Capítulo 24

Los siguientes segundos transcurrieron por la mente de Horn como las imágenes entrecortadas de una película mal montada.

Sykes inerte en el suelo, el rojo húmedo de su nuca, una astilla de cráneo curiosamente limpia de sangre, con pelo pegado, encima de su hombro. El grito ahogado de Clea, seguido instantes después por el gemido de sorpresa y desesperación de Fairbrass. Otro chasquido, y casi al mismo tiempo el impacto sordo de una bala incrustándose en el sofá cerca del hombro de Clea. La cara de ella lívida de miedo. El peso del Colt cuando Horn lo cogió de la mesita, el golpe de revés que mandó volando la lámpara al suelo, haciendo añicos la bombilla, el cuarto sumido ahora en la oscuridad.

Un francotirador con un rifle, pensó.

—Que nadie se mueva. —Se tiró al suelo, agarró a Sykes por la manga y arrastró el pesado cuerpo adentro de la habitación. Luego rodeó el cuerpo a gatas y cerró la puerta delantera—. Vamos todos detrás del sofá. —Se unió a ellos, todos acurrucados, escuchando su propia respiración acelerada.

—Santo Dios, Dewey —la voz de Fairbrass era una cuerda tensada al máximo—. Lo han matado. ¿Qué hacemos?

—Dadme un minuto.

Piensa. Sykes había dicho dos o tres hombres. Al menos uno tenía un rifle y era buen tirador. Probablemente estén en la carretera, viniendo hacia aquí. No tardarían mucho en apostarse alrededor de la cabaña para asegurarse de que nadie saliera de ella, antes de decidir lo que hacer. Podían tomarse su tiempo, ya que nadie vivía lo suficientemente cerca como para intervenir. Los disparos en la noche en el lado salvaje del cañón podían ser de alguien cazando mapaches o comadrejas. Sykes lo había expresado muy bien. No me gusta esta situación. Tenían que salir.

Rodeó el sofá y arrastró la mano por el suelo, buscando la caja de balas. No encontró más que el auricular del teléfono, y se dio cuenta de que éste se había estrellado contra el suelo junto con la lámpara. Cuando se lo llevó al oído, no escuchó nada. Avanzo hasta la puerta, desde la que escuchó atentamente durante unos segundos. Arrodillándose, palpó por debajo del cuerpo de Sykes hasta encontrar su pistola dentro de una funda en su cadera derecha. Al tacto parecía una 38 de cañón corto, una pistola de policía de paisano. A pesar de no conocer el arma, logró abrir a tientas el cilindro y confirmar que estaba cargada. Al volver detrás del sofá, le puso la pistola en la mano a Fairbrass.

—Coja esto —le dijo.

—No he usado nunca una pistola. Sólo un rifle del 22, cuando...

—Me da igual. Hay que apuntar y tirar del gatillo. Use las dos manos si le resulta más fácil. Apunte un poquito por debajo. Apriete con fuerza del gatillo, pero sin dar tirones. Es así de sencillo.

—Tú puedes hacerlo —le dijo Clea.

—De acuerdo.

—Ahora vamos a salir por detrás —les dijo Horn—, antes de que tengan ocasión de rodearnos. Seguidme, lo más agachados que podáis. —Esperaba que no se notara la tensión en su voz.

Con las manos extendidas en la oscuridad, avanzaron hasta la parte trasera de la cabaña, donde una ventana sucia y solitaria daba a la pendiente posterior. Horn la abrió con esfuerzo, se metió el Colt en el cinturón, trepó a través del hueco y se dejó caer sobre la tierra mullida. Después ayudó a los otros, primero a Clea.

La mole del Packard les cerraba el paso. Metiendo la mano por la ventana, Horn buscó a tientas la llave, sin encontrarla. Sin duda estarían en el bolsillo de Sykes. Acordándose de que no había cerrado con llave la verja, durante unos instantes se planteó meter a todos en el coche, hacer un puente para arrancar el motor, agacharse bien y arriesgarse a pasar delante de sus perseguidores y bajar hasta la carretera del cañón. Pero no disponía del tiempo suficiente ni las herramientas adecuadas. Así pues, hizo que los otros dos le siguieran alrededor del coche hasta el camino, que serpenteaba colina arriba.

—En fila india —dijo en voz baja—. Sin hablar.

