Capítulo 20
Horn estaba sentado delante de la casa de Maggie, con un vaso de su bourbon en la mano, escuchando distraídamente el trajín de la cocina, y a Maggie bromeando con las dos chicas. Incluso a Clea se la oía alegre.
Antes, en la cima de aquella montaña, encaramada en las alturas sobre la falla abierta en la tierra, había entrado brevemente en un lugar que su padre habría reconocido como característico de las antiguas escrituras, un lugar en el que el mal y las vidas humanas se entrecruzan. Aquello le asustaba y entristecía a la vez, y no podía dejar de pensar en el efecto que pudo haber tenido sobre Clea. ¿Cuánto recordaba hoy de todo aquello? La oyó reírse de una de las bromas de Maggie, y la risa le sugería alguien que había emergido de un lugar oscuro, mirado a su alrededor y decidido volver a formar parte de las cosas, de cocinar y reír y todo lo demás. Quizá, pensó —y lo sentía como una oración—, quizá haya salido definitivamente de ese agujero.
Pensó en el misterioso Diamante y se preguntó por qué sentía que era tan importante desvelar la identidad de aquel hombre. ¿Acaso no había dado ya respuesta a la mayoría de las preguntas más importantes? Bonsigniore había mandado matar a Scotty para asegurar su silencio. Seguía queriendo las fotos y acabaría sabiendo quién las tenía. Aún quedaba por conocerse la naturaleza exacta de la relación de Clea con el secuaz de Bonsigniore, Del Vitti, pero sin duda eso se aclararía con el tiempo.
Horn tenía claras sus prioridades: mantener a Clea a salvo, y encontrar una manera de hacer pagar a Bonsigniore por la muerte de Scotty. No sabía si Diamante podía ayudar a lograr que esto sucediera, ni tan siquiera si aquel hombre seguía con vida. Pero era la última pieza que faltaba en un rompecabezas que Horn tuvo delante por primera vez aquella noche con Scotty en el despacho de su padre. Tenía que encontrarle.
Un hombre atractivo y bien vestido que tenía entonces unos treinta años. Con sus contactos, indudablemente Arthur Bullard habría conocido a muchos hombres así. En una de las fotos de su despacho, Bullard aparecía con los miembros de su club de caza, veintitantos hombres posando con sus armas delante de una arboleda. La mitad de aquellos hombres se ajustarían fácilmente a esa descripción. Incluso Paul Fairbrass, el respetable nuevo marido de Iris, encajaba, y su trayectoria, social o profesional, podría haberse cruzado con la de Bullard. Pero Horn rechazó enseguida la idea. Sería demasiado disparatado imaginar que Iris pudiera haberse casado con dos hombres capaces de abusar de su hija. Qué diablos, pensó Horn. Wendell incluso podría haber estado describiendo a Scotty.
Se paró a pensarlo. ¿Y si fuera Scotty? ¿Tenía sentido pensar en ello? Claro que no. Al fin y al cabo fue él quien le había enseñado las fotos, condenando por ellas a su propio padre. Si Scotty hubiera formado parte de todo aquello, ¿por qué se habría encargado de revelarlo? ¿Y cómo era posible que Helen Bullard estuviera al tanto de la vida secreta de su marido y no de la de su hijo?
Y sin embargo... volvió a oír en su cabeza las palabras de Scotty. Quería que él se sintiera orgulloso de mí. A Horn no le costaba ningún esfuerzo entender que un hombre pudiera detestar a su padre y a la vez ansiar su reconocimiento. ¿Hasta qué punto deseaba Scotty dicho reconocimiento paterno, y qué habría estado dispuesto a hacer para lograrlo? Al recordar la foto que la madre de Scotty le había entregado como regalo cuando fue a visitarla, Horn no tenía más remedio que reconocer que su viejo amigo tenía una destreza considerable con la cámara.
