Capítulo 4
Horn salió temprano, dándose un buen margen para llegar a tiempo al apartamento de Scotty. El tráfico era fluido a lo largo de la autopista de la Costa del Pacífico, y pudo disfrutar contemplando cómo la luz creciente del nuevo día iba recortando a lo lejos la joroba de la isla de Santa Catalina hacia el sur. Siempre le había gustado conducir a primera hora de la mañana, con las ventanas abiertas y el zumbido en los oídos del aire fresco del mar. Cuando tomó Sunset Boulevard desde la autopista de la costa, la luz estaba gris perla, sin que hubiera despuntado aún el sol, pero el aire fresco se sentía fino, como si el calor que vendría después pudiera atravesarlo como a una servilleta de papel en cuanto se le antojara.
No eran más que las siete y media aproximadamente cuando entró en el aparcamiento detrás del edificio de apartamentos. Scotty vivía en el Árabe Azul, un edificio de ocho pisos en forma de U con una zona ajardinada delante y decorado con elaboradas molduras de escayola de estilo mudéjar. Los apartamentos más altos, entre ellos el de Scotty, gozaban de imponentes vistas de las colinas de Hollywood, incluyendo el viejo cartel con la leyenda Hollywoodland, una reliquia desvencijada de una promoción urbanística de los años 20, con la H torcida y a punto de desmoronarse. Fiel a su nombre, el Árabe Azul estaba pintado en un tono casi chillón de azul que dejaba boquiabiertos a quienes lo visitaban por primera vez. A Scotty le gustaba llamarlo el Alce Azul. Los apartamentos estaban ocupados por todo un surtido de ilustres viudas, solteros acaudalados y, a veces, algún que otro famoso del cine.
Horn divisó el coche de Scotty en el aparcamiento, un Lincoln Continental descapotable nuevo, que había visto por primera vez dos noches antes cuando salieron de Cole's. Tenía la capota bajada, lista para viajar, y en el asiento de atrás había una chaqueta, unos pantalones de campo, un par de botas de caza y una nevera portátil. Sobre el salpicadero había una bolla grasienta de papel con el nombre de una panadería que Horn conocía. Siempre que los dos habían salido de excursión en los viejos tiempos, la principal responsabilidad de Scotty era conseguir los donuts.
Horn entró en el edificio por la puerta de atrás y recorrió un pasillo que daba al vestíbulo, una sala de techos altos, de paredes con azulejos y macetas con helechos. Al llamar al ascensor observó que el portero no se encontraba en su puesto habitual detrás de la mesa. A través de las grandes puertas acristaladas veía el tráfico avanzando casi a paso de persona por la calle. Demasiado despacio para esa hora del día. Al otro lado de la calle se había reunido un pequeño grupo de vecinos, algunos en bata, que parecían mirar fijamente a la parte de delante del edificio.
Posiblemente un accidente de tráfico. Horn vaciló un instante a la entrada del ascensor, luego se dio la vuelta, atravesó el vestíbulo y empujó las puertas que daban al exterior. En la calle, justo delante del edificio, había un coche de policía y una ambulancia. Detrás de la ambulancia, varios policías y hombres de uniforme blanco estaban agrupados a escasa distancia de una camilla tapada con una sábana. Cruzó el césped hacia la ambulancia, pasando junto a un pasillo de ladrillo que bordeaba el edificio. El pasillo estaba teñido con un gran charco rojo, resplandeciente aún al filtrarse por las juntas.
Horn se acercó a la camilla.
—¿Quién es? —le preguntó a un ayudante de ambulancia que había cerca. Era un hombre joven de pelo negro, con la piel estropeada y ojos que habían visto muchas cosas.
—Un tipo que vivía ahí arriba —le respondió, señalando al edificio azul—. Parece ser que se cayó.
—Quiero verle.
—No es buena idea —le dijo el joven—. La policía le acaba de identificar y no les gusta que... ¡Eh! —alargó la mano para detenerle, pero Horn ya tenía una mano en la esquina de la sábana ensangrentada, y algo en su expresión hizo bajar la mano al otro.