Los primeros cinco minutos fueron difíciles, ya que apenas había luz entre los árboles. Horn conocía el camino, pero de cuando en cuando los otros dos se salían de él y tenían que desembarazarse de las ramas que les daban en la cara. A mitad de la pendiente, hizo un alto para escuchar. Al principio no se oía nada. Luego, a lo lejos, oyó a alguien gritar en las inmediaciones de la cabaña. Le respondió otra voz. No sabía cuántos eran, pero sabía que acabarían dándose cuenta de que la cabaña estaba vacía y empezarían a subir por la pendiente. Indicó a los otros que siguieran avanzando detrás de él.

Al cabo de unos minutos llegaron a la meseta, y ahora avanzaban por la hierba que había segado con la guadaña tan solo unos días atrás. Se distinguían las siluetas pálidas e informes de lo que quedaba de la finca de Ricardo Aguilar: la gran casona, los edificios anexos, la piscina y el campo de tenis.

Cuervo Loco podía hacer bien poco por ellos, concluyó Horn. Esperaba que, cuando llegara su amigo, supiera evaluar la situación y tuviera el buen sentido de no meterse y llamar a la policía. Su única esperanza, razonó, estaba en seguir subiendo y llegar cuanto antes al sendero que discurría de norte a sur por la cresta de la pared este del cañón, tomándolo en dirección sur hacia el mar. Al cabo de media milla llegarían a otras casas, algunas con teléfonos, y podrían pedir ayuda por si mismos.

Rodeando las ruinas de la casona, les condujo hasta donde el terreno empezaba a bajar ligeramente, y allí encontraron el camino y giraron a la izquierda. Pronto volvieron a cerrarse los árboles. Detrás de él, Horn oía jadear a Fairbrass.

—Vamos bien —le susurró Clea al oído, pero su voz también sonaba angustiada.

De repente Horn oyó algo.

—Shhh —dijo. Pasaron unos segundos, y ahí estaba otra vez, delante de ellos, una voz llamando. Sonaba a menos de cien metros. La respuesta no tardó en llegar. Sonaba más tenue y venía de detrás y a su izquierda. Por último, otra voz respondió desde aún más lejos. Horn fue incapaz de situarla.

Estaban rodeados. Uno de los hombres había subido rápidamente a oscuras a través de la maleza al sur del camino para atajar una posible huida. Eran tres, y se habían desplegado, acometiendo la tarea de forma inteligente y metódica.

—Tenemos que volver —dijo Horn en voz baja.

—Oh, no —dijo Fairbrass, desesperado.

—Vamos. —Avanzando aún más deprisa, se encaminaron de nuevo hacia la finca. Sus tres perseguidores les estaban estrechando el cerco. A Horn no se le ocurría otra cosa más que ponerse a cubierto. Quizá pudieran escudarse en la oscuridad hasta que acudieran en su ayuda, pensó esperanzado. Pero sabía que no sería así. Los tres hombres que acechaban en la oscuridad les encontrarían.

Mientras atravesaban lo que fuera en tiempos el extenso césped delantero de Aguilar, trazó rápidamente un plan.

—Por aquí —dijo—. Mucho cuidado. —Se encaramaron por encima del muro roto, a la altura de la cintura, que marcaba la fachada de la casa principal, y después se abrieron paso entre un amasijo de cascotes, tejas partidas y vigas calcinadas que eran lo único que quedaba de la mansión. De sus exploraciones a la luz del día, Horn conocía la forma y disposición aproximada del edificio. Se encontraban ahora en el salón, que contenía las ruinas de una antigua chimenea de piedra. El olor a ceniza le indicó que los vagabundos y otros visitantes ocasionales seguían haciendo fuego allí. A la izquierda habría estado el pasillo que daba al comedor y la cocina. A la mitad de lo que quedaba del pasillo, avanzando a tientas, les hizo parar.

—Aquí.

El fuego había quemado la puerta, dejando tan solo el marco desnudo de obra, y detrás un agujero negro parcialmente obstruido por madera calcinada y otros escombros. Horn apartó los trozos más grandes de piedra y madera, luego descendió cautelosamente al agujero e hizo un ademán a los otros de que le siguieran. Bajaron una docena de escalones de piedra hasta el fondo, y se quedaron allí, respirando el aire más fresco.

Estaban en la bodega de piedra de Aguilar, que había sobrevivido relativamente indemne a los estragos del incendio. Naturalmente, otros la habían descubierto antes que él, y el vino había desaparecido hace tiempo. Algunas botellas se las habían llevado, y otras las habían hecho añicos por puro vandalismo. Se respiraba un intenso olor acre. La oscuridad allí abajo era total, pero Horn había entrado una vez con una linterna y conocía las dimensiones de aquel espacio.

