podría llevarme a uno de tus caballos hoy?

—Claro. Prueba con Miss Molly, la yegua hambrienta a la que Clea estaba dando de comer. Cruzas el prado con ella y sales por la verja del lado norte. Por ahí encontrarás montones de caminos. Si necesitas cualquier cosa se la pides a los peones.

—Gracias —dijo Horn, tocándole el brazo.

Después se acercó a Clea, junto a la valla.

—Qué tal, pequeñita.

—Qué tal —dijo ella, sin mirarle. Tenía el pelo, al parecer recién lavado, recogido en una cola de caballo. Miss Molly, tras dar cuenta de la manzana, estaba a unos pasos de ellos, contemplándoles tranquilamente con la cabeza ladeada.

—¿Cómo estás?

—Bien —era la voz de una niña, el tono agudo y sin apenas inflexión. Ella volvió la cabeza para mirarle, estudiándole detenidamente, como si fuera la primera vez que lo hacía. Su expresión no decía nada. Horn no sabía si ella se sentía a gusto con él.

—¿Te acuerdas de anoche?

—Ajá —dijo ella, volviendo a mirar hacia el prado—. Alguien le disparó a Tommy, ¿no?

—Ajá.

—¿Fuiste tú?

—Por Dios. No, cariño. No fui yo. No pienses eso.

—Le vi ahí tumbado en el pasillo. Estaba muerto, ¿no?

—Sí, lo estaba. Sé que era tu amigo, y lo siento. Quiero que sepas que ahora estás segura y no te va a pasar nada.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Crees que quizá estés lista para volver a casa?

—No.

—¿Me quieres contar por qué?

—No. ¿Me puedo quedar aquí?

—Claro, por un tiempo. ¿Te gusta Maggie?

Clea asintió con la cabeza.

—Es simpática. Me enseñó la yegua que va a tener un hijo.

—Ella te conoció cuando eras casi un bebé —dijo él—. Seguramente no te acuerdes. Oye, me dijo que podíamos salir con uno de los caballos. ¿Te apetecer salir a montar un rato?

—Supongo que sí —respondió ella.

Horn llevó a Miss Molly a la cuadra, donde la ensilló y embridó, luego se impulsó hacia arriba y pasó una pierna al otro lado. Era la primera vez en muchos años que estaba a lomos de un caballo, una sensación extraña y a la vez reconfortante, vestido con su ropa de calle, sintiendo tensarse y moverse ese cuerpo grande debajo de él, intentando leer las intenciones del caballo de la misma manera que el caballo intentaba leer las suyas.

Sacó el pie izquierdo del estribo y se agachó para ayudar a Clea. Ella metió su pie izquierdo en el estribo y se agarró con ambas manos a la suya, y Horn la ayudó a montar detrás de él.

—Vamos —dijo, tocando ligeramente a la yegua con los talones, dirigiéndola hacia el prado. Hicieron el circuito dos veces, siguiendo la valla. Luego Horn se inclinó para abrir la verja del fondo, y salieron a una pista de tierra que llevaba al norte, bordeando una serie de ranchos y terrenos vacíos. Al cabo de un rato estaban en la falda de las montañas y podían contemplar, a sus espaldas, la inmensa extensión del valle de San Fernando.

El sol, aunque fuerte, tenía un efecto relajante, y la yegua avanzaba con paso relajado. Horn se ajustó el sombrero de fieltro para protegerse el cogote del sol. Clea iba detrás de él, en silencio, rodeando con sus brazos la cintura de Horn, como había montado muchos años atrás cuando él la introdujo al mundo de los caballos. Mientras montaban, Horn le recordó aquella primera vez, y le habló también de otras cosas, cosas que ella había hecho de niña. Estaba intentando perforar el muro, encontrar la llave que abriera sus defensas, que le permitiera conectar con la Clea que había chillado y gritado entusiasmada con los cientos de juegos infantiles que habían jugado juntos cuando ella tenía siete, ocho, nueve años. Al mismo tiempo, tenía la vaga esperanza de que ella recordara y revelara algo que pudiera ayudarle a demostrar quién mató a Scotty. Pero ella era una niña muy pequeña cuando posó ante esa cámara siniestra que todo lo veía, y las esperanzas de Horn eran escasas y remotas.

Ninguna de sus palabras parecía tener efecto sobre ella. Al cabo de más de una hora, llegaron a una cresta con vistas tanto al norte como al sur.

