Capítulo 1
La calle olía a polvo y decepción. Este lado de la ciudad es el de los perdedores, se dijo Horn al aproximarse a la casa de huéspedes, la mirada clavada en las ventanas, pendiente de cualquier movimiento.
El barrio tenía un aire de impermanencia. Las casas de estructura de madera con paredes de tablas solapadas se habían levantado hacía más de veinte años cuando la gente emigraba a Los Angeles en busca de trabajo. Con la Depresión, las casas quedaron vacías. Luego llegó la guerra, y las casas volvieron a llenarse. Pero ahora la guerra había terminado, llevándose consigo todos los puestos de trabajo en la industria militar, y todos los jardines delanteros de la calle se veían ralos y descuidados. En aquella calle no eran exactamente pobres, pensó Horn, simplemente estaban de paso. Tenían siempre al menos una de sus maletas hechas, esperando a que él llamara a su puerta. O alguien como él.
Primero echó un vistazo al coche, un Chevrolet Sedán de unos diez años de antigüedad. La matrícula de Kansas coincidía con la que llevaba apuntada en un papel en el bolsillo. No había duda de que era el coche que habían aportado como garantía. Las ventanas estaban bajadas por el calor y se acercó un momento a la puerta del conductor, asomándose al interior para ver si podría arrancarlo sin llave en caso necesario. No sería demasiado complicado.
Subió las escaleras, notando como cedían, como si la madera se hubiera reblandecido bajo el peso de tantos pies, comprobó que la puerta no estaba cerrada, se adentró en el pasillo —despedía un tufo a antiguos guisos— y se detuvo a los pocos pasos frente a la primera puerta a la derecha, el salón. Mientras llamaba a la puerta con la mano izquierda, su derecha se aferraba al paquete de fichas de póquer en el bolsillo de su chaqueta de algodón. Mejor estar preparado. Igual se te complica la cosa, le había dicho el indio con una de sus sonrisas indescifrables. No va a ser como en una de tus películas, que sabes que te los vas a ventilar a todos porque es lo que pone en el guión.
Horn esperaba que no se le complicara más que con los dos hermanos pescadores en San Pedro, cuya deuda el indio había estado dispuesto a dar por perdida si Horn no lograba cobrar. Se los había encontrado jugando al gin rummy, sentados a una mesa de cartas en la cocina, con una barra de pan y un tarro de manteca de cacahuete a su lado. Cuando les explicó por qué estaba allí, uno de ellos se fue directo hacia el ojo de Horn con un cuchillo. No era más que un cuchillo de mesa, de punta redondeada y untado de manteca de cacahuete, pero era su ojo. El asunto acabó razonablemente bien, aunque no sin violencia, y a partir de entonces al indio le gustaba referirse al asunto como "El duelo en el Cañón del Cacahuete".
Volvió a llamar a la puerta. La mujer que le abrió podía tener cualquier edad entre los treinta y los cuarenta. La parte baja de su delantal estaba mugrienta de tanto limpiarse las manos. Parecía resignada a cualquier cosa que le trajera aquel extraño esa tarde de verano.
Horn no se esperaba una mujer, y sintió que su mano derecha se aflojaba un poco. Intentó mirar por encima de ella hacia el interior de la sala, atisbando en la penumbra lo que parecía un niño de corta edad sentado en un sofá.
—Buenas tardes, señora —dijo él—. Quisiera hablar con el señor Buddy Taro, si está en casa.
—Yo soy Buddy. —El hombre entró en su campo de visión. Rechoncho y de mediana estatura, con pantalones de vestir, tirantes y camiseta interior. Llevaba los zapatos relucientes y su barbilla se asentaba sobre una compacta papada.
El hombre hizo un leve ademán a la mujer para que se apartara, y ésta se retiró de la puerta, remetiendo las manos en el delantal, como para protegérselas. El hombre salió al pasillo.
