Capítulo 6

En las antiguas películas de Horn, dar caza a los malhechores sólo había presentado problemas de índole menor, que solían estribar en la búsqueda de una determinada marca a fuego en el flanco de un caballo, o una cartuchera con un repujado distintivo, o la herradura de un pony que dejaba una huella particular. Sierra Lane siempre daba con su hombre al cabo de unos pocos carretes de película. Horn, en cambio, no tenía ninguna formación como policía o detective. Pero después de un año cobrando deudas para el indio había aprendido alguna que otra cosa sobre cómo localizar a alguien.

Se puso en ruta temprano, nada más desayunar. Fue subiendo deliberadamente por la costa hasta Santa Bárbara, parando en cada motel, gasolinera, cafetería o tienda de regalos para preguntar por Clea. Se hacía pasar por un angustiado padre buscando a su pequeña. En parte era cierto, pero tenía que mentir diciendo que era su padre, y aunque ansiaba desesperadamente encontrarla, la mentira le salía con demasiada facilidad, y tenía la incómoda sensación de ser un actor leyendo el guión, urdiendo una historia para ganarse la compasión de la gente.

Se disculpaba ante la gente porque, decía, había olvidado traer una foto de ella. Pero les explicaba que era rubia, más bien alta para su edad, que tenía dieciséis años y que podría estar viajando con una amiga. No habiéndola visto en tres años, no quería ser demasiado específico respecto a su apariencia, la clase de ropa que le gustaba llevar o cómo llevaba el pelo. La mayoría de las camareras y recepcionistas de los moteles se mostraban comprensivas y no le hacían excesivas preguntas.

Su recorrido no dio ningún resultado. El día siguiente bajó por la costa hasta Laguna, haciendo las mismas indagaciones. Otra vez, nada. Mientras conducía, se devanaba los sesos pensando en nuevas búsquedas, nuevos caminos que explorar. Una niña se escapa de casa. ¿Adónde va? Lo resultaría más fácil si supiera por qué se había marchado, pero era de suponer que sólo Iris se lo podía decir, y no estaba dispuesta a ello. Si Clea siguiera desaparecida, quizá al cabo de un tiempo su madre se decidiera a aceptar la ayuda de Horn.

Probablemente Clea estaba viajando, o quedándose en casa de alguien, y se sentía en desventaja al no saber quiénes eran sus amistades actuales. De hecho, sabía muy poco sobre la Clea de dieciséis años. La última vez que la vio, le gustaban los caballos, los lazos en el pelo, Edgar Bergen y Charlie McCarthy. Ahora seguramente usaba pintalabios y salía con chicos, pensó con cierta desazón.

Al volver a casa, pasó un tiempo hablando con la operadora de información telefónica y pudo conseguir el número del señor Paul Fairbrass y esposa, con domicilio en la zona de Hancock Park.

—Soy John Ray —dijo, cuando Iris contestó al teléfono—. ¿Se sabe algo de Clea?

—Por favor... —suspiró ella.

—No pienso causarte problemas. Sólo quiero saberlo.

Oyó una voz de hombre por detrás, luego Iris tapó el auricular con la mano un momento, después volvió a ponerse.

—Bueno, pues tengo buenas noticias —dijo, en un tono demasiado animado—. Clea nos ha llamado por teléfono. Dijo que no nos preocupáramos, que vendrá pronto a casa.

—¿Dónde está?

—No nos lo dijo, pero... —dejó la frase inacabada. Había algo en su voz, algo que él siempre había sabido reconocer, que la delataba.

—No creo que me estés diciendo la verdad.

Ella no dijo nada. Horn volvió a intentarlo.

—¿Es verdad que se escapó de casa?

—Sí —respondió calladamente Iris.

—¿No quieres decirme por qué?

—No es asunto tuyo.

—Dime quiénes son sus amigas.

—Por favor, tengo que dejarte.

—¿Habéis llamado a la policía?

—Claro que sí —respondió ella amargamente—. ¿Por qué no te mantienes al margen de esto?