—Ése es el antiguo rancho del estudio, a unas millas hacia allá —dijo, señalando al noroeste—. Tu madre te trajo una vez a vernos rodar una película. ¿Ves esa montañita? Es la roca de la Cúpula. Hicimos un picnic ahí, ¿te acuerdas?

—Aja —respondió ella, moviéndose nerviosamente detrás de él—. Tengo calor. ¿Podemos volver?

* * *

Encontró a Maggie en las cuadras, mirando por encima de la valla al compartimiento de la yegua preñada. Estaba tumbada boca abajo, tremendamente hinchada, respirando trabajosamente.

—John Ray, te presento a Bonnie —dijo Maggie calladamente—. El último nació muerto, hace un par de años. Esta vez saldrá bien. Ella y yo lo hemos hablado y hemos decidido que éste va a nacer sano.

—Está bien eso de arreglarlo de antemano —Horn se acuclilló, metió la mano entre las baldas inferiores y acarició la cabeza grande y huesuda—. Parece que se lo está tomando en serio.

—Así es. Cuando le dedicas once meses a una cosa, no quieres que te salga mal. Ah, por cierto, me acabo de acordar —dijo, llevándose la mano al bolsillo de la camisa—. Te llamaron hace un rato. —Le entregó un trozo de papel.

—Alphonse Doucette —leyó el nombre en alto y se fijó en el número. El nombre le resultaba familiar, pero el número de la centralita no le sonaba—. ¿Qué diablos? Se supone que estoy escondido aquí, y todo el que tiene un teléfono en casa sabe cómo...

—Fue Joseph el que llamó —interrumpió ella—. Dijo que esta persona había llamado preguntando por ti en el casino, y que era para pasarte el recado. Dice que se está empezando a cansar de hacer de recepcionista.

Horn entró en la casa de Maggie y marcó el número. Después de varios timbrazos contestó una voz.

—Dixie Belle.

—¿Está Alphonse Doucette?

—Un momento.

Al poco se puso otra voz, y entonces reconoció al criollo.

—Soy John Ray Horn.

—¿Cómo andamos? —dijo el criollo—. ¿Se recuperó usted de lo de la otra noche?

—Estoy bien —dijo Horn.

—Parece usted un hombre que sabe encajar un puñetazo —dijo Doucette, con la voz suave y musical de antes.

—Aunque quizá no tan bien como Bob Steele.

—No, no tanto como él. Ése hombrecillo sí que era duro de pelar.

—¿Qué se le ofrece? Quiero decir, aparte de preguntarme por mi salud.

—Pensé que usted y yo podíamos hablar.

—¿De qué?

—De cosas.

—¿Me puede dar una idea?

El criollo permaneció callado unos instantes. Horn oía voces y el tintinear de copas, y adivinó que el otro se encontraba cerca de la barra en la sala principal de su local.

—Es sobre el hombre que acabó muerto el otro día —dijo finalmente—. En las colinas. Y sobre lo que dijo usted que andaba buscando.

* * *

Eran poco más de las cinco cuando Horn aparcó el Ford en una bocacalle al lado de Central Avenue. El Dixie Belle aún tardaría una hora o así en abrir. Tal y como se le había indicado, accedió por el callejón y entró por la puerta trasera. Al atravesar el escenario de su desequilibrado enfrentamiento con Del Vitti y Falco, recordó la sensación de sus rodillas al chocar contra los ladrillos y el sabor de la sangre en su boca.

Dentro, el local estaba plenamente iluminado, y vio a algunos de los empleados limpiando la moqueta y pasando una bayeta por las mesas. El aire era fresco, pero el olor a bebidas y a humo rancio de cigarrillo permanecía en el aire como la última nota destemplada de un trompetista a quien su música había dejado de preocuparle.

El criollo, que estaba de pie frente a la caja registradora detrás de la barra hablando con el camarero, le hizo ademán de que se sentara en uno de los taburetes de la barra, y luego salió para sentarse junto a él.

—¿Cómo le va?

Horn asintió con la cabeza.

—Ahora recuerdo por qué nunca me gustó entrar en un sitio de estos durante el día.

—Sé lo que quiere decir. Nunca se ve tan bonito a la luz del día. Ni huele tan bien. La loción de afeitado y los perfumes de las mujeres hacen mucho, cuando empieza a entrar gente. Mejor no ver un local nocturno hasta que no haya música y las luces estén bajas, y tenga ese... misterio. ¿Verdad que sí?