Horn retiró una esquina de la sábana ensangrentada lo suficiente para descubrir la cara de Scotty. La sien izquierda estaba aplastada, y tenía el pelo apelmazado con sangre a medio secar. Los ojos estaban apenas abiertos, sólo una fina rendija bajo los párpados, como si el mundo se hubiera vuelto de repente demasiado luminoso para mirarlo. La boca torcida, medio abierta y encharcada de sangre, ya no era la de Scotty.
—¿Le conoce? —le hablaba un policía, con una voz que decía "fuera de ahí esas manos".
—No —respondió Horn.
—¿Entonces por qué no suelta la sábana y se echa para atrás? —el policía estaba fijándose en el aspecto de Horn, sus zapatos desgastados—. ¿Vive usted aquí?
—No —Horn volvió a colocar la sábana—. Sólo estaba esperando a alguien.
El gesto del policía se mantuvo inalterado, pero Horn sabía que éste le había catalogado como alguien a quien podía empujar. El policía se movió hacia él, hasta quedársele a un palmo de distancia.
—Atrás, a la acera.
—Claro —Horn fingió una sonrisa, con la misma facilidad que si le estuvieran filmando—. Lo siento —retrocedió, con la mirada hacia el suelo, sabiendo que no le interesaba exponerse a un arresto, por leve que fuera.
Caminó hasta los escalones delanteros del edificio y se sentó, luego sacó un palillo y empezó a mascarlo. Permaneció así largo rato, escupiendo lentamente los trozos, los ojos clavados en los ladrillos a sus pies, mientras la mañana se iba calentando y la ambulancia se marchaba con el cuerpo de Scotty y la mayoría de los mirones se dispersaban. Finalmente desaparecieron también la mayoría de los policías, incluyendo el que había hablado con él, y sólo quedaba un coche patrulla.
Sin saber exactamente por qué, Horn quería ver el apartamento de Scotty. Evitó el ascensor y subió por las escaleras. Al llegar al séptimo piso, se quitó su chaqueta de algodón y su camisa de sport, las dobló y las dejó en el rellano. Después, en pantalones caqui, camiseta interior y los mismos zapatos de trabajo de puntera alta que había llevado para segar la hierba el día anterior, avanzó por el pasillo hacia el apartamento de Scotty. La puerta estaba abierta y Horn entró. Había un policía distinto sentado en el sofá del salón, rellenando algún tipo de informe.
—¿Tienen aquí una ventana rota para arreglar?
—Creo que no —respondió el agente, volviendo a su informe.
—¿Le importa si entro a ver? No quiero meterme en líos con el gerente. Por algo le llaman Il Duce.
—No, pasa —el policía rió sin levantar la vista de su informe.
Horn entró en el dormitorio. Una de las dos ventanas estaba abierta de par en par. En lo alto de las colinas, el cartel de Hollywoodland resultaba difícil de distinguir en la neblina de la mañana. Se asomó fuera y vio, siete pisos más abajo, justo debajo de la ventana, los ladrillos manchados del pasillo.
No había nada más en la calle que le resultara anormal. Una mujer paseando un perro y, no muy lejos, dos niños jugando a la pelota en el acceso a un edificio.
Miró por todo el dormitorio, sin encontrar nada anormal. La cama estaba hecha descuidadamente. Volvió a la ventana, y se agachó para examinar de cerca el alféizar, en el que observó tres leves rozaduras paralelas en la superficie pintada, cerca de la esquina. No se notaban mucho, y podía haberlas causado prácticamente cualquier cosa. Podían haberlas hecho unas uñas, pensó Horn, si un hombre estuviera intentando salvarse de una caída por la ventana. O si le estuvieran tirando.
Se dio cuenta de que el policía se había marchado, dejando abierta la puerta del apartamento. Horn decidió no cerrarla, razonando que de esa manera ofrecería menos sospechas. Pero se le acababa el tiempo, sobre todo si entraba el gerente o un vecino y le encontraban allí. Le vino como una ráfaga el comentario de Scotty sobre alguien que había registrado el escritorio de su padre. El mismo impulso, sin apenas pensarlo, que le había llevado escaleras arriba hasta aquel apartamento, le instaba ahora a buscar el sobre con las fotos. Empezó a buscar rápidamente por el apartamento, empezando por el dormitorio, mirando debajo de la cama y del colchón, abriendo todos los cajones y registrando el armario. Después pasó al cuarto de baño y la cocina. Había platos del desayuno en el fregadero de la cocina, pero no se veía nada fuera de su sitio.
