Capítulo 7
Horn y Cuervo Loco estaban sentados a una mesa en un cubículo muy barnizado del South Seas en Western Avenue, Era un local nocturno típico, con una barra, unas veinte mesas, un escenario y una pista de baile. La decoración imitaba un ambiente polinesio, con particiones de bambú, camareras con faldas de hierba y camareros con camisas hawaianas detrás de la barra. El local, todavía a última hora de la tarde, estaba bastante tranquilo. Llegaron un par de cervezas y los dos hombres se pusieron manos a la obra con ellas.
Horn deslizó un fajo de billetes por encima de la mesa.
—El dentista —dijo—. Ya cogí mi parte.
Cuervo Loco emitió un gruñido de asentimiento y se guardó el dinero en el bolsillo.
—¿Algún problema?
—No, me invitó a pasar, me presentó a su mujer y me ofreció un Doctor Pepper. Después pasamos a otra habitación donde se disculpó por haberse retrasado tanto y me pagó, así de fácil.
—¿Lo ves? —dijo Cuervo Loco con una sonrisa—. Estás hecho para este trabajo —dio un largo trago a su cerveza—. Siento mucho lo de Scotty Bullard. No le conocía bien, pero sé que solíais ser amigos.
—Gracias.
—¿Le llegaste a llamar?
—Sí —Horn vaciló unos segundos, luego empezó a hablar, describiendo todo lo que había sucedido en los últimos días. Para cuando hubo terminado, había llegado una segunda ronda de cervezas, y el ceño del indio estaba fruncido, su gesto congelado en una expresión casi de incredulidad.
—Tiene cojones la cosa —dijo finalmente—. ¿Crees que hay alguna relación...?
—¿Entre que mataran a Scotty y que Clea esté desaparecida? Sí. Simplemente hay demasiadas coincidencias, que él encontrara la foto de ella y luego que muriera de esa manera. No puedo demostrar la conexión. Pero creo que existe. Por eso tengo que encontrar a Clea.
—¿Y dicen que se escapó de casa?
—Quizá lo hiciera. Eso ya es bastante mal asunto. Pero creo que a Scotty lo mató alguien que tiene que ver con estas fotos. Quizá incluso el mismo asqueroso tipo de mierda que sacó fotos guarras de Clea cuando era una niña pequeña. Eso significa que la cosa puede ser mucho más seria que una niña que se escapa de casa. Quizá alguien se la haya llevado. Quizá...
—Entiendo. ¿Quieres meter a la policía en esto?
—Ya están metidos. Iris les llamó. Que trabajen ellos, y yo trabajaré también.
—Seguro que tú la devuelves a su casa antes que ellos.
—Estaría bien, ¿a que sí? La verdad es que no me engaño a mi mismo pensando que realmente es mi hija. Pero sigo preocupándome por ella. Tengo derecho a preocuparme.
—Entonces buena suerte, amigo —dijo Cuervo Loco—. No la he visto en muchos años, pero siempre fue una cosita bonita. Me da la impresión de que la cosa no es tan grave como tú piensas, que simplemente anda por ahí pasándolo bien, como la última vez. Quiere probar la hierba tierna al otro lado de la valla. Te apuesto un taco de fichas a que vuelve a casa sola. En tres días.
—Quizá —suspiró Horn—. Le pueden pasar muchas cosas a una chica de dieciséis años por ahí. Antes de venir aquí esta noche, estuve un rato en el muelle de Santa Mónica, paseando de un extremo al otro. Antes le encantaba ir allí.
—Me acuerdo de eso. Solía domar potros en el tiovivo, ¿no?
—La llevé allí por su cumpleaños un par de veces. Siempre quería montar en el mismo caballito blanco, porque decía que el color era un poco como el de Raincloud. Tenías que haberla visto montada en ese caballo, cómo se le iluminaba la cara. Pero bueno, allí estaba yo hoy, andando por ahí, medio buscándola, medio escuchando la música, viendo divertirse a las parejas. Pero cada niña que vi, pensé, ¿está niña es feliz, o está metida en algún tipo de lío? ¿Están preocupados por ella sus padres? —Aplastó con fuerza el ascua de su cigarrillo.