—Cuidado con los cristales rotos —dijo. Avanzando a tientas, como ciegos, les condujo hasta uno de los rincones, donde les hizo acurrucarse bajo una estantería disparatadamente inclinada—. Quedaos aquí sin hacer ruido y no os pasará nada —les dijo con más confianza de la que sentía—. Yo voy a subir a echar una ojeada.

—¿Sabe usted quiénes son? —le preguntó Fairbrass en voz ronca.

—Pues evidentemente les ha enviado su amigo Vinnie —dijo Horn—. En cuanto a si sé cómo se llaman, estoy bastante seguro de conocer a uno de ellos. Supongo que sabía que me volvería a cruzar con él tarde o temprano.

Alargó la mano buscando a Clea y se encontró con la mano de Fairbrass, que buscaba la suya como pidiéndole que le tranquilizara. Torpemente, apretó la mano del otro, luego encontró a Clea en la oscuridad. Le acarició la mejilla unos segundos, sintiendo su calor, luego la oyó hablar.

—Ten cuidado.

Fuera, escudriñó a su alrededor, intentando recordar la disposición de las ruinas, buscando un sitio en el que ponerse a cubierto. Recordó algo y avanzó hacia el noroeste unas decenas de metros hasta encontrarlo. Era el punto en el que antes se levantaba una de las casas para invitados de Aguilar. Ahora lo único que quedaba era parte de los cimientos de las paredes exteriores. La esquina más próxima formaba una V a la altura de la cintura. El vértice apuntaba hacia la casa grande, y uno de los dos brazos, cada uno de unos dos metros de largo, le ponía a cubierto del hombre que estaría acercándose en aquellos momentos, subiendo por el sendero desde el sur. Esto tendría que valer. Se agachó detrás de la pared e intentó ponerse cómodo.

Todavía no había despuntado el alba, y la luna joven, que ahora se aproximaba al horizonte, era demasiado delgada para dar mucha luz, pero el cielo tenía una capa de neblina que reflejaba las luces lejanas de la ciudad, proyectando una tenue iluminación sobre el terreno. Los objetos pálidos, especialmente el mármol resquebrajado y los restos de granito desperdigados por doquier, parecían refulgir. Los trozos que estaban boca arriba o contrapeados le parecían lápidas en un descuidado cementerio.

Se miró al brazo y, al observar que la manga blanca de su camisa emitía el mismo brillo que las piedras, se maldijo por no haberlo tenido en cuenta antes. Se quitó la camisa, después la camiseta, y las enrolló formando un bulto prieto. Cuidadosamente, apoyó el Colt ladeado encima de la pared, con el cañón mirando hacia fuera, e intentó pensar en cualquier cosa que no fuera en que iba a morir.

La pistola que conquistó el oeste, musitó, contemplando el Colt. Espero que ésta me valga para un único trabajo aquí en la Villa Aguilar. Dicen que Wyatt Earp usó una de éstas en el O.K. Corral. ¿Le resultaría difícil sujetarla con mano firme?

Se puso a escuchar, aguzando el oído para intentar distinguir cualquier sonido procedente del camino. No oía nada más que los grillos y alguna que otra voz en su cabeza."

¿Qué estás haciendo, John Roy?

¿A ti qué diablos te importa? Estás muerto. Pero ya que lo preguntas, estoy escuchando a ver si viene un tipo que quiere dejarme tan muerto como lo estás tú.

Creo que viene de camino. Y otros también.

Ya lo sé. Ahora mismo estoy ocupado, Scotty.

Sólo intentaba ayudar. ¿Sabes? Esto me recuerda al gran tiroteo en el último carrete, cuando tú siempre...

Maldita sea.

Perdona. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Horn notó que la sensación se iba haciendo más intensa, como en aquel duro invierno italiano, entre las rocas y el hielo. Como entonces, empezó en el fondo del estómago, extendiéndose por los brazos y piernas, convirtiendo el músculo en gelatina. Su mano derecha empezó a temblar casi imperceptiblemente.

Venía alguien para matarle. Se sentó en el suelo y se inclinó hacia delante, abrazándose las rodillas, intentando estrangular la sensación hasta matarla. Pero sabía que había echado raíces y que no haría más que crecer, acelerando su respiración y sus latidos y paralizando sus extremidades. El miedo había vuelto, como un viejo enemigo al que había intentado olvidar pero que nunca le había olvidado.

¿Scotty?

¿Qué?

¿Sentiste miedo al morirte?

No te haces idea de cuánto. Pero no vale hacer esa pregunta. Es difícil ser valiente cuando de repente te das cuenta de que estas cayéndote desde una ventana, ¿sabes lo que te digo? Mejor hablamos de ti, vaquero. Si hay alguien que sabe lo que es ser fuerte, callado y heroico, ése eres tú.