Pasó al salón y miró a su alrededor, recordando la última vez que había estado allí. Hacía varios años de eso, cuando volvió de la guerra. Iris y él habían salido a cenar con Scotty y su amor del momento, una chica que trabajaba detrás del mostrador de cosméticos de uno de los grandes almacenes de Wiltshire Boulevard. Después habían ido al apartamento. Scotty les había entretenido un rato con chistes sobre los tipos estirados del club de su padre, y Horn había contado una historia de cuando el dueño de Medallion Studios intentó convertir a su novia en una estrella de cine, con resultados desastrosos. Después Scotty había puesto unos discos de Glenn Miller y mezclado una jarra de martini, y todos parecían estar a gusto, sentados allí, tarareando la canción. Horn estaba sentado en el sofá, rodeando a Iris con el brazo. Había sido una velada agradable.
Miró debajo de los cojines, de los muebles, entre los discos, y después se fue hacia la gran librería acristalada. Alguien había tocado la fina capa de polvo sobre el borde de los estantes y en los huecos que había aquí y allá entre los libros. En un par de sitios, los huecos estaban totalmente limpios de polvo, como si hubiera habido libros allí hasta hace poco. Las estanterías daban la impresión de que alguien había sacado varios puñados de libros para mirar por detrás, y luego no los habían dejado exactamente en el mismo sitio.
Oyó voces en el pasillo, echó un último vistazo, y se marchó. Al salir estuvo a punto de chocarse con un par de mujeres, evidentemente vecinas, que le miraron con curiosidad. Tras recuperar su camisa y chaqueta, salió por la puerta de detrás. En el aparcamiento, volvió a pararse junto al descapotable de su amigo. La llave del maletero, observó, había sido forzada. Dentro no encontró más que la rueda de repuesto y el gato. ¿Habían encontrado lo que andaban buscando?
Miró en la guantera y detrás de los parasoles del parabrisas, y palpó por debajo de los asientos. Nada. La ropa, la nevera portátil —dentro sólo había cervezas y hielo, apenas derretido— e incluso la bolsa de donuts estaban como antes, lo que indicaba que el maletero había sido forzado antes de que él llegara. Se reprochó a sí mismo el no haberse dado cuenta.
Se sentó dentro de su propio coche. El sol estaba más alto ahora, y en el resplandor del parabrisas volvió a ver la cara de Scotty. Había visto demasiadas caras como esa en Italia. Avanzando en formación hacia el norte desde Salerno, había visto alemanes amontonados en una cuneta, esperando a que alguien se los llevara en una carreta. La mayoría tenían la misma mirada, la misma mirada espantosa a través de la rendija entre los párpados entrecerrados fijada en algo más allá de lo que los seres vivientes eran capaces de ver.
No se le había ocurrido decirle al policía que conocía a Scotty. Para Horn, un policía no era alguien a quien se le pudiera hacer una confidencia. O decirle la verdad. Dos años en Cold Creek le habían enseñado el valor de no dar nada a conocer.
No era tan reflexivo como otras personas. Afrontaba los problemas de frente o los ignoraba, con la esperanza de que desaparecieran. A veces sucedía así. En uno de los momentos malos hacia el final, Iris le había dicho que le traían sin cuidado los demás, que no pensaba lo suficiente en las consecuencias. Para cuando se puso a pensar si ella tenía razón, ya era demasiado tarde.
Sacudió la cabeza, intentando decidir qué hacer ahora. Scotty había querido que Horn fuera con él al refugio de caza, un lugar que llevaban años sin visitar juntos. ¿Qué era lo que le había dicho Scotty por teléfono? He estado con el coche de un lado para otro. ¿Acaso había subido Scotty al refugio el día anterior antes de llamarle? Y si fuera así, ¿por qué? ¿Y para qué volver?