—No puedo —respondió él, y colgó.

Como la mayoría de las personas que habían trabajado en Hollywood y sus alrededores, Horn conocía bien Hollywood Boulevard, desde el hotel Hollywood Palms cerca de Vine hasta el teatro chino Grauman's, varias manzanas más al este, pero nunca había estado en la librería Geiger's. Para empezar, no era lo que se dice un lector serio. Por otra parte, el interior de la tienda que se divisaba a través de la ventana, con toldo y sin cortinas, le recordaba a un club inglés, con su alfombra mullida, butacas de cuero y estantes cargados de tomos raros y aparentemente caros en vitrinas acristaladas. No era el sitio adecuado para conseguir un ejemplar de Los caminantes del desierto o La última senda.

Pero Scotty le había dicho que Geiger's trabajaba con material prohibido, y Horn tenía la esperanza de averiguar si el viejo Bullard y sus amigos habían frecuentado el local. Era la única idea fresca que tenía en esos momentos.

Sonó un pequeño timbre al abrir la puerta, como si hubiera entrado en una vieja tetería inglesa. El interior, fresco en comparación con la calle, estaba impregnado de un olor a cuero, hojas enmohecidas y tabaco de pipa. No había clientes, sólo un hombre detrás del mostrador que levantó la mirada cuando entró Horn.

—¿Le puedo ayudar a encontrar algo? —El hombre debía de tener poco más de cuarenta años, con facciones regulares y pelo ralo peinado hacia delante, al estilo romano. Llevaba una camisa blanca almidonada con pajarita y unos sobrios tirantes negros. Las gafas de gruesas lentes y marco de metal le daban un aspecto académico, pero se le veía más ágil y atlético que el típico dependiente de librería.

—¿El señor Geiger?

—No, el señor Geiger falleció —dijo el hombre, parpadeando a través de sus gafas—. Soy su sobrino.

—Mi nombre es Horn —dijo, tendiéndole la mano al otro.

—Calvin Saint George —respondió el hombre, estrechando con mano firme la de Horn—. ¿Está interesado en obras de ficción, o no ficción?

—Esto... A decir verdad, no entiendo mucho de libros raros y antiguos. Supongo que podría decirse que me interesan la clase de cosas que no se suelen encontrar en una librería.

Calvin Saint George asintió, con un gesto alentador de la cabeza y un atisbo de sonrisa.

—¿Alguna cosa en particular?

—Bueno —dijo Horn, bajando la voz e Inclinándose hacia delante a pesar de que no había nadie más—, un amigo me comentó que aquí podría encontrar cosas bastante especiales.

La leve sonrisa permaneció en el rostro de Saint George, pero evidentemente esperaba más detalles.

—Si él estuviera aquí, seguro que no le importaría que mencionara su nombre. Arthur Bullard. Sentí mucho enterarme de su muerte el otro día. Le conocía desde hace años. A su familia también.

Era difícil interpretar la expresión de Saint George a través de los lentes.

—Tengo clientes que llevan años y años viniendo y nunca me han dicho sus nombres.

—Lo entiendo perfectamente —dijo Horn—. ¿Ésas las ha tomado usted? —preguntó, señalando por encima del hombro un par de fotos enmarcadas en la pared. Una era un retrato de una mujer joven en traje de baño, reclinada sobre un trozo de madera retorcida en la arena. La otra, también tomada en la playa, mostraba a una niña pequeña, de unos cuatro o cinco años, posando detrás de un sombrero de paja con un ala enorme. Ambas eran en blanco y negro, con una composición dramática de luces y sombras.

—La verdad es que sí —dijo Saint George, aparentemente complacido—. Soy bastante aficionado a la fotografía.

—Están muy bien —Horn miró su reloj—. Entonces, ¿cree usted que puede ayudarme?

Los ojos parpadearon una sola vez detrás de los lentes. Luego repiqueteó suavemente en el mostrador con los dedos de ambas manos.