Fue a través de Scotty que Horn había ido a la librería Geiger's. ¿Era porque Scotty sospechaba que Horn podría encontrar algo allí, o porque lo sabía con total seguridad? La noche en la que Scotty le contó todo aquello, sentado al otro lado del escritorio de su padre, cubierto de fotos, ¿estaba condenando sólo a Arthur Bullard o también a si mismo? ¿Acaso fue aquella noche el principio de una confesión, un elaborado juego mediante el que Scotty esperaba que John Ray averiguara la verdad? ¿Y acaso el conocimiento de ese secreto, esa experiencia compartida entre padre e hijo, no habría dado a Vincent Bonsigniore mayor motivo aún para enviar un asesino contra el hijo de Arthur Bullard para recuperar las fotos y silenciar al que le estaba traicionando?
No. Horn apartó la idea de su cabeza, avergonzado de haberle dejado espacio entre sus pensamientos. Scotty no. La idea era demasiado rebuscada. Le conocía demasiado bien. No, seguiría apostando por Calvin Saint George, el hombre que comerciaba con fotos verdes, que tenía expuesta como un trofeo en su tienda la foto de una niña pequeña, el hombre que mintió a Horn al decirle que no reconocía una de las fotos de la colección de Bullard. Tú eres mi favorito, le dijo Horn silenciosamente a Saint George. Y vamos a volver a hablar.
Había otra cuestión que le acuciaba. Sabía que ya era hora de que Clea volviera a su casa. Su conversación con Iris le había convencido por fin de que Clea no se exponía a ninguna amenaza evidente por parte de sus padres, y se había quedado sin excusas para mantenerla alejada de ellos. Aún así se resistía a ello. Clea parecía estar pasándoselo bien aquí, superando el trauma de ver a Anthony Del Vitti muerto en el suelo, sintiéndose tranquila por primera vez en bastante tiempo. Sabía que ella quería quedarse. Por su parte, cuanto más tiempo estuviera con ella, más posibilidades tendría de que la niña se sincerase con él acerca del motivo por el que había decidido marcharse de casa. Por último, se reconoció a si mismo que simplemente le hacía bien tenerla cerca, ayudándole a volver a aprender a ser padre, aunque sólo fuera por unos días.
¿Pero durante cuánto tiempo podría mantenerla allí antes de que sus padres averiguaran dónde se encontraba?
—Eh, tu pan de maíz está listo —oyó decir a Clea—. ¿No tienes hambre?
Mientras Horn entraba, Maggie abrió el horno y sacó el pan de maíz que había hecho. Había preparado un puchero de chili con carne, y se sentaron todos a cenar. Mientras comían, Addie entretenía a los demás con sus aventuras buscando trabajo como modelo en los grandes almacenes.
—Estaba en el restaurante de Bullocks Wilshire a mediodía el otro día cuando entró Marlene Dietrich —dijo Addie—. Su chofer iba cargado con cajas de sombreros y todo lo que había comprado. Iba vestida con un traje de hombre, una camisa de hombre y zapatos de tacón —prosiguió sin aliento—. Se fue hasta su mesa, y todo el mundo en el restaurante se quedó parado.
—Marlene Dietrich —dijo Maggie, con una mirada distante—. Tiene tanto glamour. Esos pómulos.
—No tiene nada que tú no tengas, chica —le dijo Horn, mientras daba cuenta de su chili con carne. Ella le dio un puñetazo suave en el brazo.
Addie hizo una malévola imitación de cierto ejecutivo de unos grandes almacenes informándola de que a veces tenían necesidad de modelos para prendas de lencería, y que si se pasaba por allí esa noche podrían ver si daba la talla para ese trabajo.
—¿Y fuiste?—preguntó Clea.
—Claro que fui —respondió Addie—. Resultó que no había exactamente el puesto que me había contado, pero podría decirse que metí la cabeza en la empresa. O mejor dicho otra parte de mi cuerpo.
Se hizo un silencio incómodo, y Maggie lanzó a Horn una mirada que decía, ¿Oyes lo que dice? Al mirar a las tres caras en torno a la mesa, a Horn le llamaron la atención las diferencias entre ellas. Clea era todavía una niña que se sentía un tanto incómoda, aunque cada vez menos. Su belleza todavía no estaba lista para florecer, y su mirada abierta estaba velada por sus secretos. El vibrante atractivo de Maggie todavía era visible, aunque había retrocedido hacia algo más tranquilo e interiorizado, algo que se identificaba con la mujer en su totalidad, no sólo su cara. La belleza de Addie era como un ramo de flores recién cortadas, esparciendo su aroma en el viento. Pero, al igual que Clea, también ella evocaba un sentimiento sutilmente triste, como si uno estuviera viendo una película acelerada de la vida de una flor. Arde con una llama casi demasiado fuerte, pensó.