El camarero trajo una taza, la lleno de café y se la acercó al criollo. Después miró interrogante a Horn, quien asintió con la cabeza. El hombre le trajo otra taza y se la llenó.

—Entonces, ¿de dónde sale el nombre de Doucette? —preguntó Horn.

—Es francés. Porque mi padre era medio francés, y el padre de él también. En Louisiana, de donde yo vengo, la mayoría de la gente son mezcla de una cosa u otra. Somos como un plato de gumbo, una mezcla de toda clase de sabores distintos.

Horn tomó un sorbo de su café. Era fuerte y, como el té que le pusieron la otra noche, tenía un regusto de achicoria.

—Gracias por la hospitalidad, pero estoy un poco desconcertado. La última vez que le vi, me dijo usted que si volvía a asomar por aquí me echarían de una patada en el culo.

—Sí que dije eso, es verdad —dijo el criollo en un tono fingidamente serio—. El caso es que he averiguado unas cuantas cosas en el último par de días.

—Le escucho.

—Para empezar, oí que al hombre ese al que usted llama Tommy le encontraron muerto en su casa anoche.

—¿Y?

—Así que supuse que usted acabó dando con él, eso es todo.

—Espere un momento...

El criollo levantó las dos manos.

—No es asunto mío. Lo que le pasara al hombre ese, a mí me trae sin cuidado.

—Espere un momento —repitió Horn—. Vamos a decir que está muerto. ¿Cómo es que usted se ha enterado?

—Eso es fácil. Por algo que pone en el periódico. —Doucette metió la mano en su bolsillo trasero, sacó un periódico doblado, y lo deslizó hacia Horn sobre la superficie pulida de la barra—. Página tres.

Horn desdobló el periódico, el sensacionalista vespertino Mirror, y pasó a la página tres. Encontrado muerto a tiros en casa de Las Colinas, rezaba el titular, seguido por varios centímetros de texto acerca del hallazgo del cuerpo de Anthony Del Vitti por la policía tras recibir la llamada de un vecino. La policía señalaba que Del Vitti tenía antecedentes de delitos violentos y que frecuentaba la compañía de gangsters. El vecino declaró haber mantenido una conversación con un hombre alto de raza blanca en el jardín delantero. Pero señalaba que la luz era mala, y que no estaba seguro de poder volver a reconocer a aquel sujeto.

—Yo le dije que estaba buscando a un hombre llamado Tommy Dell —dijo Horn—. Así que cómo supo usted que...

El criollo restó importancia al asunto con un gesto de la mano.

—Ya habrá tiempo para hablar de eso.

—En cualquier caso, yo no lo maté. ¿Qué más cosas sabe usted?

—Eso ya es más complicado. —El criollo se giró ligeramente sobre su taburete y señaló hacia el otro lado de la sala—. ¿La ve usted?

En un apartado, contra la pared del fondo, Horn vio a una mujer sentada sola. No le resultaba familiar.

—La veo.

—Mi hermana Lurlene —dijo el otro—. La única familia que me queda. Me la traje aquí hace unos años, cuando empecé a ganar algo de dinero con este local. Yo la cuido. A ella no se le da demasiado bien cuidar de sí misma, ¿entiende lo que le digo?

—Supongo que sí.

—Ha estado casada dos veces, y ha tenido muchos novios. Tiene tres niños. La mayor se llama Tara, una preciosidad. Ahora tiene catorce años. Lurlene le puso el nombre por la casona grande donde vivía Scarlett O'Hara. Pero todos la llamamos Tootie. —Sacó su cartera y de ella extrajo una pequeña fotografía. Parecía una foto del colegio, en la que se veía a una bonita chica de piel clara, con el pelo fuertemente ondulado. Su sonrisa espontánea estaba dirigida por encima del hombro del fotógrafo, como si acabara de ver a su mejor amiga. Horn no sabía lo que iba a venir después, pero de repente le surgió la imagen de la foto de Clea con la que había empezado su búsqueda. Se supone que las fotos son para recuerdo, captando para siempre la imagen de un ser querido. Pero en los últimos días, pensó, de alguna manera las fotos habían pasado a representar una pérdida. No quiero ver más fotos de niñas pequeñas, pensó con rabia.

—Una niña muy guapa —observó.