—Venga —le dijo, incómodo, Cuervo Loco—, tranquilízate. Seguro que anda por ahí pasándoselo bien. A lo mejor se juntó con un chico y se fueron juntos en coche a Tijuana...
—Eso no es lo que quiero oír.
—Vale, puede que esté haciendo eso. Escucha una cosa: si yo fuera su padre, me plantearía atarla más corto.
—¿Quieres decir encerrándola en su habitación? —Horn hizo una mueca—. No es más que una niña. Que yo sepa, sólo es la segunda vez que hace una cosa así. Ha tenido tres padres distintos en los últimos diez años. Vamos a dejarla que acabe de crecer.
Cuervo Loco elevó las manos, palmas arriba, como diciendo me rindo.
—Vale. ¿Y cómo está la bella Iris?
—Sólo la vi unos minutos en el entierro. El tipo con el que se ha casado es un rico fabricante de tuberías de Long Beach. Tienen una casa en Hancock Park, que no es una zona barata. Después de la mala suerte que tuvo con los maridos uno y dos, parece ser que por fin ha dado con un probo ciudadano.
—Tú también lo eras, al menos hasta que las cosas se fueron al carajo. Por lo que oigo, el auténtico desastre fue el marido número uno, Wesley Cómo-se-llame. Empezaste a hablarme de él en una ocasión, pero nos quedamos sin cerveza, según creo recordar.
—Wendell. Wendell Brand. No sé mucho de él —dijo Horn—. Ella me enseñó un par de fotos. Parecía un tipo bastante agradable. Pero por lo que me contó ella, no era un hombre con demasiada personalidad ni ambición. Se conformaba con trabajar detrás del mostrador de recepción en el hotel Hollywood Palms, cuando era propiedad del padre de Scotty. No era más que un conserje. Algún tiempo después de que naciera Clea, su madre debió de darse cuenta de que había cometido un error al casarse con él.
—Así que le dio pasaporte.
—El año antes de que yo la conociera. Estaba enfermo, de tuberculosis, creo que me dijo ella. Se mudó a San Francisco a quedarse con unos parientes, y unos años después murió. Recuerdo que fue al entierro porque siempre se había llevado bien con las hermanas. Me pareció un gesto bonito por su parte, teniendo en cuenta las circunstancias.
Cuervo Loco le estaba mirando fijamente.
—¿Sabes lo que me estoy preguntando?
—Te estás preguntando —dijo Horn, arrastrando la voz—, si Wendell tuvo algo que ver con la foto de Clea. Yo también. Alguien tuvo que llevarla al refugio de caza —apretó con fuerza el mentón—. Si fue él, menos mal que está muerto ahora, porque...
—Si Iris fue a su entierro, no parece que ella le viera como un acosador de menores —señaló el indio—. De todas maneras, no iba a ser fácil averiguarlo ahora, creo yo.
Una mujer avanzó tambaleante de la barra a la gramola y metió una moneda de cinco céntimos. Enseguida el salón se llenó del sonido plañidero de una guitarra hawaiana. Horn arrugó el gesto.
—No hago más que pensar en Scotty y cómo murió —dijo—. Vamos a poner que Wendell y el padre de Scotty se dedicaban a jugar con niñas pequeñas, sacándoles fotos y todo lo demás. Si te fijas en las fotos, verás que ahí había al menos tres hombres. Digamos que tres. Eso quiere decir que hay otro que anda por ahí. Y si, como pienso, a Scotty le mataron por lo de las fotos, eso quiere decir que el otro que anda por ahí no está sólo escondiéndose, sino que está matando a gente, para mantener en secreto sus jueguecitos. —No pienses en Clea, se dijo a si mismo.
—Me parece que sé adónde nos va a llevar todo esto, y te voy a decir una cosa que ya deberías saber —le dijo Cuervo Loco en tono tranquilo—. Esas películas que hicimos eran de mentira. En realidad nunca atrapamos con el lazo a los hombres malos ni los llevamos al juez territorial para ser juzgados. Nunca nos liamos a tiros con un montón de cuatreros en algún cañón sin salida. No eran más que cuentos...
—Venga —intentó interrumpirle Horn.