—Podemos hablar aquí —dijo en tono confiado. Su gesto parecía amable y sincero. Buddy siempre presenta una buena fachada, le había dicho el indio.
Horn volvió a estudiar detenidamente al hombre, de la cabeza a los pies, luego sacó la mano derecha de la chaqueta. Quizá el indio se había equivocado.
—Vengo de parte de Joseph Cuervo Loco —dijo calladamente Horn tras esperar a que el otro cerrara la puerta—. Le debes quinientos veinticinco. Te lo ha aplazado ya dos veces. Hoy es el día de cobro.
—Sí, claro —dijo Buddy, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Sabía que era hoy. Mira —dijo, poniéndole suavemente la mano en el hombro a Horn, un gesto amistoso—. Tengo doscientos justos. Te los puedes llevar. El resto lo tendré muy pronto —su voz era ágil y alegre, y sonaba un tanto divertida. Buena voz para un jugador, pensó Horn, con la que contarles historias a los muchachos en torno a una mesa, entre mano y mano, sin soltar prenda.
Taro sacó un pequeño fajo de billetes del bolsillo de sus pantalones y se lo tendió a Hora.
—Aquí lo tienes —dijo—. Le dices que...
Horn se metió los billetes en el bolsillo con el paquete de fichas.
—Tendré que llevarme el coche —dijo.
—¿Qué?
—El Chevrolet. Usted lo aportó como garantía. Hoy vence el plazo. Me lo llevo —Horn se encaminó hacia la puerta de la casa.
—No me puede hacer eso —dijo Taro en una voz que había perdido su tono confiado, siguiendo a Horn por el pasillo hasta la puerta—. Me hace falta el coche. Lo necesito para moverme de un lado a otro. —Parecía haber perdido el aliento.
Horn empujó la puerta mosquitera, atravesó el porche en dos zancadas y bajó las escaleras en otras dos, luego se quedó esperando junto al coche. Acabemos con esto de una vez, pensó.
—¿Me deja las llaves?
Taro estaba de pie a pocos metros de él, hablando entre dientes.
—Mire, tengo a un niño enfermo ahí dentro, y la mujer no hace nada para traer dinero a casa. Tengo que moverme de un lado a otro. Necesito encontrar partidas.
—Así es cómo se ha metido en dificultades —le dijo Horn sin animosidad—. Búsquese un trabajo normal.
—Claro, un trabajo normal. A lo mejor me puedo conseguir uno como el suyo. —Horn percibió que, bajo las palabras airadas, la desesperación iba saliendo a la superficie—. Trabajé en Lockheed durante un tiempo, fabricando aviones, pero eso se acabó. Así que supongo que debería conseguirme un trabajo como el suyo, quitándole a la gente el dinero de la compra.
—Si es lo que le gusta —Horn curvó la mano hacia arriba, apremiante—. Las llaves.
Con el rabillo del ojo percibió un ligero movimiento. En la ventana delantera, las cortinas se habían separado ligeramente, y entre ellas podía verse el rostro pálido y afilado del niño, contemplando la escena.
—No —Buddy Taro era ahora la viva imagen, en clave cómica, del desafío. Los brazos cruzados, la cara roja, la camiseta tirante bajo las carnes que se desbordaban por encima del pantalón.
—Da igual —Horn metió la mano por la ventana del coche, tiró de la maneta de la puerta y se sentó frente al volante. Del bolsillo izquierdo de la chaqueta sacó un pequeño destornillador y una navaja—. Me puedo arreglar sin ellas. —Se agachó hacia un lado para estudiar el circuito de contacto.