—¿Quiere tomar asiento? Tardo un minuto.

Cuando volvió Saint George, Horn se había acomodado en una de las butacas almohadilladas de cuero rojo burdeos. Sujetaba con ambas manos un tomo encuadernado en piel que depositó cuidadosamente sobre la mesita que había junto a la butaca.

—Esta es una traducción al francés de los primeros cuatro volúmenes de las memorias de Casanova, publicada en 1890. ¿Lee usted en francés?

—Leo a duras penas en inglés.

—Estoy seguro de que está siendo modesto. Ésta sería una valiosa adición a su biblioteca incluso si no habla el idioma con fluidez, por la preciosa encuadernación a mano y también por las veinte ilustraciones con grabados a página completa. —Hizo ademán a Horn de que echara una ojeada—. Por favor.

—Muy bonito —dijo Horn, pasando las páginas.

—También tiene que ver un Justine que acabo de recibir. Está también en francés. Creo que le interesaría el...

—¿Tiene usted estampas?

Saint George le miró con perplejidad.

—Me refiero a fotos.

—Me temo que no.

Horn sacó de su bolsillo una de las fotos más explicitas del refugio de caza.

—Esta clase de fotos.

Saint George se quedó mirándola unos instantes.

—¿Dónde... eh, de dónde...?

—Esta la conseguí de Arthur. Y muchas más del mismo estilo. Creo que estas las sacó él mismo, o quizá las sacara un amigo. Y como Arthur mencionó su establecimiento, naturalmente pensé que usted podría conocerlas.

Saint George sacudió negativamente la cabeza. Su leve sonrisa había desaparecido.

—¿Alguna vez ha vendido usted alguna como estas?

—Bueno, no exactamente. Verá, estas son... podría decirse que muy inusuales.

—¿Lo dice por la edad de la niña?

—Exactamente.

—Pero alguien las sacó, ¿no?

—Bueno sí —dijo pacientemente Saint George—, pero no sabemos si estas se hicieron con fines comerciales ¿verdad?

—No le entiendo.

—Puede que se hayan hecho con vistas a un uso estrictamente privado. De hecho, estoy seguro de ello. Puedo asegurarle que el mercado para algo así es tan reducido y tan..., bueno, problemático, que seguramente no se puede encontrar algo así en ningún local de esta ciudad. —Saint George le devolvió la foto. No había vuelto a mirarla.

—Bueno, estoy seguro de que puedo confiar en usted —dijo Horn, poniéndose en pie—. Me gustaría dejarle mi número de teléfono. Ya sé que es improbable, pero si alguna vez llegan a sus manos más fotos como estas, ¿me puede llamar? No regatearía el precio, ya me entiende.

Al salir a la calle, el calor de la tarde le dio de sopetón como el aire de un horno, pero apenas lo notó. Estaba pensando en la forma en que Saint George apenas había mirado la foto, casi como si ya la hubiera visto antes.

¿Me mentiste sobre eso, Calvin? ¿Y qué otra clase de fotos sacas?

* * *

La casa de los Bullard estaba en Pasadena, en una calle en la que, imaginaba Horn, las casas hablaban en susurros de grandes cantidades de dinero, viejo y nuevo. La casa era grande, principalmente de piedra, en un estilo que Horn había oído una vez llamar Tudor. Por aquel entorno la gente que tenía dinero tomaba prestado cualquier estilo arquitectónico que les apeteciera. A veces las casas se integraban en los alrededores, otras parecían más bien visitantes de otros países. En el centro del camino circular de gravilla que llevaba a la casa había un estanque en el que nadaban numerosos koi que, según recordaba, recibían los atentos cuidados de un jardinero japonés. Bajo grandes árboles de sombra, el jardín de detrás caía en suave pendiente hacia una tapia baja de piedra, y del otro lado el terreno caía abruptamente hacia el Arroyo Seco, un profundo barranco sin agua que surcaba el extremo este de Pasadena como una herida sin curar.