Aquella noche, Horn tuvo un sueño en el que aparecía Addie. Le resultaba natural verla allí, y le parecía normal darse cuenta de que la deseaba. Ella estaba en la carretera de tierra en la que la había visto antes, sólo que ahora llevaba ese bañador de dos piezas que tenía puesto cuando la llevó en su coche, con la cinta del pelo a juego. Todo su cuerpo resplandecía, como si acabara de surgir de la espuma de las olas, y la mirada que le dirigió lo decía todo. Sintió surgir la culpabilidad, y empezó a buscar las palabras para decirle que no deberían estar allí, que ella era la amiga de Clea. Pero enseguida su culpabilidad le pareció absurda. No es más que un sueño, se dijo a si mismo. Puedes hacer lo que quieras en un sueño.
Sintió una mano que le tocaba el hombro y tuvo la certeza de que Addie había venido hasta él, dejando a Clea en la cama para unirse a él en el sofá. Se dio la vuelta y abrió los ojos. Pero era Miguel, el peón del rancho.
—La señora dice que salga usted, por favor.
Era poco más de la medianoche. Siguió a Miguel hasta la cuadra y allí, en el compartimiento de la yegua, había un potrillo nuevo, su piel húmeda y resplandeciente, tambaleándose sobre sus patas como palos, meneando su cabeza desproporcionadamente grande al mirar a su alrededor, absorbiendo el nuevo mundo que le rodeaba. La madre, exhausta, se incorporó débilmente e, inclinándose hacia el recién nacido, empezó a limpiarlo con amplios y lentos lametones de su gigantesca lengua.
Maggie, apoyada en la barandilla, parecía tan agotada como la madre.
—Qué hay —le dijo al verle—. Un vaquero como tú, sabía que no te importaría que te despertaran para esto.
—No me habría gustado perdérmelo —respondió él, dándole una palmada en el codo—. ¿Todo el mundo está bien?
—Estupendamente, excepto la mamá y yo. Pero ya nos recuperaremos. Pienso empezar ahora mismo —dijo, señalando el jergón que había extendido sobre un montón de paja aplastada en un compartimiento vacío de al lado. Se acercó a él y se tumbó—. Sólo voy a descansar un rato —dijo, somnolienta—. Los chicos andarán por aquí. Puedes volverte a la cama cuando quieras.
Horn apoyó los brazos y la barbilla sobre la barandilla durante un rato, susurrándole a la yegua y al potro. Era una cosa que hacía cuando estaba con caballos, algo que la mayoría de los jinetes hacían sin avergonzarse. Le dijo a Bonnie que lo había hecho muy bien, y le dijo al potrillo que era bienvenido a este mundo, y que tuviera cuidado al ponerse de pie y andar, porque todo eso requería su práctica.
Al cabo de un rato se metió en el compartimiento contiguo y se tumbó sobre el jergón junto a Maggie. Hacía fresco en la cuadra, así que tiró de una manta india y la extendió encima de los dos. Levantó suavemente la cabeza de Maggie y la colocó sobre su propio brazo, y ella se giró hacia él y apoyó el brazo sobre el pecho de Horn. Olía a jabón y a paja.
—El padre es un quarter horse de campeonato, y la madre también tiene buena sangre —dijo Maggie, en una voz ralentizada por el sueño—. Creo que a éste lo voy a criar.
—Estaría muy bien. ¿Qué nombre le vas a poner?
—Había pensado llamarle Sierra. Si no te importa.
—Me encantaría.
—Todavía le hablas a los caballos.
—¿Me oíste, eh? Seguro que tú también.
—John Ray, siento mucho lo de Raincloud. —Estaban tumbados, mirando a las vigas del techo, hablando casi en susurros en medio de la oscuridad—. Yo estaba de viaje en algún sitio cuando sucedió, creo que en un rodeo en Tucson. Para cuando regresé, tú ya estabas en la cárcel. Nunca estuve segura de saber exactamente lo que pasó. ¿Me lo quieres contar tú?