—Lo digo en serio. Probablemente pensábamos que éramos tipos duros porque montábamos a caballo muy deprisa y los otros tipos siempre se caían cuando les dábamos un puñetazo. Pero no éramos más que actores —pronuncio la palabra en voz más alta, como si Horn fuera duro de oído—. Ahora soy un hombre de negocios, y estoy echando tripa de todas las buenas comidas que me puedo pagar. Y tú eres un chico que tiene que mantener limpia la nariz, ¿comprendes? Si sabes algo de alguien que está matando a gente, ve a contárselo a la policía.
—No me llevo bien con la policía. Y además, ¿por qué iban a hacer caso de un disparatado presentimiento mío?
Cuervo Loco se inclinó hacia él.
—Si metes la cabeza de tonto donde no debes y te metes en líos, lo mismo te vuelven a encerrar. Y si pasa eso, ¿quién va a cobrar mis deudas?
Cuando Horn no le contestó, el indio se volvió para llamar a la camarera.
—Creía que habíamos venido aquí a pasárnoslo bien —dijo. Cogió el vaso y lo vació—. Por todos los maridos de la bella Iris —dijo dramáticamente. Localizó a la camarera, la llamó con el brazo y pidió dos más—. Y una para Annie —dijo, señalando la puerta de entrada.
—Annie no puede beber mientras trabaja —le dijo la camarera.
—Pues entonces una limonada —se vio el resplandor de la pulsera de plata de Cuervo Loco cuando éste dejó dinero en la bandeja—. Quédatelo.
Annie la portuguesa era la legendaria anfitriona-portera del South Seas, que sentaba sus más de ciento veinte kilos en un taburete nada más pasar la puerta de entrada. Muchas veces lo primero que veían los clientes era el ancla azul y escarlata tatuada sobre el enorme bíceps de Annie. Según contaba Cuervo Loco, una vez la vio coger en vilo a un borracho revoltoso y mandarle de una patada al otro lado de la acera, donde rebotó contra un taxi.
En algún momento, Horn había averiguado que su nombre era Mary Ann Rourke, y parecía gustarle que él la llamara Mary Ann. Horn no había estado en el South Seas desde que estuvo en chirona, y cuando él y el indio llegaron esa tarde, ella le saludó con una sonrisa.
—¡Eh, pistolero!
Llegaron las cervezas.
—¿Así que Mick sigue siendo dueño de este antro? —preguntó Horn.
Cuervo Loco asintió con la cabeza.
—Había oído decir que vosotros dos no os llevabais bien. ¿Crees que debería haber escogido otro sitio para quedar contigo?
—No, no hay problema. Ya hemos resuelto nuestras diferencias. Él quería una participación en el casino, y yo no quería dejarle entrar. No era más que un asunto de negocios. Ya está resuelto. Además, él casi nunca viene tan temprano —los ojos de Cuervo Loco se fueron distraídamente detrás de una falda de hierba que pasaba—. Cuando llamaste, me dijiste que necesitabas algo.
—Exacto. ¿Puedo usar a Douglas? Para direcciones y esas cosas. Sólo serán unos pocos días.
Douglas Hoja Verde era uno de los que Cuervo Loco llamaba sus "Perros soldados". Todos ellos Sioux Ogala, primos, sobrinos y parientes más lejanos, que hacían distintos trabajos para él. Hoja Verde estaba casado con la hermana de un poli de Los Angeles, y uno de sus amigos de las apuestas trabajaba en el departamento de Tráfico. Cuando andaba detrás de un moroso, Horn a menudo le pedía que le averiguase un nombre, una matrícula o un número de teléfono.
Cuervo Loco dudó un momento.
—Claro, ¿por qué no? —dijo al cabo—. Pero no le satures de trabajo, ¿vale? Sigue trabajando para mí.
—Lo sé. Te lo agradezco —Horn levantó la mirada—. Creo que el Mick tiene el reloj estropeado.
—¿Hmm? —Cuervo Loco siguió la mirada de Horn hacia el otro lado de la habitación, donde vio a Mickey Cohen acercándose.
—No me pongáis el local patas arriba —dijo el mafioso al llegar a su mesa—. Porque vosotros dos entráis en una taberna y siempre montáis una pelea. He visto alguna de vuestras películas. Ninguno de los dos teníais ni puta idea de actuar.
—Hola Mick —dijo Cuervo Loco.