Aparcó su polvoriento Ford junto a un león de piedra que sujetaba un escudo, ascendió las escaleras delanteras y levantó la aldaba de latón. Apenas esperó un momento antes de que Helen Bullard abriera la puerta.

—John Ray —dijo, con una sonrisa de bienvenida—. Me alegro mucho de que pudieras venir.

—Señora Bullard —respondió él, quitándose el sombrero y pasando al interior. Era, según sus cuentas, tan sólo su tercera visita a aquella casa. A Arthur y Helen Bullard no les habían gustado muchos de los amigos de Scotty, y Horn sospechaba que, siendo un actor de segunda en películas poco memorables, a él le consideraban especialmente indeseable.

—Si me hubieras conocido un poco más, probablemente a estas alturas me estarías llamando Helen —le dijo ella, mientras bajaban dos peldaños para entrar en un gran recibidor, cuyas cortinas abiertas dejaban entrar el sol de la tarde. Le invitó, con un movimiento de la mano, a sentarse en un sillón junto a la ventana, y enseguida entró una muchacha mexicana trayendo una bandeja con una jarra de limonada y dos vasos. Horn recorrió con la mirada la habitación, los viejos libros en los estantes, flores recién cortadas en la mesa del centro, fotos de ella y su marido sobre el piano. En alguna parte del piso de arriba, le había contado Scotty una vez, en una habitación vedada a los ojos de las visitas, había un retrato de su madre como vedette de Broadway.

—Papá se la arrebató a Flo Ziegfeld —le había contado Scotty—. Y ella nunca miró hacia atrás. Él le dijo que California era un lugar en el que la gente podía reinventarse a si misma, y qué carajo, se reinventó a si misma como la anfitriona más perfecta que haya habido nunca en esta ciudad. En eso hay que darle su mérito —concluyó, con reticente admiración.

Helen Bullard seguía de luto, pero el traje negro era elegante, entallado en la cintura y ribeteado con terciopelo negro en el cuello y los puños. Su pelo gris estaba recogido en un compacto moño.

—Espero que te guste la limonada —dijo ella—. Te dije que tenía algo para ti. —Alcanzó la mano hacia un objeto que había sobre la mesa y se lo entregó. En un primer momento pensó que sería un libro, pero al abrirlo vio que era un marco de cuero para fotos. Reconocía la foto. Scotty la había tomado años atrás, en un viaje a caballo por la otra vertiente de la Sierra de San Gabriel. En la foto salían tres personas a caballo: Horn, Iris y una de las novias de Scotty, cuyo nombre había caído hace tiempo en el olvido. Levantó el pesado marco, observando la buena calidad del cuero. Aunque la foto reflejaba la habitual pericia de Scotty con la cámara, no dejaba de ser una instantánea, y el montaje era ridículamente recargado.

—La verdad es que es muy bonito —dijo al cabo Horn.

—A él le habría gustado que lo tuvieras —dijo ella sencillamente—. Tú fuiste su mejor amigo.

—Supongo que lo fui.

—A veces pienso que nosotros, Arthur y yo, teníamos que habernos interesado más por conocer a los amigos de Scotty, pero... —dejó la frase inacabada, como si quisiera decir "Ya sabes cómo son estas cosas, ¿verdad?"

No tiene mucho sentido hacer por conocer a gente a quien consideras basura, pensó distraídamente Horn. Pero sabía qué expresión poner.

—Siento lo que ha pasado —dijo—. Tiene que haber sido difícil para usted, perder primero un marido y luego un hijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Al menos con Arthur estábamos sobre aviso —dijo—. Había sufrido varios infartos menores. Los dos sabíamos que acabaría llegando. Incluso tuvimos la oportunidad de... preparar las cosas. Me siento agradecida por ello. Pero con Scotty... siempre había oído decir que no hay pesar como el de una madre que pierde a un hijo, y es verdad. Y cuando mueren repentinamente, inesperadamente, violentamente... Te preguntas cómo Dios, cuando planifica nuestras vidas, puede contemplar una cosa así.