—No me importa —dijo Horn, y empezó a contárselo.
Nunca había relatado la historia de principio a fin, pero le salió con fluidez, porque lo había tenido todo en la cabeza durante años, esperando a contarlo. Todo empezó con Bernard Rome Junior, cuando su padre le mandó a uno de esos colegios privados en la costa este, donde Junior aprendió a jugar al polo y a montar a caballo a la inglesa. Después volvió y empezó a aprender de Bernie padre el oficio de dirigir un estudio, pero siempre aprovechaba cualquier ocasión para impresionar a la gente con lo cultivado que era. Un día vino de visita una niña rica de Nueva York, y Junior la estaba enseñando el estudio, vestido con su atuendo de polo. Ella le dijo que le encantaría verle montar, y quizá hacer algún salto, y él no podía decir que no. Los caballos que él solía montar estaban en la cuadra de su padre en Malibu. Pero se fue a las cuadras y, tras echar una ojeada a los caballos del estudio, decidió que Raincloud sería su montura.
Así que mandó traer su silla inglesa del coche y que prepararan el caballo. Raincloud no estaba acostumbrado a ese tipo de silla y se sentía nervioso llevando por jinete a Bernard, que manejaba bruscamente las riendas y que apestaba a colonia cara. Los mozos de cuadra estaban nerviosos, pero Horn estaba en casa, de vacaciones entre dos películas, y nadie tuvo las agallas de decirle que no a Junior.
Salió a un campo vallado detrás del estudio y empezó a saltar unas vallas bajas con Raincloud. El caballo y el jinete se desenvolvieron sin problemas durante un tiempo, y la señorita aplaudía con cada salto. Entonces Junior decidió acometer una valla más alta. Espoleó a Raincloud al galope y avanzaron velozmente hacia ella. El caballo iba con ánimo de saltarla, pero Junior se echó atrás en el último momento. Dio un tirón a las riendas, chocaron de lado contra la valla y la pata delantera derecha de Raincloud se partió entre dos de las tablas.
Horn hizo una pausa. Todo aquello, le dijo a Maggie, era lo que le habían contado otros. El no intervino hasta que alguien le llamó a casa y acudió al estudio, conduciendo como un poseso. Encontró a Raincloud tendido junto a la valla, rodeado por gente del estudio. Estaba allí el veterinario, quien le dijo que no había esperanza, la fractura era demasiado mala. ¿Quieres que lo haga yo? le preguntó el hombre. No, respondió Horn, ya lo hago yo.
Fue a ver a Doolin, el armero del estudio, un hombrecillo encorvado de quien se rumoreaba que había luchado contra los Black and Tans del ejercito inglés en las calles de Dublín hacía varias décadas. Doolin se ocupaba del gran surtido de armas de fuego, algunas auténticas y otras de pega, utilizadas por el estudio para sus películas de acción, situadas en muy diversos lugares, desde las calles de Nueva York, pasando por el lejano oeste americano, hasta el paso de Khyber. Horn le pidió su réplica de Colt del ejército, modelo 1873 del calibre 45, y Doolin lo sacó de un estante y se lo entregó, metido en su funda. ¿Tienes munición para esto, verdad? le preguntó Horn.
¿Quieres balas de fogueo, verdad?
No, quiero balas de plomo.
Doolin alargó el brazo hasta otro estante y le entregó una caja de balas del 45 con una etiqueta que decía Precaución: munición real. No utilizar en el plató.
Sé que tienes una botella por ahí, le dijo Horn. Necesito que me la des también. Te la pagaré. Tras titubear un momento, Doolin desapareció y regresó con una botella medio llena de Oíd Crow.
Horn se terminó de un trago lo que quedaba, cargó las seis balas del revólver, volvió a salir al campo, colocó el cañón del arma justo entre los ojos del caballo, cerró sus propios ojos y tiró del gatillo.
Luego fue en busca de Junior.