Horn volvió una vez más al Lincoln, luego volvió y colocó la bolsa grasienta y la nevera portátil en el asiento del pasajero de su propio coche. Se metió en él y arrancó el motor. Una hora más tarde estaba atravesando Glendale, de camino a las faldas de la sierra de San Gabriel. Paró en una gasolinera y le dijo al chico del surtidor que le llenara el depósito. A pesar de que la guerra había quedado muy atrás, todavía se deleitaba con la ausencia de las odiadas cartillas de racionamiento y el lujo de un tanque lleno sin remordimiento de conciencia. Al fin y al cabo, se recordó a si mismo, había pasado dos de aquellos años en una celda en la que todo estaba racionado, y más que ninguna otra cosa el tiempo.
Mientras el chico llenaba el Ford y lo revisaba, Horn se puso la camisa y entró en el restaurante de al lado para tomarse un café. No había nadie detrás de la barra. Vio a la camarera y un par de clientes en un rincón, apretujados en torno a uno de esos nuevos televisores. Era casi tan grande como una gramola, casi todo de madera, con una ventanita de cristal en la parte de arriba, como el ojo de buey de un barco. El encargado se puso a ajustar los mandos, y al poco cobró forma una imagen en blanco y negro, un hombre a galope sobre un caballo, disparando a alguien con su rifle de repetición. El hombre y el caballo aparecían deformados, como muñecos de arcilla dejados al calor del sol, y los disparos sonaban como papel de aluminio arrugado.
—Mira —dijo entusiasmado uno de los clientes—. Es una película.
—Hoot Gibson —añadió otro con tono de entendido.
Es Tex Ritter, imbécil. Horn logró por fin que la camarera le atendiera. Le trajo un café, y se le quedó mirando con cara rara cuando él sacó uno de los donuts de la bolsa y empezó a comérselo. No dejó propina.
El chico de la gasolinera estaba terminando de limpiar el parabrisas.
—El neumático trasero derecho tiene muchos kilómetros —le dijo a Horn cuando éste le pagó la gasolina—. Está casi liso. Tenga cuidado con él.
—Gracias.
—O si no —dijo, sonriendo, el chaval —también me puede dar las llaves y comprarse uno de esos —señaló a un gran cartel que se levantaba, imponente, junto a la gasolinera, anunciando uno de los nuevos Cadillacs.
—Si tuviera cinco mil pavos quemándome el bolsillo, no diría que no —dijo Horn—. Pero, ¿qué diablos son esos bultos en la parte de atrás?
—Les llaman aletas —respondió el muchacho—. Son chulas, ¿verdad?
—Si tú lo dices.
Llegó en media hora a las montañas, ascendiendo por la estrecha carretera de doble sentido que serpenteaba por la cresta de la sierra de San Gabriel al este de Los Ángeles. Estaba casi a mil seiscientos metros de altitud, y el aire, aunque igual de caliente, olía mejor ahí arriba. La carretera avanzaba, curva tras curva, entre montañas marrones y escarpadas, salpicadas de rocas y de matas de retamas. A su derecha, la carretera bordeaba un precipicio de cientos de metros.
El gobierno estaba comprando gran parte de la sierra de San Gabriel, pero algunos terrenos aquí y allá estaban en manos de empresas o particulares con dinero que usaban las fincas como lugares de retiro para cazar o acampar. Arthur Bullard había sido uno de ellos.
Unas millas después de pasar la carretera que llevaba al observatorio en lo alto del monte Wilson, salió de la carretera a la izquierda, para entrar en una pista de tierra en mal estado y sin señalizar. Enseguida se convirtió en un carril cuajado de surcos que discurría a la sombra de unos pinos de gran tamaño. Tras recorrer unos cientos de metros llegó a una sólida verja de hierro. La cadena que solía cerrarla estaba pasada, suelta, por los montantes, y de alguna manera a Horn no le sorprendió comprobar que el candado estaba roto. Abrió la verja y pasó con el coche, avanzando muy despacio para sortear, con constantes movimientos del volante, los profundos surcos. No era un buen sitio para un pinchazo.