Estaba sentada muy tiesa en el borde del sillón, acaso temiendo que al dejar caer la postura se entregaría demasiado evidentemente al dolor. Ella es la dura, le había dicho Scotty. Más dura incluso que el viejo. Si tiene algún punto débil, nunca se lo he visto. Aparte de una cosa, le da miedo mostrar sus sentimientos.

Ella se le quedó mirando, como esperando a que dijera algo, pero Horn se limitó a sorber su limonada, esperando. Sabía que ella quería algo, y la instantánea no era más que una excusa para hacerle venir.

Vació su vaso, y ella se lo rellenó.

—¿Te gustaría dar un paseo? —le preguntó la mujer—. Siento que llevo tanto tiempo aquí encerrada desde que murió Arthur. Salgamos afuera. Tráete tu limonada.

Le llevó al jardín de detrás. Al cabo de unos cincuenta metros, la suave pendiente ajardinada terminaba abruptamente en el gigantesco acantilado del Arroyo. Horn señaló a un roble de extensas ramas.

—¿No es ahí donde Scotty tenía su casita en el árbol cuando era pequeño? —preguntó—. La última vez que estuve aquí todavía se veían algunas partes. Me contó que solía imaginarse que era Robin Hood, y la doncella Marian escalaba el árbol para estar ahí con él. —No añadió el resto de lo que le dijo su amigo. Ése era el único lugar en el que no les oía gritarse el uno al otro, le había dicho Scotty. Ni gritarme a mí.

—Ay, sí. Él tenía su pequeño mundo imaginario ahí arriba —dijo ella, riendo—. Solíamos intentar que bajara cuando teníamos una fiesta, para saludar a los invitados, y se negaba a moverse de allí. De todas maneras, últimamente estaba hecha una ruina, la verdad es que hacía feo. La mandamos quitar hace un par de años.

Le cogió del brazo mientras bajaban por un camino de losas hacia un cenador.

—Scotty era bastante alocado de adolescente —prosiguió—. Incluso cuando ya se hizo un hombre parecía... descentrado. Pero estos últimos años parecía que había madurado, sentó la cabeza en la empresa. Estoy convencida de que habría sido un buen hombre de negocios, habría tomado el relevo de Arthur, si hubiera tenido...

—Más tiempo —Horn acabó la frase por ella.

—Sí, más tiempo.

Llegaron al cenador y se sentaron en un banco, mirando hacia el Arroyo. El aire caliente que subía del barranco seco parecía agua sucia, y las casas al otro lado se veían como formas imprecisas, sus contornos desdibujados.

—Voy a ser sincera contigo, John Ray —dijo la mujer en tono cauteloso, mirando hacia lo lejos—. Mi marido tenía muchos intereses que no me incumbían. Uno en concreto. Yo estaba al tanto, y no me hacía gracia, pero sabía que para él era importante. ¿Tiene sentido lo que te estoy diciendo?

—Sí, señora —respondió él. Scotty estaba intentando protegerla, se dijo a si mismo, sorprendido, pera ella lo sabía desde el principio.

—Gracias a Dios —dijo ella con gesto sombrío—. No sé si habría sido capaz de explicártelo. Presentía que lo sabrías. ¿Te lo contó Scotty?

—Sí, señora.

—Hace tan solo una semana, me habría parecido terrible que tuvieras esta información. Habría preferido que nadie en el mundo la tuviera. Podrás imaginarte por qué. Quiero que a mi marido se le recuerde por las cosas buenas que hizo, por lo que creó, y no por... eso — su voz se tornó agria al pronunciar esa última palabra—. Ahora no sé... Algo me dice que si Scotty lo sabía, no importa que tú también lo sepas. Sólo quiero estar segura de que no harás nada que perjudique a la memoria de Arthur. ¿Puedo confiar en ti?

Horn sintió que toda la aversión que sentía hacia la memoria de Arthur Bullard le surgía hacia la garganta, pero necesitaba contar con la confianza de aquella mujer.

