Capítulo 2
Normalmente Horn se habría ido derecho a casa a prepararse algo de cenar, pero con el dinero recién cobrado en el bolsillo le apetecía salir a comer fuera. Condujo hacia el centro, hasta el Cole's Buffet, en el sótano del edificio de Pacific Electric, en la Sexta Avenida. Bajando las escaleras desde la acera se entraba en un local fresco, tenuemente iluminado. El camarero le preparó un sándwich de carne asada con guarnición de ensaladilla y le sirvió una caña de cerveza. Horn se acomodó en una mesa en la parte de atrás.
Cole's era uno de los sitios donde aún se sentía a gusto. Esa clase de sitios parecía estar desapareciendo, como cuando se desvanecen lentamente las cosas en la pantalla y sabes que la película se ha acabado. Horn había pasado poco tiempo en la ciudad en los últimos años. Primero vino la guerra, y poco después la cárcel. Ahora había vuelto, pero de cuando en cuando le desazonaban ciertas pequeñas sorpresas, como descubrir un edificio nuevo donde antes hubo hierba y árboles, o un solar vacío donde antes estaba un hotel. Los Ángeles, la ciudad que le había acogido en su juventud, llena de sol y promesas, empezaba a presentarle una cara diferente, un poco como una novia que ha cambiado y ahora prefiere a otros hombres.
Mientras comía, sintió una mezcla de vergüenza y rabia. Vergüenza por el trabajo que hacía, rabia contra todos. Contra Buddy Taro por ser un imbécil, contra el niño por reconocerle. Rabia incluso contra el indio, uno de los pocos amigos que le quedaban, por ponerle en la situación de aceptar su caridad, por darle un trabajo que le hacía sentirse rebajado y mezquino. Pidió otra cerveza para limar el filo de su rabia. Tenía que tener cuidado con ese sentimiento. A veces la rabia podía acumularse y desencadenar la cólera. La cólera fue la causa de que se pasara dos años en Cold Creek.
La cerveza le hizo sentirse mejor, notó que algo en su interior se ablandaba. Al cabo de un rato se acercó hasta el teléfono público de la esquina, buscó el número de trabajo de Scott Bullard en la guía telefónica, y lo marcó.
—Scotty, soy John Ray.
—Qué tal, amigo. Gracias por llamar. Cuánto tiempo, ¿eh?
—Supongo que sí. Siento lo de tu padre.
—Gracias. Por lo menos fue rápido, un ataque al corazón. Al viejo no le habría gustado eternizarse con una larga enfermedad. Me lo dijo, cuando todavía nos hablábamos. —Aunque Scotty hablaba deprisa, como siempre, con las palabras tropezándose unas con otras, se le oía cansado y ausente—. Es casi como si hubiera elegido la forma de marcharse. Igual que organizaba todo lo demás.
—Supongo —dijo Horn—. ¿Querías algo?
—Mira, yo... —Scotty se quedó a media frase, sin saber cómo continuar, algo raro en él—. Sí, necesito hablar contigo. ¿Dónde estás ahora mismo?
—En Cole's. Ya voy por la segunda cerveza.
—¿Te importa si voy para allá y te intento alcanzar?
* * *
Horn bebió despacio, haciendo durar la segunda caña mientras esperaba. El local se iba animando a medida que los edificios de oficinas de la zona se iban vaciando hasta el día siguiente, y se quedó contemplando absorto a los empleados de la barra cortar la carne asada, mojar el pan en la salsa y deslizar los sándwiches sobre el mostrador hacia los clientes. Está bien tener un oficio útil, pensó. Viene uno hambriento del trabajo, con el cuello de la camisa empapado de sudor, y este tipo te sirve un jugoso sándwich acompañado de pepinillos al eneldo y una jarra de cerveza fría para bajarlo. Ese sí que es un servicio que se agradece. Yo en cambio le quito a la gente el dinero de la compra.