—¿Quiere usted venir conmigo? —El Criollo se bajó de su taburete y atravesó la sala, seguido de Horn, hasta el apartado donde estaba sentada la mujer. Se sentó a su lado e hizo un gesto a Horn de que se sentara en el lado opuesto.

—Este de aquí es el señor John Ray Horn —le dijo Doucette a la mujer. Habló en un tono plano, como si todo el afecto que hubiera podido sentir por ella ya se hubiera agotado—. Quiero que le cuentes lo que me contaste a mí.

La mujer parecía triste y cansada. Su piel era del color del café con una gota de leche, y era muy guapa. Su vestido estaba rematado con encaje en el cuello y los puños, y parecía muy caro, pero al mismo tiempo daba la impresión de haberse vestido desganadamente. Tenía un botón sin abrochar, y su sombrero blando color marrón estaba puesto de cualquier manera.

—¿Me puedo tomar otro ron con Coca-cola? —Sus dedos estaban curvados como garras alrededor de un vaso de tubo, ya vacío a excepción de los hielos medio derretidos.

Doucette sacudió la cabeza.

—Después, puede ser. Cuéntaselo.

La mujer apretó los labios, en un gesto que le daba un aspecto casi cómico, pero Horn vio algo distinto en sus ojos, algo que casi le hizo apartar la mirada.

—No se lo quiere contar —dijo calladamente Doucette, en el tono que podría emplear con una niña que no se quiere tomar las espinacas—. No le quiere contar cómo le conoció aquí una noche que vino a hacer negocios conmigo. Cómo empezó a salir con él, como presentó a Tootie a ese hombre tan simpático. ¿No es verdad? —preguntó Doucette, pero ella no hizo más que mirar fijamente a su vaso.

»En realidad la que le interesaba era Tootie —prosiguió el criollo—. Ya sabía que existía, porque yo le había hablado de mi nieta, de la que estaba tan orgulloso. Sí que fui tonto, ¿verdad? Tenía debilidad por las niñas pequeñas, el tal Del Vitti. Le gustaba usar el nombre de Tommy cuando iba por ahí buscando crías, para él y para algunos amigos suyos. Incluso tenía dos nombres, me dice Lurlene. Tony era su verdadero nombre y el que usaba para los negocios, pero Tommy era su nombre de chulo. Para mantener las dos cosas separadas. Muy hábil, ¿no le parece?

»En cualquier caso, averiguó lo que a Lurlene le hace más falta. Le gusta que le haga caso un hombre guapo, que la saque a cenar y a bailar. Y sobre todo le gusta el dinero para poderse pagar su adicción. Así que un día el tal Del Vitti le dice que le da trescientos, y que a cambio lo único que tiene que hacer es dejarle a Tootie para pasar un rato con él y unos amigos. Le dice que no sufrirá ningún daño. ¿Sabía ella lo que iba a suceder? Puede que sí, puede que no. El caso es que dice que de acuerdo. Y él se lleva a Tootie, y la trae de vuelta tarde por la noche. Y la niña está llorando. Y tiene el vestido manchado de helado, porque a la vuelta han parado a comprar un banana split. Pero el helado no la hace sentirse mejor. —Se inclinó hacia su hermana y le apretó el brazo, y una sola lágrima resbaló por su mejilla, como exprimida por la mano del hombre—. ¿No es verdad?

El criollo se dejó caer pesadamente hacia atrás, y el resto de sus palabras salieron con un suspiro.

—Poco a poco, Tootie le fue contando lo que había pasado. Y Lurlene, cuando le dijo una amiga lo del artículo del periódico de hoy, decidió contármelo todo. No soy tan tonto como ella cree. La primera vez que hablé con usted, ya sabía que a la niña le pasaba algo, que alguien había estado aprovechándose de ella, pero no sabía lo grave que era.

Doucette se levantó e hizo un gesto a su hermana de que saliera del apartado. Sin decir palabra, pasó rápidamente a su lado, como si temiera recibir un golpe. Pero las manos del hombre permanecieron quietas.

—Vete a casa y cuida de tus niños —dijo él calladamente.

Cuando la mujer se hubo marchado, Doucette llamó al camarero, y pronto tenían delante otras dos tazas de café humeante. Horn se movía inquieto en su asiento. Doucette le miró.

—Ya lo sé —dijo—. Usted y yo no somos precisamente amigos del alma. ¿Así que por qué le estoy contando todo esto?

—Eso me preguntaba.