—Creo que puede usted contar con que haré lo correcto —dijo cautelosamente.

—Supongo que tendré que conformarme con eso —respondió ella, tras mirarle fijamente—. Sólo quiero que recuerdes una cosa de mí. No te interesa tenerme como enemiga. Eso lo sabes, ¿verdad?

—Conozco su reputación, señora Bullard —dijo él, poniendo un gesto de exagerada preocupación.

—Bien —le dijo la mujer, dándole unas palmadas en el brazo, pero no había afecto en aquel gesto—. ¿No tienes la impresión de que hay algo que no encaja en la forma en que murió Scotty?

Qué mujer más lista.

—Sí que la tengo.

—Yo también. De hecho estoy convencida de que no fue un accidente. Es más, creo que lo que le sucedió fue a consecuencia de lo que sabía sobre Arthur. No puedo ser más explícita, y desde luego no sé quién puede haber estado detrás de eso, a quién podía beneficiarle la muerte de Scotty. Pero lo que sé es que mi hijo no se cayó accidentalmente de esa ventana, y desde luego que no se tiró.

—Estoy de acuerdo con usted, señora Bullard.

—No me atrevo a contarle esto a la policía. Harían demasiadas preguntas. Pero te lo estoy contando a ti en la esperanza de que puedas ayudarme. ¿Hay algo que me puedas contar?

—Me temo que no —respondió Horn—. Estoy más o menos en la misma situación que usted. Estamos atascados, con muchas sospechas y no mucha información.

—Si averiguas algo sobre la muerte de Scotty, ¿me lo dirás? —Al verle vacilar, la mujer prosiguió enseguida—. Yo nunca pido nada a cambio de nada, John Ray. Si tú me ayudas, yo puedo ayudarte a ti.

—Si se refiere a dinero...

—Me refiero a lo que sea. Si le preguntas a la gente acerca de mí, puede que te digan que me admiran, o que no les gusto, o que me tienen miedo. Pero todos te dirán que estoy en situación de ayudar a la gente si quiero ayudarles. El año pasado recaudé doscientos mil dólares para los huérfanos de la guerra, y no creo que haya muchas mujeres en esta ciudad que hubieran podido hacerlo. Soy una buena amiga. Scotty me dijo que quizá tuvieras dificultades para encontrar un trabajo fijo. Yo podría hacer algo al respecto.

—Mejor no nos precipitemos —dijo él—. Mejor ver cómo van saliendo las cosas, ¿de acuerdo?

Esperó a su respuesta, pero no la hubo. En vez de eso, la mujer miró hacia el gran roble donde en tiempos estuvo la casita en el árbol.

—¿Crees en las segundas oportunidades, John Ray?

—Quiero creer en ellas.

—Quizá yo no fuera la mejor madre. Arthur y yo queríamos que Scotty fuera tan fuerte como lo éramos nosotros. Supongo que a veces fuimos duros con él, y cada vez que queríamos inculcarle la necesidad de ser fuerte, se evadía. Nunca nos plantaba cara, simplemente se evadía. Hacía algún chiste, o se quedaba callado. Queríamos que se tuviera derecho y luchara, y él se doblaba como un junco.

—Eso me suena totalmente a él —dijo Horn—. A Scotty no le ganaba nadie a la hora de evitar una pelea. Era un diplomático nato.

—Lo sé —dijo ella—. ¿No es una pena que yo no fuera capaz de verlo? Pensé que era un fracaso, y lo que pasaba era que él estaba desarrollando su propia personalidad. Un hombre amable, un hombre bueno.

La mujer le agarró fuerte del hombro, y Horn percibió la urgencia en aquel gesto.

—Ésta es mi segunda oportunidad. Haré lo que haga falta para averiguar lo que le pasó. Haré lo que sea. ¿Me crees?

—Sí, señora.

—Muy bien —dijo ella, levantándose para dar a entender que la visita había acabado—. Gracias por venir.