Se puso a pensar en Scotty, intentando centrarse en los buenos tiempos. Años atrás, los dos habían ido forjando una sólida amistad. Cada uno tenía algo que ofrecer al otro. Horn había mostrado al otro los ritmos más pausados de un rancho y le había invitado a los decorados cuando se rodaba alguna de sus películas del oeste. Le enseñó a manejar un rifle y le llevó unas cuantas veces a cazar coyotes en la sierra de San Gabriel. Por su parte, Scotty, como hijo de uno de los mayores promotores inmobiliarios de Los Ángeles, había enseñado a Horn a disfrutar de la irresponsabilidad. ¡Menudas juergas se corrían los dos jóvenes con el dinero de Bullard padre!
Indura después de que Horn se casara con Iris, a ella nunca parecía importarle que él y Scotty le fueran a algún sitio. Había trabajado para la empresa de Bullard como secretaria y conocía a la familia —de hecho fue Scotty quien le presentó a Horn— y, como casi todo el mundo, parecía disfrutar genuinamente de la compañía de Scotty. Ella y Horn a veces salían juntos con Scotty y su novia del momento, que podía ser una auxiliar administrativa en la empresa familiar, una modelo de unos grandes almacenes, o una actriz debutante recién llegada de la costa este. Scotty no hacía distingos en lo que a mujeres se refería. Le gustaban todas, y ellas le devolvían el cariño.
Cuando Horn empezó su condena de dos años y Scotty dejó de comunicarse con él después de un par de cartas, Horn asumió la pérdida, a su pesar, consolándose con que era la clase de amigo que no le interesaba. Luego llegó la carta de Iris, y tuvo que asumir una nueva pérdida...
Se abrió la puerta de la calle y Scotty entró con su habitual elegancia de movimientos. Saludó con la mano a un conocido en la barra, dio una palmada en la espalda a otro, luego miró a su alrededor, divisó a Horn y se acercó a él.
—John Ray Horn —dijo con fingida seriedad, tendiéndole la mano al tiempo que se sentaba.
—El señor Scott Bullard —respondió Horn, dándole la suya.
Scotty estaba igual que siempre. Complexión liviana, facciones definidas, pelo entre rubio y pelirrojo formando una pronunciada cuña desde el centro de la frente. Su perenne media sonrisa seguía ahí, sólo que ahora parecía tensa. Llevaba un traje de verano gris bien cortado, lo que parecía indicar que venía directamente de la empresa familiar. La única diferencia que notó Horn eran las profundas ojeras en el rostro de Scotty. Supongo que así les afecta a algunos la pérdida de un padre, pensó Horn. Me pregunto cómo me afectará a mí.
—¿Estás bien? —preguntó Scotty, mirándole atentamente, reparando en su ropa, el pelo ligeramente alborotado, la barba de un día, el aspecto general de un hombre que había dejado de dar importancia a la buena presencia—. Me han dicho que ahora trabajas con Joseph.
—Más bien trabajo para él —masculló Horn—. No es gran cosa, pero no encontré muchos trabajos de alto nivel esperándome cuando llegué. ¿Quieres una cerveza?
—Luego, quizá. ¿Y en los estudios?
—¿Tú qué crees? —dijo Horn, riendo.
—¿No probaste en otro estudio?
Horn cambió de postura en la silla, impaciente.
—Estoy fichado como delincuente. Estoy, como se dice, en la lista negra. Para el caso podría ser un puto rojo, o algo así.
—Lo siento —dijo Scotty—. Mira...
—Oye Bullard, si me vas a ofrecer un trabajo, no te molestes. Además, es un poco tarde, ¿sabes lo que quiero decir?
Él hizo un gesto de asentimiento, agachando la cabeza hacia la mesa.
—Así que supongo que ahora eres el mandamás en Promociones Bullard —dijo Horn.
Scotty movió negativamente la cabeza.