—¿Mis chicas te están tratando bien? —Mickey Cohen era bajo y rechoncho, con la cara redonda y mofletuda y una boca de Cupido que contrastaba con sus ojos, vacuos y de cejas pobladas. Llevaba una chaqueta cara de lino encima de una camisa sport de seda abrochada hasta el cuello, pantalones con la raya muy planchada y zapatos de dos colores.
—Estupendamente —respondió Cuervo Loco. Parecía incómodo.
—Me dicen que has llegado a un acuerdo con un socio nuevo —dijo el otro, inclinándose ligeramente hacia el lado de la mesa de Cuervo Loco. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo del pantalón, y Horn podía oír el rítmico tintinear de unas llaves.
—Así es —dijo el indio con una sonrisa—. Ya sabes, no es más que una decisión de negocios.
—Negocios nada más —repitió Cohen, con el mismo rostro inexpresivo—. A lo mejor hacemos negocios juntos algún día.
—Claro —Cuervo Loco miraba fijamente la mesa, secando con su servilleta una zona mojada.
Cohen se volvió hacia Horn.
—¿Y tú? Al gran jefe no le caigo bien. Quizá podamos hacer negocios tú y yo. Tengo oído que eres un cobrador estrella. ¿Quieres venirte a cobrar para mí?
—Te lo agradezco de todas maneras.
El rostro de Cohen no registró ningún cambio.
—¿Ponen alguna de tus películas en el trullo, o tienen mejor gusto allí?
—No, eran demasiado intelectuales —dijo Horn—. Sobre todo ponían películas antiguas de Shirley Temple, para que los chicos no se pusieran cachondos.
—A mi me pone cachondo —dijo Cohen—. Ahora es legal, pero incluso cuando era un pasaporte para la trena, me ponía cachondo —el tintineo en su bolsillo se hizo más intenso—. Si alguna vez entra por esa puerta, le diré que tengo algo para ella.
Horn se levantó de la mesa.
—Me tengo que ir —le dijo a Cuervo Loco—. ¿Vienes?
Fuera, se quedaron un momento junto al Cadillac descapotable del indio, que brillaba bajo la luz multicolor del rotulo de neón del South Seas. Los asientos estaban tapizados en piel de caballo pinto.
—Lo tuyo es no dar la nota, ¿eh? —observó Horn con un movimiento de barbilla hacia el coche.
—Qué diantres, es lo que espera la gente de mí. Es bueno para el negocio.
—Entonces, ¿quién es tu nuevo socio?
—No le conoces —Cuervo Loco se encogió de hombros—. Es de Reno. Y sólo tiene una participación minoritaria, así que el casino sigue siendo mío. La gente de Reno lleva tiempo olisqueando por aquí, y me pareció mejor dejarles meter la cabeza en mi tinglado que asociarme con un tipo como Mick.
—No sé por qué dices eso —dijo Horn—. Si es un encanto de hombre.
—Pues te conviene ser educado con él. No te vendría mal tener unos cuantos amigos más.
—Puede ser. Sólo que ahora mismo no estoy de humor para que me hablen de pasaportes para la trena, ¿sabes?
—Claro —Cuervo Loco le dio un puñetazo flojo en el hombro—. Pero estaba pensando una cosa. Aunque siempre he admirado a la bella Iris, la verdad es que te dejó con lo puesto. Me sorprende que la estés ayudando. Después de un divorcio como el vuestro, muchos hombres estarían muy resentidos.
—¿Quién dice que la estoy ayudando?
—Vale, no la estás ayudando. ¿Vas bien de dinero?
—De momento. Tengo mi parte de lo del viejo Buddy Taro.
—Ven cuando quieras a que te dé más trabajo —dijo Cuervo Loco—. Y no te preocupes por la chiquilla. La encontrarás.
—Claro. Hasta luego.
—Por cierto, ¿te conté que vi un día a Maggie? Fue en una feria de caballos hace un par de meses. La vi muy bien. Me dijo que te saludara de su parte. Seguro que no le importa si la llamas un día, y os dais un...
Pero Horn ya se estaba alejando.