Eso no cuenta. Sólo estaba interpretando un personaje.

Estuviste en la guerra. Incluso mataste a unos cuantos alemanes.

Tampoco cuenta, y ya te he dicho por qué. En tu entierro, ¿te acuerdas?

Vale, pues piénsalo de esta manera: si no eres capaz de hacerle frente a esos tipos, acabarás tan muerto como yo.

Sólo estás consiguiendo que me sienta peor.

¿Y qué me dices de Clea?

¿Qué quieres decir?

Si no eres capaz de mantenerte firme y hacer lo que tienes que hacer, ¿qué crees que le va a pasar a ella?

Los ojos de Horn escrutaban el límite de los árboles mientras pensaba en las palabras de Scotty. ¿O eran las suyas? Curioso, también oía la voz de Clea. Estoy cansada de tener miedo. Esto se acabó. La vio bajo el árbol de navidad el año en que se convirtió en su padre. La vio montada en Raincloud aquella primera vez, y en el caballo del tiovivo. La vio intentando llegar a la anilla, su rostro contorsionado con el gesto de concentración de una niña pequeña.

La vio muerta.

Cambio de postura sobre la tierra, arrodillándose hacia delante, apoyado sobre la piedra rota. Algo se aflojó en su interior, algo empezó a calentar los músculos que se habían sentido tan helados, algo afirmó las manos que se apoyaban ahora en el muro.

No la vería muerta.

El miedo no había desaparecido, pero había retrocedido, convirtiéndose en un pequeño bulto. Permanecía agazapado ahí abajo, en alguna parte de su estómago, esperando al día en que pudiera regresar. Maravillado, flexionó los dedos de las manos. No los sintió paralizados, sino fuertes.

Horn se dio cuenta de que las formas habían cobrado mayor definición. Los pilares irregulares de hormigón resquebrajado se veían más nítidamente, y al llevar la mirada hacia la izquierda, el cielo se veía ligeramente pálido sobre la silueta de la casona y, más allá, se veía el borde este del cañón. Despuntaba el alba.

Al volver con la mirada hacia la meseta, distinguió un movimiento allá donde el camino salía de entre los árboles, a unos cien metros. Era uno de los hombres. Llevaba una pistola, no un rifle, y entraba lentamente en el claro, agazapado. Su camisa blanca era una mancha pálida bajo la luz tenue.

Puede que sean tipos eficaces y peligrosos, pensó Horn satisfecho, pero son chicos de ciudad, y no han perseguido a nadie de noche en medio del bosque.

No lo olvides. Una pistola de acción simple hay que amartillarla para que pueda disparar. Requiere más tiempo, pero ése es el precio que has de pagar por tener una pistola auténtica en tu película. No me importaría tener ahora mi viejo rifle M-1 aquí conmigo.

Tiró lentamente del martillo del Colt hasta oír el clic, después apuntó, alineando el largo cañón con su blanco y esperó. El hombre había salido del camino hacia la hierba alta y no se aproximaba en línea recta, sino ligeramente en diagonal hacia la derecha. Siguiendo aquella dirección acabaría en otra de las ruinas de lo que eran las casas de invitados, donde Horn le perdería de vista. Antes de que eso sucediera, pensó Horn, el hombre se acercaría a unos veinte o treinta metros de él. No lo suficientemente cerca para garantizar buenos resultados con una pistola, pero tendría que valer.

Esperó. El hombre se aproximaba a las ruinas, girando la cabeza de un lado a otro, moviéndose ahora con mayor soltura. En vez del andar cauteloso de un cazador, avanzaba casi con arrogancia, con los brazos sueltos a los costados. Tenía algo que a Horn le resultaba familiar, pero no tuvo tiempo de pensar en lo que era. En el último momento, justo antes de que la forma desapareciera, Horn apretó el gatillo.

En el silencio, el disparo sonó como una explosión. El Colt le retrocedió en la mano, más que cuando estaba cargado con balas de fogueo, y se reprendió a si mismo por no haberlo tenido en cuenta. Al ver a la figura tirarse al suelo, Horn supo que había fallado. La respuesta no tardó en llegar. Horn vio el fogonazo del cañón justo antes de cerrar los ojos y agacharse detrás del muro.