—Pues resulta que la otra noche usted no era más que un tipo que entra aquí buscando problemas. Y cuando tiene problemas, espera que yo le ayude, y a mí no me va nada en ello. Pero ahora las cosas han cambiado. Le he contado lo que le pasó a Tootie porque creo que está relacionado con su niña, y porque quizá le sirva para algo. Y...

—¿Y?

—Y quizá ahora quiera preguntarle algo a usted.

—Quiere saber si he averiguado algo.

—Exacto. Quiero saber quiénes eran los amigos de Del Vitti.

—¿Para poder ir contra ellos?

El criollo se encogió de hombros.

—De eso no tiene usted que preocuparse. ¿Ha encontrado a la niña?

—No —mintió Horn.

—Pues entonces bastante tarea tiene con buscarla. Y yo, por mi parte, siento curiosidad por esos tipos a los que les gusta metérsela a las niñas pequeñas y mandarlas a casa llorando.

—¿Qué recordaba Tootie de ellos?

—Nada. Tenían las caras tapadas, según le dijo a su madre.

Horn tomó un sorbo de su café, intentando pensar deprisa. Le debía una al criollo y quería agradecérselo, pero no a costa de permitir que se entrometiera. Decidió contarle lo justo y ni una palabra más.

—De acuerdo —dijo—. Esto es lo que sé. Probablemente fueran cuatro hombres todos ellos blancos. Han estado con muchas niñas, desde hace años. Dos de ellos ahora están muertos, y usted no necesita saber sus nombres. Del tercero todavía no estoy seguro. El último es Vincent Bonsigniore.

Horn nunca había visto al criollo registrar ninguna emoción, pero ahora un gesto de lo que podría ser alarma se apoderó de su rostro.

—¿Vincent? —masculló—. ¿Vinnie B? Virgen santa....

—¿Le sorprende?

Doucette asintió con un lento movimiento de la cabeza.

—Ese hombre lleva años vendiéndome la bebida. Así que Del Vitti no era más que...

—No estaba más que haciendo un trabajo para su jefe. Cuando le llamó usted un chulo, dio en el clavo. Estaba buscando niñas para Vinnie.

—¿Cómo lo sabe?

—A Bonsigniore le arrestaron hace años en Nueva York por el mismo tipo de comportamiento.

—Eso no es precisamente una prueba.

—Para mí es suficiente.

—¿Piensa usted que mandó matar a ese amigo suyo?

—Así es. Y ahora que sabe usted lo de Bonsigniore, ¿qué piensa hacer al respecto?

—¿Yo qué demonios sé? —Doucette parecía enfadado—. Matarle, eso es lo que me gustaría. Pero Vinnie es un hombre importante en esta ciudad, mucho más que este viejo que tiene usted delante. Tiene hombres que le protegen. Así que de momento voy a seguir haciendo negocios con él. Esperaré a ver. Quizá algún día me surja la oportunidad.

Vació su taza y la posó ruidosamente sobre la mesa.

—Tootie dice que la llevaron a un sitio muy lejos en el bosque. ¿Sabe usted dónde?

Hora asintió con la cabeza.

—Era un lugar en las montañas que pertenecía a uno de los hombres que ahora está muerto.

—¿Cree usted que eso sigue pasando?

—No —dijo Horn—. Demasiados de ellos están muertos ahora. Creo que ya se terminó. Salvo para las niñas. Para ellas no habrá terminado. Para las más mayores era peor. A las pequeñas, como mi hija... creo que sólo las hacían posar en fotos.

—Tuvieron más suerte —dijo el criollo, su voz casi un susurro—. Si es que se le puede llamar suerte a eso.

Horn cogió su sombrero del asiento y se deslizó por él hasta el borde del reservado.

—Antes de marcharme —dijo, deslizando la foto de Clea a través de la mesa—, quisiera que volviera a mirar esta foto una vez más. La otra noche...

—Le dije que no la había visto nunca. Era una mentira como una casa —la boca del criollo se abrió en una sonrisa de dientes dorados—. Ahora me arrepiento de ello. Claro que la he visto. Ese niño guapito de mierda la trajo aquí una o dos veces. Recuerdo que atrajo la atención de todo el local. Pensé que no era más que una jovencita que se había ligado por ahí. Yo desde luego creí que tenía dieciocho. Pero ahora que sé lo que ha estado pasando, me siento mal.

—Me alegra saberlo —dijo Horn.