* * *
Quería reanudar su búsqueda la mañana siguiente, pero sentía que tenía que acabar el trabajo en la finca. No podía permitirse el lujo de enfadar a Harry Flye y exponerse a perder la cabaña. Así que se pasó Varias horas trabajando en la vieja piscina de Ricardo Aguilar. Por la tarde ya la había vaciado hasta el suelo de hormigón, cargó en su coche toda la basura que había ido sacando y la llevó a uno de los bidones de basura al pie del cañón, junto a la autopista. Se preparó una comida tardía y, mientras comía, de repente le vino a la memoria el nombre de uno de los amigos de Clea. Había un chico de su edad llamado Peter Binyon que vivía con sus padres no muy lejos de la casa de los Horn en el valle. Desde los diez años habían jugado juntos y se iban a ver a casa del otro. Al cumplir los doce, habían empezado en la misma escuela secundaria. En algún momento Horn le había perdido la pista al chico, pero ahora necesitaba localizarle.
Al cabo de media hora, Douglas Hoja Verde le llamó de vuelta con la dirección y el número de teléfono. La familia se había marchado del centro de la ciudad y ahora vivía varias millas más al este. Llamó al número y contestó la madre de Peter, una mujer a la que nunca llegó a conocer bien. No estaba muy seguro de cómo reaccionaría ante una llamada suya, por lo que le dijo que estaba haciendo una encuesta para el Departamento de Educación y necesitaba hacerle unas preguntas a su hijo.
—Está trabajando este verano —respondió ella, orgullosa. Le dijo dónde.
Recogió rápidamente la cocina, se puso una camisa limpia y salió. Era media tarde. El tráfico en Sunset Boulevard iba haciéndose más denso a medida que se aproximaba al centro, y el olor del humo de los tubos de escape era cada vez más fuerte, recordándole lo mucho que había cambiado la ciudad en tan sólo unos pocos años.
Antes de la guerra, Iris y él tenían un pequeño rancho en el valle de San Fernando, unos cuantos acres de hierba, pastos y cuadras, rodeados casi por completo de fincas de naranjos y limoneros. Entonces, parecía que dondequiera que uno fuera en Los Ángeles, nunca estaba a más de veinte minutos en coche del campo abierto o del mar. Pero cuando regresó de la guerra, ese adolescente urbano en pleno crecimiento había madurado para convertirse en algo más grande, más agresivo y menos indulgente, donde el perfume de azahar de los naranjos tenía que defender su territorio frente a la polución de los coches. Hacía pocos años, habían terminado una amplia carretera, a la que llamaban avenida, que unía Los Ángeles con Pasadena, al noroeste. Ya estaban construyendo otras, porque aquella ciudad ahora tenía prisa.
No me importaría ir por una de esas avenidas ahora mismo, pensó al divisar al frente el edificio blanco y puntiagudo del ayuntamiento. City Hall, el coloso del centro de la ciudad. Veinte minutos más tarde, aparcó junto a un muelle de carga en la zona de almacenes próxima a las vías de tren en el centro de Los Ángeles, a pocas millas al sureste de la torre blanca. La nave era propiedad de una empresa de juguetes. Dentro, un capataz le indicó dónde localizar a Peter Binyon. Lo vio al final de una hilera de altos estantes, cargando cajas en un carrito.
—Eh, Peter —llamó.
El chico, vestido con un pantalón de peto y una camiseta, estaba sudando en el ambiente cerrado de la nave. Estaba mucho más grande de lo que le recordaba Horn, diez centímetros más alto, y más ancho y fuerte de hombros. Las facciones de niño habían dado paso a unas facciones más abultadas, marcadas por antiguas cicatrices del acné.
—Me llamo Pete —le respondió el chico en un tono que decía ahora uso el nombre de un tipo duro.
—Vale, Pete. ¿Te acuerdas de mí?
Pete entrecerró los ojos.
—Sí —dijo lentamente—. Eres el padre de Clea.
—Exacto. ¿Te puedes tomar un descanso unos minutos? Quería preguntarte una cosa.
—Supongo que sí —respondió el muchacho, tras mirar a su alrededor. Salieron juntos a la sombra del muelle de carga, donde se había reventado una caja de cartón, derramando soldaditos de metal fundido. Estaban revueltos por el suelo, congelados en diversas actitudes bélicas, tirando granadas, apuntando con fusiles, cargando cañones. Uno de ellos, estaba plantando una bandera, cuyas franjas rojas y blancas refulgían sobre la superficie metálica. Horn se agachó y cogió la figurita de un oficial con el brazo derecho apuntando a una posición enemiga imaginaria.