Le encontró en el comedor con la chica de Nueva York, sentado a una mesa con Bernie padre y Bing Crosby, que tenía un contrato con la Paramount al otro lado de las colinas, pero que era un viejo compañero de golf del dueño del estudio. Los cuatro estaban tomando el té de la tarde. Disculpa, dijo Horn, arrastrando a Junior de su silla. Tenemos un asunto pendiente sobre un caballo.
Aunque más bien bajo, Junior era de complexión fuerte y atlética. Le lanzó un puñetazo a Horn y eso fue la gota que colmó el vaso. Horn le dio dos bofetadas en la cara, luego le sacó a rastras del comedor y le tiró escaleras abajo al asfalto. Mientras Junior intentaba arrastrarse torpemente del asfalto a la hierba, Horn bajó las escaleras y empezó a golpearle. La gente se arremolinó a su alrededor, pero nadie hizo nada por detenerle porque llevaba la pistola. No sabía cuánto tiempo estuvo golpeando al otro, pero hubo un momento en que se dio cuenta de que empezaban a dolerle los nudillos. Los gritos de Junior le hacían daño a los oídos, y la hierba estaba salpicada de rojo. Finalmente, Cuervo Loco, a quien alguien tuvo la buena idea de avisar, le apartó del otro. Y poco tiempo después llegó la policía.
—Supongo que lo demás ya lo sabes —dijo—. Lo calificaron de delito grave de agresión. Cuando apareció Bing Crosby en el juicio y empezó a firmar autógrafos a diestro y siniestro a la puerta del juzgado, supe cómo iba a acabar la cosa. Y cuando el señor Rome me dijo que se iba a asegurar de que nunca volviera a trabajar para ningún estudio, pues...
Maggie le dio unas palmaditas en el pecho.
—Deberías olvidarlo —dijo ella—. Espero que algún día seas capaz de hacerlo. —Después permaneció callada un largo rato, y Horn pensó que quizá estuviera dormida. Pero al rato bostezó ruidosamente—. Fuiste un hijo de puta, John Ray —dijo Maggie en una voz apenas audible—, marchándote de esa manera. —Horn sabía a qué se refería; lo de marcharse no tenía nada que ver con la cárcel.
—Lo sé.
—Ya es demasiado tarde para hacer nada al respecto.
—Ya lo sé. Duérmete, Maggie.
Ella dijo una última cosa —él entendió algo así como te habría esperado, pero las palabras bien pudieron surgir de su propia cabeza— y luego se giró hacia un lado.
Se quedó allí tumbado, pero no podía dormir. Al cabo de un rato, cuando la respiración de ella se hizo rítmica, liberó su brazo y, tras echar una breve mirada al compartimiento del parto, salió de la cuadra. Cruzó la pista de tierra hacia el prado, se encaramó a la valla y se sentó con los talones enganchados en la segunda tabla. El prado olía a hierba pisoteada y estiércol de caballo. Se lió un pitillo y lo encendió, disfrutando como siempre de la primera calada, el lento aspirar del humo hacia sus pulmones. Miró hacia arriba, al cielo de la noche. Había luna nueva, y allí en el campo la oscuridad era casi total. Buscó en el cielo y localizó la luna en lo alto, justo a la mitad de su recorrido a través de la oscuridad. Su imagen apenas era discernible, tan sólo un trazo creciente de pálida luz color hueso, contra la oscuridad. Era la luna de Clea, su favorita. Hacía mucho tiempo que no la veía.
Dentro, se dirigió al dormitorio para echar una ojeada a las niñas. Al aproximarse silenciosamente a la cama, vio que Clea dormía sola en ella. El murmullo de las sábanas le indicó que estaba despierta.
—Soy yo, cariño.
—Ah, hola.
Se sentó en el borde de la cama.
—Tengo una noticia que darte. La yegua ha tenido a su bebé.
—¿De verdad? Qué bien. —Clea se movió, medio incorporándose—. ¿Es niño o niña?
—Es niño. Los dos están bien. Ya se ha puesto de pie. Tenías que verle, todo larguirucho.
—Quiero verle.
—Lo podrás ver mañana. ¿Dónde está Addie?
—Salió afuera. Creo que está en la hamaca.
—Probablemente hace más fresco allí.
Más ruido de sábanas.
—Le conté lo de Tommy.
—¿A qué te refieres?