Pero sí lo era para una emboscada. Quizá alguien siguiera merodeando por ahí. Escudriñó los árboles y la maleza a ambos lados del estrecho camino, pero no vio nada. Cincuenta metros más allá llegó a la explanada que conocía bien, que tenía al otro lado un edificio de una altura construido con troncos toscamente cortados y un tejado muy inclinado de losetas de madera. No había ningún coche en la explanada, lo que le hizo sentirse algo más tranquilo. Aún así, para cerciorarse, salió del coche y recorrió cautelosamente el perímetro de la cabaña. Nada. Los que habían forzado la verja ya habían concluido lo que vinieran a hacer y se habían marchado.
Tres peldaños de piedra y hormigón llevaban a un porche, con sólidos muebles de madera. La cerradura de la recia puerta delantera había sido forzada. Dentro, los cuartos forrados de madera de pino olían a polvo y moho, pero Horn no advirtió mayores cambios aparte de eso. La chimenea renegrida estaba limpia y lista para hacer fuego, la leña apilada en el hogar. Los grandes sofás, las sillas y mesas en la sala eran muebles toscos y funcionales. Los tres pequeños dormitorios tenían cada uno un catre, un colchón y una rústica cómoda, con un sobado ejemplar del semanario Collier's encima de una de ellas. En la cocina, abrió el grifo y comprobó que seguía saliendo agua de pozo de agradable sabor a limpio.
Dedicó diez minutos a revisar a conciencia el lugar, cada armario, cada cajón, cada alacena. Era imposible saber si alguna cosa estaba fuera de su sitio, pero las cerraduras rotas le indicaban que alguien había estado allí antes que él.
Acomodándose en el sofá, se comió el donut que quedaba, regándolo con tragos de una de las cervezas que había sacado de la nevera portátil de Scotty. Las fotos. No era más que una conjetura, pero su conjetura le llevaba a deducir lo siguiente: alguien quería hacerse con ellas, y alguien había registrado el despacho de Bullard padre para conseguirlas. De alguna manera, habían averiguado que Scotty las tenía, le mataron por ellas. Horn, que odiaba y temía a la policía, empezaba a pensar que no tenía más opción que hablarles de todo aquello. Dudaba que fueran a aceptar su frágil teoría basada en lo poco que podía contarles. Pero no importaba quién fuera a creerle o quién dudara de su palabra. Mientras permanecía sentado en aquel sofá, la conjetura fue cobrando cada vez mayor fuerza.
Se limpió el azúcar de las manos en los cojines y miró distraídamente a su alrededor. Igual que recordaba haber estado antes en el apartamento de Scotty, también guardaba algún recuerdo de aquel lugar. Un invierno, en una de las ocasiones en que Arthur Bullard no estaba utilizando el refugio, Scotty había invitado impulsivamente a Horn, Iris y Clea a pasar un fin de semana largo en las montañas. Se habían dedicado a dar paseos en la nieve, a practicar el tiro al blanco y a jugar al póquer por las noches a la luz de la lumbre. Sería su única visita. Al enterarse de ello más tarde, Arthur se había puesto furioso con su hijo, diciéndole que nadie ajeno a la familia era bienvenido en el refugio.
La chimenea, a dos metros de donde se hallaba sentado, olía fuertemente a hollín. Aquel fin de semana Clea, que tenía unos nueve años, había estado más callada de lo normal. Después de cenar, cuando los tres mayores se sentaban a tomar una copa, a veces se ponía a jugar junto al hogar, hablando para sí misma en voz baja, ordenando una serie de piedrecillas que había ido recogiendo en sus paseos. Cuando llegaba la hora de acostarse, guardaba las piedras en un tarro de conservas y lo escondía hasta la mañana siguiente. Horn recordaba que lo escondía en alguna parte de la chimenea.
¿Qué otra cosa le había dicho Scotty por teléfono? Algo que ver con las fotos. Que las había puesto en un sitio en el que las limpiadoras nunca las encontrarían. Pero seguramente tú sí que podrías, le había dicho. Y ella también.
Horn se acercó a la chimenea. El escondite estaba a la derecha, bastante alto, donde una niña pequeña apenas podía alcanzar. No tardó en localizar la piedra suelta. Introdujo la navaja entre la piedra y el cemento y la meneó hasta que la piedra sobresalió unos milímetros y pudo tirar de ella con la punta de los dedos. Dentro había una repisa de unos 25 centímetros de profundidad y en ella, doblado en forma de V para que cupiera, estaba el sobre de papel de estraza.