—Puedes llevártelo —le dijo Pete—. Nosotros cogemos cosas de aquí. Yo me llevo algunas a casa para mi hermano pequeño.
—Gracias —dijo Horn, volviendo a dejar la figurita en su sitio—. Supongo que sabrás que ya no soy el padre de Clea.
El chico asintió con la cabeza, con gesto desconfiado. Seguramente sabrás también otras cosas acerca de mí, pensó Horn antes de proseguir.
—Le tuve que contar una historia a tu madre, porque no sabía si le iba a gustar que hablara contigo. Pero la razón por la que estoy aquí es que estoy preocupado por Clea. Su madre me dice que se ha marchado de casa, y quiero ayudarles a encontrarla. Pensé que quizá se te ocurriera adónde puede haberse ido, o con quién podría estar.
El chico soltó una carcajada.
—Ella y yo ya no somos precisamente amigos.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, me dio la impresión de que a su madre yo ya no le hacía mucha gracia. A lo mejor pensó que no era lo suficientemente bueno para salir con su hijita.
Era típico de Iris, pensó Horn. No era una esnob, pero cuando se trataba de Clea sólo se conformaba con lo mejor para ella.
—¿Saliste con ella?
—Una vez. —Pete sacó una cajetilla de Oíd Gold y se encendió uno. Sujetaba el pitillo cuidadosamente entre índice y pulgar, como un fumador novato—. Me dijo que su madre no la dejaba volver a salir conmigo.
—¿Y a Clea le gustabas?
—Sí, yo creo que sí. Era maja. Me gustaba. Pero la gente acaba yendo cada uno por su lado. Ahora tengo otra novia.
—Me alegro. Y ella, ¿con quién se llevaba bien? ¿Quiénes eran sus mejores amigas, en el último año o así?
Pete se lo pensó, rozando el zapato contra el suelo áspero del muelle.
—Bueno, estaba Addie Webb.
Addie. El nombre le resultaba familiar. Adele Webb. Era la chica con la que Clea se había escapado aquella vez que subieron por la costa. Una chiquilla morena, bastante mona. Horn le preguntó dónde vivía y Pete se lo dijo.
—¿Alguien más?
—Sí —el rostro de Pete se arrugó en una mueca de desdén—. El tipo ese. Tommy nosecuántos. Era mayor. Igual tenía muchos más años. Parecía como un universitario.
—¿Y qué hacía ése con ella?
—No lo sé. Según decía alguien, tenía un hermano o una hermana en el colegio, y así es cómo la conoció. El caso es que la solía ir a recoger al colegio. Tenía un descapotable.
—¿De qué tipo?
—Chrysler. Azul claro. Era un guaperas, o se lo tenía muy creído.
—¿Sabes dónde vivía, o algún sitio al que la llevara?
Pete sacudió negativamente la cabeza.
—¿A ella le gustaba él?
—Claro, digo yo que sí —el chico puso cara de aburrido—. A lo mejor estaban hechos el uno para el otro.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ya sabes. A lo mejor ella pensaba que era mejor que todos nosotros y quería salir por ahí con alguien mayor. Alguien con un coche fardón, y una botellita debajo del salpicadero.
—¿Entonces ella bebía?
Pete asintió con la cabeza.
—No era una loca, pero lo intentaba, ¿sabes lo que quiero decir?
—Me da la impresión de que no te cae muy bien.
—Antes sí —el chico se encogió de hombros—. Antes de que empezara a darse esos aires y dejara de hacer caso a todos los de su edad.
—¿Sabes cuál es el apellido de Tommy?
—No. ¿Piensas que está metida en un lío?
—Puede ser.
—¿Muy serio?
—No quiero preocupar a nadie, pero...
El muchacho cogió uno de los soldaditos y lo estudió detenidamente durante un rato.
—Bueno —dijo finalmente—. Antes me gustaba.
—Gracias Pete. —Horn sacó un par de dólares de plata y se los tendió al chico—. La próxima vez que saques a tu novia os tomáis algo de mi parte.