—Pensé que, cuando la llamaste, se lo habías contado. Que Tommy había muerto. Pero no lo sabía. Se lo dije, y... se puso muy...
—¿Por qué le iba a importar? Me dijo que le odiaba.
—Ella estaba enamorada de Tommy.
¿Qué demonios? Permaneció sentado en el borde de la cama, esperando a que ella siguiera. Al cabo de un rato, Clea empezó a hablar, con voz somnolienta pero controlada.
—Cuando conocimos a Tommy, él salía con las dos. A mí me gustaba mucho, aunque también me daba un poco de miedo, porque era mucho mayor que yo. Pero Addie estaba loca por él. Le perseguía, y se veían mucho. Ella es tan guapa que no entiendo por qué yo parecía gustarle más. Simplemente era así. Y cuando yo me marché de casa, me fui derecha a él, y él me acogió. Y nunca volvió a ver a Addie después de eso.
—A lo mejor era demasiado mayor para él —dijo, en un a tono cargado de sarcasmo.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso?
—Da igual, cariño. Así que le dijiste que Tommy estaba muerto. ¿Le contaste cómo murió?
—Sí —Clea exhaló con dificultad, como si estuviera a punto de llorar—. Creo que... ella cree que tú le mataste.
—¿No le dijiste que...?
—Sí. Pero ella me dijo que odiabas a Tommy porque él te dio una paliza una noche, y que ella estaba allí. Tú no le mataste, ¿verdad?
—Cariño, ya te dije que no fui yo. Créeme, de verdad. —Se inclinó hacia delante y estiró la sabana de arriba, como acostumbraba hacer cuando ella era pequeña. A veces tenía sueños que la perturbaban, y al entrar en la habitación se la encontraba con todas las sábanas hechas un burruño.
Mientras toqueteaba la sábana, intentó pensar. Si Addie Webb había estado enamorada de esa basura de Del Vitti, entonces su salida aquella noche con Horn seguramente fue puro teatro. Lo del Dixie Belle fue una encerrona, y Del Vitti y Falco le estaban esperando. Podían haberle matado, o al menos haberle metido unas buenas cuchilladas. Sintió un renovado respeto por la inteligencia y astucia de Addie. Esperaba lograr de alguna manera encontrar la manera de convencerla de la verdad sobre la muerte de Del Vitti.
Dejó la sabana y volvió a sentarse derecho, planteándose si encender o no la luz, pero finalmente decidió no hacerlo.
—Hablaré con ella mañana —dijo.
—¿Crees que estará bien?
—Claro, estará perfectamente. Como te digo siempre, Addie sabe cuidar bien de si misma. Oye, ¿te puedo hacer unas cuantas preguntas sobre Tommy?
—Supongo —bostezó ella.
—¿Cómo le conociste?
—Me lo encontré de casualidad. En la tienda de batidos enfrente del colegio. Era muy simpático y educado, y tenías que ver cómo le miraban las demás chicas. ¿Sabes? Es curioso.
—¿El qué?
—Bueno, me da la impresión de que no fue una simple casualidad. Quiero decir que quizá él tuviera interés en conocerme, ¿sabes lo que quiero decir?
—Aja. ¿Sabes qué tipo de trabajo tenía?
—Me dijo que trabajaba para un hombre que se llamaba Vincent, que Vincent era muy rico y le gustaban las niñas bonitas, y que uno de los trabajos de Tommy era buscar chicas para que salieran con Vincent.
—¿No pensaste que eso tuviera nada de malo?
—No, mientras que ellas quisieran salir con él. Tommy me dijo que Vincent las llevaba a sitios buenos como el Brown Derby.
Bueno, no exactamente.
—¿Llegaste a conocer a Vincent?
—No —otro bostezo.
—¿Conociste a alguna de las chicas?
—No, no. Tommy me dijo que eran de todas partes de la ciudad —permaneció largo rato callada. Luego prosiguió—: Addie le ayudaba.
—¿A qué te refieres?
—Le ayudaba a buscar chicas. Y una vez me dio la impresión de que fue a ver a Vincent.
Santo Dios. Así que eso es a lo que se dedicaba la pequeña Adele.
Percibiendo la sorpresa de Horn, Clea prosiguió.