—El viejo era demasiado listo para eso. Sabía que yo no era la persona adecuada para llevar el timón de la empresa. Así que para asegurarse de que no me cargaba todo lo que se había dedicado a construir en su vida —su tono se elevó dramáticamente, imitando la oratoria de Arthur Bullard—, estableció un fondo de fideicomiso a mi nombre. Mi querida mamá y el consejo de administración van a dirigir la empresa, lo cual a mí me parece perfecto —se reclinó contra el respaldo de la silla y se desabotonó la chaqueta del traje—. Creo que le defraudé desde el día en que asomé la cabeza al mundo. Aunque yo quería que él estuviera orgulloso de mí, nunca quise meterme en su negocio. Él piensa que nunca me ha interesado otra cosa que gastarme su dinero.
—Bueno —dijo Horn— eso es algo que se te daba excepcionalmente bien.
—Desde luego que sí —rió Scotty—. Pienso que él albergaba la secreta esperanza de que algún día yo maduraría, me pondría a trabajar en serio en la oficina, me casaría y le daría un montón de nietos para perpetuar la dinastía. Pero todo eso nunca llegó a suceder. Y luego cuando llegó la guerra y me declararon no apto para el servicio, creo que eso ya fue la puntilla. No sólo le había defraudado en todos los demás aspectos, sino que además no era lo suficientemente bueno para morir por mi país.
—No fue culpa tuya que no te declararan apto —dijo Horn.
—Eso no le entró en la cabeza —respondió Scotty, sacudiendo la cabeza—. Te vi a ti y a muchos otros volver de la guerra, y me disteis envidia. Y cuando te negaste a hablar de lo que habías hecho, de alguna manera eso me hizo sentir aún peor.
Horn le observó con inquietud. Después de que Scotty se hubo sentado, la poca energía que le restaba desde el entierro de su padre parecía estar abandonándole, y su voz y sus gestos se hacían cada vez más lentos. Scotty siempre había sido capaz de volcarse por completo en todas las cosas: un coche nuevo, una chica nueva, incluso una conversación. Era una de las razones por las que solía caer bien a la gente. Pero en esta conversación se le notaba como ausente. Suspiraba, su mirada vagaba por la habitación, sin apenas cruzarse con la de Horn.
—No teníamos mucho que decirnos el uno al otro estos últimos años —prosiguió Scotty—. Naturalmente representé bien mi papel, para que él pudiera contarle a sus amigos en el club que me estaba preparando para tomar las riendas algún día. Iba por las mañanas a la oficina, movía papeles durante unas horas, y me volvía a casa sin verle nunca... —Scotty se quedó mirando fijamente a Horn durante unos segundos—. Qué diablos, ya está bien de esto. ¿Has visto a Iris?
—No.
—¿Tampoco a Clea?
—No, no las he visto desde que entré en la cárcel.
—De eso hace casi tres años.
—Ya sé que fue hace tres años —dijo Horn, más alto de lo que habría querido—. Entré casado y salí divorciado. ¿Para qué tengo que ver a ninguna de ellas?
—Bueno, sé que Clea era una persona muy especial para ti... —Scotty dejó la frase a medias, con gesto azorado.
—Déjalo ya, ¿vale? —Horn se inclinó hacia delante, impaciente—. Venga, Bullard. Si no te vas a pedir una cerveza, por lo menos dime para que me querías ver.
Scotty asintió lentamente, como si hubiera estado esperando a que el otro pronunciara aquellas palabras.
—¿Podemos salir de aquí? Quiero enseñarte una cosa.
* * *
Horn se encontraba de pie frente a la ventana, mirando a la calle doce pisos más abajo. Bajo un cielo negro y sin nubes, la calle Spring era un hormiguero de faros de coches y movimientos apresurados de los últimos trabajadores saliendo de los edificios de oficinas hacia sus casas. Las amplias y pesadas ventanas estaban abiertas, y el aire del anochecer empezaba a refrescar la habitación. Scotty y él se encontraban en el despacho de Arthur Bullard en el último piso del Edificio Braly, cuyas últimas dos plantas estaban ocupadas por Promociones Bullard. Exceptuando alguna que otra mujer de la limpieza, la mayoría de los despachos estaban vacíos y con la luz apagada. La habitación en la que se encontraban estaba iluminada únicamente por una lámpara de mesa que estaba en una esquina del escritorio.