Esparció las fotos sobre la mesita delante del sofá. Parecían una baraja de cartas obscenas, y volvió a sentir esa oscura energía, como un tufillo de azufre emanado de algún lugar oculto. Esas caras y esos cuerpos tan jóvenes, los órganos masculinos, todo esa escena carnavalesca de niños arrastrados a un conocimiento que normalmente les estaba vedado, le hizo un nudo en el estómago. No era ajeno a su propio lado animal, y de hecho se había recreado en él cuando era más joven, y tenía que reconocer que aquellas fotos tenían un poder capaz de suscitar en él aquel lado animal. Pero volvió a mirar a las caras de las niñas, y lo que sintió no era deseo, sino repulsión.
Su padre, por supuesto, no habría experimentado semejante ambivalencia, algo inexistente, tal y como él veía la vida. John Jacob Horn habría visto esas fotos, percibido el tufillo a azufre, y habría reconocido aquello como lo que era. Pecado, así lo habría llamado.
Horn, en cambio, nunca empleaba aquella palabra. Aunque Sierra Lane no habría estado de acuerdo, Horn había decidido hacía ya mucho tiempo que pocas cosas en el mundo podían reducirse fácilmente a cuestiones del bien y del mal. Pero en este caso... Se fijó en la foto de Clea. En este caso sí que podría encajar semejante calificativo.
Había, al parecer, unas doce chicas más en las fotos. Algunas, como Clea, eran blancas. Una o dos eran de color, algunas parecían mejicanas. Una, pensó, podría ser oriental.
Era incapaz de seguir mirándoles las caras, así que se puso a mirar a otras partes de las fotos, para intentar detectar algo anormal. Las niñas más pequeñas a veces posaban solas, a veces con una sola figura masculina. En las escenas sexuales protagonizadas por las niñas de mayor edad aparecía un hombre, o bien dos hombres. Como en las fotos anteriores, los cuerpos encapuchados y cubiertos con batas eran imposibles de identificar. Pero se observaban diferencias en las fisionomías y los tonos de la piel. Uno de ellos parecía estar circuncidado. Otro parecía más rechoncho y llevaba un grueso anillo en cada mano. Horn diría que había dos, o quizá tres hombres distintos. Y posiblemente un cuarto detrás de la cámara.
Las fotos eran todas de una calidad excelente, observó, positivadas en papel grueso. Los detalles eran nítidos, el encuadre era obra de un experto, incluso la iluminación estaba cuidadosamente estudiada. El fondo de las fotos no le daba apenas ninguna pista. Apenas se veían muebles, a excepción de los omnipresentes colchones. Como no se veían ventanas, no se podía saber si estaban tomadas de día o de noche. Sólo había un detalle que podría ser distintivo, en la única foto de Clea. Justo detrás del marco de la puerta en el que se apoyaba la niña se adivinaba una franja de pared forrada de madera. Parecía ser de pino, ya que cerca del hombro de la niña se veía un nudo de forma peculiar, de unos cinco centímetros de ancho. Lo más extraño era que aquel nudo en la madera le resultaba casi familiar.
Se levantó de repente y recorrió las habitaciones del refugio. Al llegar al dormitorio al final del pasillo, se giró y lo vio inmediatamente. Volvió a mirar la foto para asegurarse. El nudo en la madera de pino tenía la forma de una herradura ligeramente irregular, quizá la herradura de un pequeño pony, como el que podría haber figurado en un cuento de los que se cuentan a los niños en la cama.
Se sentó pesadamente sobre el colchón polvoriento. Aquello había sucedido allí. Las fotos se habían tomado allí. Creo que hay más detrás de todo esto de lo que pensábamos, le había dicho Scotty la noche antes de morir. Su padre no le había comprado las fotos a nadie, sino que había estado presente cuando se sacaron. Él, y unos cuantos amigos. Habían llevado a niñas allí, entre ellas a Clea. Y cuando regresó, años más tarde, al mismo lugar, había permanecido callada y retraída, jugando sola, hablándole sólo a su colección de piedrecillas. Ahora Horn entendía por qué.