—Conozco a Addie mejor que nadie. Hace muchas locuras, pero es muy buena chica. Lo único es, el sitio de donde viene... Me dijo una vez que su padre —ya se marchó— solía entrar en su habitación por la noche, desde que ella tenía... —Clea paró de hablar.
—No tienes que contarme más, cariño. Así que Addie hace algunas locuras.
—Le gusta ser sexy. Le gusta gustar a los hombres.
—En eso ya me he fijado.
—Es mi mejor amiga.
—Muy bien —alargó la mano para colocarle bien la almohada—. ¿Quieres volverte a dormir?
—A lo mejor dentro de un poco. ¿Te puedes quedar un ratito?
—Claro que sí —las palabras de Clea le llenaron de ternura. No recordaba cuándo había sido la última vez que ella había reclamado su compañía. Estaba seguro de que hacía varios años. Probablemente la noche en que marchó hacia Cold Creek y ella lloraba y gritaba detrás de la puerta cerrada de su dormitorio. Se colocó una almohada detrás de la espalda—. Tú cierra los ojos. Yo me quedo aquí.
Empezó a hablarle en voz baja, como solía hacer años atrás. Cuando ella era pequeña, él solía inventar cuentos sobre ponys plateados, tiovivos mágicos y niñas pequeñas que descubren manadas de caballos salvajes en lo alto de las montañas y les guían hacia los dulces pastos del fondo del valle antes de que lleguen las tormentas de nieve. A veces los cuentos eran sobre una niña pequeña llamada Clea, a veces tenían otros protagonistas. A ella no parecía importarle, siempre que le contara un cuento.
Así que esa noche se puso a hablarle. Pero esta vez las historias no eran inventadas. Había demasiadas cosas que necesitaba decirle. Le contó lo mucho que la había echado de menos todos los días desde aquella noche en que se marchó. Cómo había echado de menos tenerla como hija, aunque que sabía que su padre era un buen hombre y que tenía un buen hogar al que volver cuando estuviera preparada.
Si alguna vez había algo de lo quisiera hablar con él, le dijo, él la escucharía. Incluso si se trataba de algo que hubiera sucedido hace muchos años y que ella apenas recordara. Él la escucharía, porque algunas cosas no hay que guardárselas. A veces lo que uno más necesita en el mundo es sencillamente alguien que te escuche.
Paró de hablar un momento, preguntándose si se había quedado dormida.
—Está noche está tu luna en el cielo —dijo calladamente—. La vi ahí fuera hace un rato y pensé en ti. Está nuevecita, tan fina que casi no se ve. ¿Te acuerdas de lo que dijiste, hace mucho tiempo? Es especial porque es como un bebé nuevo, recién nacido. Anoche, dijiste, el cielo estaba todo negro, y ahora tenemos esta luna nueva con forma rara, recién colgada para empezar a iluminar las cosas. Va a hacerse grande, todavía más deprisa que yo, dijiste, y pronto será gorda y redonda y podremos leer libros de cuentos con la luz que dará.
Hora creyó oír un ruido, pero cuando se volvió a mirar su hombro redondeado en la oscuridad, no vio nada.
—Probablemente no te hayas fijado en esta hebilla grande y fea de mi cinturón —prosiguió en voz baja—. Quería enseñártelo. Es algo que hice en la... algo que hice mientras estaba fuera. Cogí un trozo de acero y lo chapé con plata. Luego cogí un alambre de cobre y raspé un dibujo sobre la plata. No soy un gran artista, pero si la miras de cerca, verás dos caballos, uno grande y uno pequeño, con jinetes encima. Y muy arriba, en la esquina derecha, con el último trozo de alambre, hice un pequeño garabato. Es una luna creciente. Y los dos jinetes... bueno, supongo que somos tú y yo, cabalgando hacia...
Otro ruido, más claro esta vez. Se volvió hacia ella. Su hombro estaba temblando, y oyó sollozos ahogados, como si se estuviera tapando la boca para que no se oyeran. La agarró y la acercó hacia él, y ella le puso un brazo alrededor, agarrándose a su brazo como si fuera un salvavidas.
—Vamos, pequeña. Deja que salga, bonita. Deja que salga.