—Menuda vista, ¿eh? —oyó decir a Scotty detrás de él—. Mi despacho está al otro lado, mirando al este, hacia los terrenos del ferrocarril. —Scotty le tocó suavemente con el codo y le tendió un vaso. Horn supuso que contenía el whisky escocés favorito de Bullard padre, lo cual confirmó nada más aproximar la nariz al vaso, y sorbió con delectación.
—Pero también me gustan las vistas que tengo yo —prosiguió Scotty—. ¿Sabías que éste fue el primer rascacielos de por aquí? Y sigue siendo bastante impresionante, qué carajo.
Aunque Horn había ido a ver a Iris al trabajo unas cuantas veces antes de que se casaran, nunca había estado en aquel despacho. Aquel lugar, con sus paredes forradas de madera noble y mullidos asientos de cuero, era una clara manifestación del poder de su ocupante. Dio la vuelta al gran escritorio de madera de roble para mirar de cerca una hilera de fotos enmarcadas en la pared, entrecerrando los ojos para intentar identificar, bajo la tenue iluminación, las personas que figuraban en ellas. Vio al padre de Scotty de pie junto al alcalde, el arzobispo, el gobernador, algún que otro jefe de un estudio de cine, y grupos de amigos de cacería o esquiando. A pesar del escaso interés de Horn por el mundo de los negocios o de la política, reconoció a alguno de los hombres conocidos como los oligarcas de Los Ángeles. Eran los grandes hombres de negocios que, a principios de siglo, habían intuido la futura pujanza de la ciudad y, por métodos tanto legales como cuestionables, habían acumulado una cantidad suficiente de las piezas del tablero —petróleo, ferrocarril, agua, propiedades inmobiliarias— para asegurar sus fortunas. Arthur Bullard había sido uno de los últimos oligarcas supervivientes, y ahora también él había desaparecido.
Scotty se sentó en el antiguo sillón de su padre y, con un gesto de la mano, invitó a Horn a sentarse al otro lado del escritorio.
—¿Qué tal la vista desde la mesa del jefe? —le preguntó Horn.
—Bastante impresionante. Pero no pretendo acostumbrarme a ella. ¿Dónde vives ahora?
Horn le explicó dónde vivía y cómo llegar a su casa, anotando el número de teléfono en un bloc de notas con el membrete de Arthur Bullard.
—Bueno... —Scotty carraspeó, con un gesto de cierta incomodidad—. Supongo que debería haberte escrito más. A lo mejor tenía que haber ido a verte unas cuantas veces.
—Seguramente tenías cosas más importantes que hacer.
—No estoy tan seguro de eso. ¿Te las arreglaste bien?
—Sí, hombre. Hice unos cuantos amigos e intenté no hacerme demasiados enemigos, aunque eso no es fácil en un sitio así. Mantuve la cabeza agachada y la nariz limpia, ya sabes. Incluso aprendí un oficio, trabajando el cuero y el metal. Este cinturón que llevo puesto lo hice yo. Empecé con una silla de montar, pero no me dio tiempo a acabarla.
Scotty parecía ausente.
—Quizá esto no sea una razón suficiente —dijo—. Pero oí decir a algunos que realmente intentaste matar al tipo ese.
—Puede ser.
—Y también oí decir a otros que quizá se lo merecía —prosiguió Scotty con una sonrisa compungida—. Está bien, te voy a decir la verdad. Mi padre tenía ciertas opiniones acerca de ti. Te puedes imaginar cuáles eran. Yo intentaba evitar ser el niño bonito de mi papá en la mayoría de los casos, pero en éste supongo que le hice caso. Decía que te habías vuelto loco y que eras peligroso. Reconozco que me dabas un poco de miedo, miedo del hombre en que se había convertido mi viejo amigo. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—No.
—Ya imagino que no, pero ésa es la razón por la que no tuviste noticias mías después de esas dos primeras cartas. Me siento mal por ello. Si sientes algún rencor hacia mí, dame un puñetazo ahora y quedemos en paz. —Scotty bajó los ojos hacia la manaza derecha de Horn que sujetaba el vaso, con los nudillos blancos de viejas cicatrices—. Quizá no sea tan buena idea. Mejor me insultas un poco.