Pasaron unos pocos segundos, y Horn se asomó por encima del borde irregular del muro, volviendo a armar su pistola. Al principio no distinguió nada, luego vio un bulto blanco en la hierba, donde el hombre se había tirado al suelo. Apuntó, pero antes de que pudiera disparar, el hombre se levantó de un salto y corrió hacia el montón de escombros más cercano, poniéndose a cubierto tras él. Transcurrieron varios segundos más. De repente, salió un disparo desde los escombros, y Horn oyó la bala alojarse en la pared. Sabe dónde estoy.

Jadeando detrás de la pared, Horn se preguntaba cómo podría hacer salir al hombre. Se asomó con cuidado por encima del muro, escudriñando el montón de escombros, pero no apreció ningún movimiento. No quiero malgastar balas, pero necesito hacer que se mueva. Apuntó a la pila de cascotes más grande y disparó, contemplando cómo la bala levantaba esquirlas y rebotaba con un zumbido agudo. Pero no se movió nada.

De repente otro disparo, esta vez desde un punto veinte metros a la derecha, y Horn volvió a agacharse. Hijo de puta. Se mueve cada vez que dispara. A lo mejor así va a ser más fácil darle.

Tanteó por el suelo hasta encontrar un palo de unos treinta centímetros. Metió un extremo en el hatillo de su camisa y camiseta y, con la mano izquierda, lo movió lentamente por encima del muro. No transcurrieron muchos segundos antes de que se oyera una nueva detonación. Falló, y esta vez Horn se obligó a mantener la cabeza alta, barriendo la zona con la mirada. Ahí estaba el hombre, avanzando a grandes zancadas desde un trozo de piedra hacia las ruinas de la casa de invitados a la que se dirigía cuando Horn le disparó por primera vez. Horn disparó apresuradamente, supo que había fallado e, intentando adelantarse a la figura que corría, volvió a apretar el gatillo.

Oyó un grito. El hombre había caído.

—Maldita sea —oyó a una voz aguda a lo lejos—, me ha dado.

Horn se puso en pie y vio al hombre retorciéndose en la hierba. Ahora sabía quién era. Dominic, el sobrino de Bonsigniore, el listillo al que no dejaban sentarse con los mayores pero al que sí enviaban a matar.

—Mierda —gimió el muchacho—. ¡Gabe, me han dado!

Eso es, Gabe, pensó Horn. Ven a buscar a tu niño. Ven para acá y deja que te...

Justo antes de oír la detonación del rifle, sintió la bala pasar zumbando junto a su oreja, tan cerca que sintió moverse el aire. Mientras se agachaba instintivamente detrás del muro, se dio cuenta, horrorizado, de que el disparo había venido de detrás. Se giró sobre sus rodillas justo a tiempo para ver la silueta del hombre con el rifle contra el cielo cada vez más claro, encima de un montón de escombros a sólo veinte metros de él, apuntándole. La segunda bala se hundió en la tierra entre las rodillas de Horn. Por acto reflejo, presa casi del pánico, levantó el Colt, pero había olvidado armar su pistola de acción simple, y perdió una fracción de segundo antes de poder responder con otro disparo, sin apenas tiempo para apuntar. Se echó hacia atrás, encajonándose en la V de hormigón, sabiendo que no tenía adónde escapar.

El tercer tiro hizo un agujero en el muro a escasos centímetros de su cara, haciéndole daño en la mejilla y llenando el aire con un olor a arena y polvo. Horn volvió a disparar, sabiendo que era un tiro a boleo, pero intentando desesperadamente desviar la puntería del otro. Y entonces, tan claramente como si él y el tirador estuvieran en la misma habitación, oyó al otro meter la siguiente bala en la recámara. Apuntando más cuidadosamente esta vez, Horn apretó el gatillo, pero oyó el martillo golpear contra un cartucho gastado. Ya no le quedaban balas. Como a cámara lenta, vio al otro hombre levantar el arma, y se imaginó que podía mirar por dentro del cañón oscuro del rifle para ver el proyectil reluciente justo antes de que..

Cerró los ojos con fuerza, sintiéndose débil y estúpido, aunque sabía que ningún hombre quiere ver la bala que le quita la vida. Esperó. Un segundo, después dos.

Cuando abrió los ojos, algo había cambiado. La silueta recortada contra el cielo se había convertido en dos, ambas moviéndose violentamente. Luego desaparecieron de su vista, y Horn oyó una exhalación ronca y brutal, que se interrumpió nada más empezar. Después de eso, nada.

Volvió a ponerse en pie, avergonzado al sentir que las piernas le flaqueaban. Pero no tuvo tiempo de pensar en lo que había pasado, a causa del grito. Sonó a lo lejos detrás de él, y era la voz de Clea.