Los sollozos se hicieron sonoros, un lamento cargado de dolor, como si se tratara de un llanto reprimido durante años. Horn le daba palmaditas en el hombro, sin saber qué más hacer, diciéndole que todo iba a arreglarse ahora, fuera lo que fuera, que se arreglaría. Le dijo que él se encargaría de arreglarlo, y a la vez se preguntaba de qué manera podría lograrlo.
—Le vi —dijo ella.
—¿A quién?
—Al hombre con los anillos.
—El hombre con los... ¿Cuándo?
—En el entierro. El entierro del padre de Scotty. Le vi allí, y me acordé de su cara, y de los anillos que llevaba en las manos. Y que sus manos tenían pelos negros. Y de cómo una de sus manos me agarraba y me sujetaba, mientras le hacía cosas a la otra niña pequeña. Yo quería marcharme como fuera, pero él no me dejaba. Me decía que tenía que mirar. Hace mucho tiempo, pero cuando le vi la cara, y los anillos, me acordé.
Horn la agarró con fuerza.
—Lo sé todo. Nunca volverás a verle. Y algún día lograrás olvidarlo todo. ¿Me oyes?
—No —dijo ella, la voz ahogada por el llanto—. No pensé en ello durante mucho tiempo, pero ahora no puedo parar de darle vueltas. Cuando le vi, él me vio también. Y la forma en que me miró... No hago más que verle la cara, una y otra vez.
—¿Por eso te escapaste? ¿Después de verle?
La sintió asentir con un movimiento de cabeza, notó la humedad de sus lágrimas.
—¿Pero por qué no se lo dijiste a tu madre y ya está? Ella te habría ayudado. Tu nuevo padre...
—No habría sido capaz de hablar con él de eso —dijo Clea.
—Pues tu madre, entonces.
—Ella fue la causante —dijo Clea, respirando entrecortadamente otra vez—. Ella dejó que me pasara eso.
—Cariño, ella no lo sabía.
Pero no había forma de razonar con ella. No paraba de llorar, y lo único que él podía hacer era abrazarla. Finalmente, cuando sus sollozos se convirtieron en jadeos entrecortados, y Horn sintió que el pecho de la chiquilla se había vaciado de lágrimas, Clea volvió la cara hacia arriba para mirarle.
—Viniste a buscarme, verdad —le preguntó.
—Ya lo creo que sí, pequeña —respondió él, agarrándola con fuerza—, ya lo creo que sí.
A los pocos minutos estaba dormida. Se llamaba Vincent le dijo silenciosamente Horn. No hace falta que lo sepas jamás.
* * *
No le llevó mucho tiempo encontrar su pequeño baúl. Estaba en un rincón del cuarto de arreos, debajo de una vieja manta de montar. No tenía candado. Al abrirla, vio las viejas botas de caballería de Sierra Lane y su sombrero, con el ala cogida con un alfiler a un lado. A su lado estaban el cinto y la funda de pistola, de cuero liso, que tan conocidos le resultaban. Debajo, cuidadosamente doblados, estaban los pantalones y la camisa azul, con sus vistosos botones. Sacó una amplia hoja de papel enrollada muy prieta, y la desenrolló.
Vale, indio, a lo mejor te mentí un poco. A lo mejor sí que guardé uno de mis carteles. Era el de El trueno de Wyoming, y en él se veía a Sierra Lane a lomos de Raincloud, avanzando a todo galope hacia el observador, con un fondo de nubes de tormenta. El vaquero tenía cogidas las riendas con la mano izquierda, y con la derecha agitaba ampulosamente su sombrero. Las herraduras de Raincloud levantaban una nube de polvo, y caballo y jinete parecían todo uno, casi un centauro, arrebatados y transportados por el placer de la carrera.
Volvió a colocar el cartel en su sitio y, en el fondo del baúl, encontró lo que estaba buscando, un bulto pesado envuelto en hule. Desenvolvió el hule y agarró el Colt con la mano, sintiendo la culata, probando el equilibrio. Faltaba una cosa más, y enseguida la sacó también. Una caja pequeña, aunque pesada, con una etiqueta en la que ponía Precaución: munición real: No utilizar en el plató.