Horn contuvo las ganas de reír. Aunque no se había liberado de su resentimiento, no era fácil sentir antipatía hacia Scotty durante mucho tiempo. Aún así, había una cosa, enterrada muy profundamente, que necesitaba sacar a la luz.
—Durante un tiempo, mientras estaba ahí dentro, me estuve preguntando —dijo—. Cuando dejé de tener noticias tuyas, y luego Iris me dijo que se divorciaba de mí...
—¿Pensaste que le estaba tirando los tejos a tu mujer? —preguntó Scotty con asombro.
—En aquel momento me pareció que tenía sentido — Horn se encogió de hombros.
—Pues es una locura. Es una chica estupenda, y siempre me pareció atractiva. Pero qué diablos, John Ray, si fui yo el que te la presenté. Ella nunca habría ido en serio conmigo. Yo estaba bien para divertirse un rato, nada más. Además, se ha vuelto a casar.
—¿Sabes algo de él? —preguntó Horn con tono indiferente.
—Algo. Ya sabes que nunca digo que no a una invitación. Así que seguramente haya estado en la fiesta en la que se conocieron. Al menos es así como lo recuerdo a través de una nebulosa de alcohol. Además, creo que estuvieron los dos en el entierro del viejo el otro día, aunque había tanta gente... Hace mucho que no hablo con ella. Creo que él es empresario o algo así. Hace unos meses salió una foto suya en las páginas de sociedad, algún evento. Tiene pinta de buena persona. —Miró rápidamente de reojo a Horn—. Por lo que parece ella se ha buscado un buen partido.
—Pues me alegro por ella —replicó Horn, intentando sentir lo que decía—. Dicen que a la tercera va la vencida. —El tema le estaba haciendo sentirse incómodo y se preguntaba qué era lo que hacía en el despacho de un hombre muerto—. ¿Es esto lo que querías enseñarme? —preguntó, señalando la habitación a su alrededor.
Algo hizo ensombrecerse el rostro de Scotty.
—No —dijo éste—. Hay algo más. Cuando murió el viejo, mi madre y yo revisamos todas sus cosas, todos sus papeles. Era un hombre organizado, como podrás imaginarte. Abrimos sus cajas de seguridad y encontramos un montón de cosas relacionadas con el negocio. Incluso un fajo de antiguas cartas que le había escrito ella, y mi madre se alegró de que se hubiera molestado en guardarlas. Hay quienes dicen que él no tenía conciencia. En los negocios podía ser implacable, pero mi madre me dijo que simplemente no conocían al verdadero Arthur, el hombre que conservaba las antiguas cartas de su mujer.
Scotty hizo una pausa, y Horn simplemente asintió con la cabeza, a la espera de que continuara.
—Sabíamos que había hecho un testamento —prosiguió Scotty—, pero no apareció en las cajas de seguridad, así que vinimos aquí a mirar en su mesa. Solía dejar los cajones cerrados con llave, pero teníamos todas las llaves de su llavero. Y al final apareció el testamento en el fondo del cajón de abajo.
Scotty se acabó su whisky de un trago.
—Había algo más en aquel cajón —dijo, alargando la mano hacia abajo—, esto. —Dio la vuelta a una llave en una cerradura, abrió un cajón, sacó un sobre marrón y lo dejó sobre la mesa—. Miré lo que había dentro y le dije a mi madre que no eran más que detalles de algún negocio, nada de lo que tuviera que preocuparse. —Rehuyendo la mirada de Hora, le dijo en voz queda—: Ahora quiero que tú lo veas.
Era un sobre de unos veinticinco por treinta centímetros, con el logotipo de Promociones Bullard, sin ninguna otra marca por fuera. Horn lo cogió, abrió el cierre y dejó que su contenido se deslizara sobre la mesa. Era un paquete de fotos unidas por una goma. Quitó la goma y las extendió encima del escritorio. Quince fotos, sobadas y con las esquinas dobladas por las manos de Arthur Bullard. Horn reconoció al instante las fotos. No porque las hubiera visto antes, sino porque había visto muchas iguales. La primera vez que las vio fue en las fiestas de un pueblo, cuando un primo suyo se lo llevó detrás de un puesto y le enseñó una foto en tonos sepia que había comprado en una calle de Saint Louis, en la que se veía a una mujer tumbada en un sofá, desnuda, con los muslos abiertos.
—He visto unas cuantas fotos guairas en mi vida —dijo Horn, cogiendo su vaso—. Uno de los de mi batallón en Italia tenía un montón de ellas. Decía que eran todas de su novia, y que si no volvía con vida a Nueva Jersey, quería que las enterráramos con él.
—No creo que fueran como éstas — dijo Scotty.
—¿Hmm? —Horn volvió a ojearlas. Las fotos, como todas las que había visto antes, emanaban una energía siniestra: eran furtivas, descaradas y prohibidas, todo a un mismo tiempo. Hombres y mujeres, haciendo cosas que pocas cámaras registraban jamás. Las mujeres estaban todas desnudas, los hombres tapados de alguna manera, con pesadas batas, abiertas por delante. Sus rostros estaban enmascarados. Los ojos de Horn recorrieron aquellos detalles en los que era inevitable reparar, los órganos masculinos en erección, manos sobonas, piernas abiertas en posturas forzadas, manos abiertas, cuerpos unidos. De repente se inclinó hacia delante, parpadeando. Había bebido demasiado, o algo raro pasaba. Esparció las fotos restantes sobre la mesa y se quedó mirándolas fijamente.
En las fotos no salían mujeres. Sólo niñas. Niñas pequeñas. La mayor de ellas, calculó, debía de tener quince o dieciséis años. Aparecían en los cuadros vivientes en los que figuraban el sexo y los hombres. Las más jóvenes solían salir posando solas, desnudas, remedando gestos seductores, en algunos casos tocándose con sus deditos en actitudes que aún no podían entender. Esas niñas eran muy jóvenes, tan jóvenes que prefería no intentar adivinar su edad.
Horn empujó su silla hacia atrás y se levantó.
—No sé para que te has tomando tantas molestias simplemente para enseñarme el álbum de fotos de tu viejo. Si quieres que te dé mi opinión, tenía una afición asquerosa. Quizá debiera haberle pedido a la familia que enterrara estas fotos junto con él en el cementerio de Forest Lawn.
—Espera —dijo Scotty—. Dame un minuto más. Sigue mirando.
Horn le miró fijamente, suspiró, luego se inclinó sobre la mesa, apoyándose con las manos.
—Veo a unos cuantos tipos que tendrían que estar en la cárcel y que no quieren que se les vea la cara —dijo, en tono aburrido—. Veo un puñado de niñas pequeñas que van a estar fastidiadas una buena temporada...
Alcanzó con la mano una de las fotos y la acercó a la luz de la lámpara de mesa. Después se sentó lentamente. Una niña pequeña, de no más de cuatro o cinco años, posaba junto al marco de una puerta, sonriendo a la cámara. Tenía el peso echado sobre una pierna, con la cadera hacia un lado y la otra pierna ligeramente flexionada. Con la mano derecha se sujetaba un pecho inexistente, acariciándose su diminuto pezón con el pulgar. La niña llevaba carmín y pintalabios, pero bajo esa grotesca máscara su sonrisa era plena y entusiasta, como si deseara complacer a quienquiera que fuera que manejaba la cámara.
Había sido la cara lo que le había hecho detenerse. Ya en esa niña tan pequeña, era capaz de reconocer esos rasgos. Conocía ese labio superior carnoso, el mentón definido, los ojos claros, separados entre sí. No la conocía entonces, pensó, trastornado, la conocí después.
Levantó la mirada y descubrió a Scotty mirándole fijamente.
—Tenía razón —dijo Scotty—. Es ella, ¿verdad?
Horn asintió con un lento movimiento de la cabeza, resistiéndose a pronunciar el nombre.
—Es Clea.