De repente el otro se le vino encima, tirándole del brazo izquierdo. Temiendo que pudiera llevar un arma, Horn salió rápidamente, con el destornillador en alto para protegerse. Pero Buddy Taro simplemente se quedó ahí parado delante de él, torpemente agazapado, los ojos muy abiertos, mientras formaba un puño con la mano y lo echaba hacia atrás. Horn le puso la palma de la mano en la cara a Taro, con los dedos abiertos, y empujó con fuerza. El hombre retrocedió y se sentó de golpe en el pavimento de hormigón, la espalda apoyada sobre el primer escalón. Se quedó mirando hacia delante con gesto de perplejidad.
—No vuelvas a hacer eso, ¿de acuerdo? —Horn se planteó registrarle los bolsillos al hombre para buscar las llaves del coche. Pero otro atisbo del rostro que miraba a través de la ventana le decidió a ponerse otra vez con el contacto del coche. Durante varios minutos escuchó la respiración jadeante de Taro, luego le oyó levantarse pesadamente, subir las escaleras y entrar en la casa. Horn ya tenía sacado el contacto de su carcasa y estaba empezando a pelar la camisa de los cables cuando oyó abrirse la puerta de la casa.
—Aquí tienes —levantó la vista y vio a Taro lanzar un fajo de billetes hacia el jardín y la rampa de entrada. Los billetes se desperdigaron por todas partes, como hojas verdes caídas demasiado pronto de los árboles—. Aquí está el resto. Cógelo. Mejor lo cuentas. —Taro se volvió hacía la puerta—. Parte de ese dinero es para la leche del niño. Espero que te lleves una buena tajada.
A Horn le llevó un buen rato recuperar todos los billetes. Los estaba contando por segunda vez sobre el capó del coche cuando oyó la voz.
—¿Eres Sierra Lane?
El niño estaba abrazado a la columna junto a la escalera de entrada. Podría tener trece o catorce años. Estaba muy flaco, descalzo, vestido con pantalones de pana y una camiseta de colores. Horn vio que uno de sus tobillos, el que no soportaba peso, tenía la carne pegada al hueso. Polio, supuso Horn, lo que significaba que probablemente tuviera toda la pierna así.
—¿Quién?
—Sierra Lane. El vaquero.
Horn negó con la cabeza.
La mirada del niño se mantenía clavada en la cara de Horn.
—Me apuesto lo que quieras a que sí —dijo finalmente—. Me he visto muchas películas suyas. No vas vestido igual, pero... Lo que quiero decir es que, seguro que eres el tipo que hace de Sierra. A que sí.
—No.
—La que más me gustó fue Malhechores de la Frontera —dijo el niño en un tono casi cantarín—. Me la vi cuando era pequeño. Ya sabes, al final, cuando Sierra convence a los otros para que se quiten las pistolas, y luego se pelea con todos. A mi amigo Lee le gusta Sunset Carson, pero yo le dije que si estuviéramos en un aprieto, lo mejor sería tener a Sierra Lane a nuestro lado, porque le ganaría siempre a Sunset Carson.
Horn se encogió de hombros, al tiempo que doblaba el fajo y se lo metía en el bolsillo.
—Puede ser.
—¿Seguro que tú no eres?
—Seguro.
Hubo un ligero sonido en las ventanas, y Horn vio a la mujer.
—Entra en casa, cariño —llamó ella. El niño no se movió.
—¿Por qué empujaste a mi padre?
Horn respiró hondo.
—No quería hacerlo —dijo por fin—. Mejor será que entres —y volviéndose a la ventana dijo—: Señora, por favor, dígale al Señor Taro que su cuenta está saldada.
Veinte minutos más tarde, Horn se acomodó en un asiento del tranvía para el trayecto de regreso. Dentro del vagón el calor era agobiante, por lo que se quitó la chaqueta y colocó el sombrero sobre las piernas. Tenía los dedos pringosos y manchados porque algunos de los billetes habían caído en un charco de aceite junto al coche. Se limpió las manos con el pañuelo y, recostándose contra la ventana, cerró los ojos y se abandonó al vaivén y el traqueteo del tranvía. El vagón estaba abarrotado y olía a sudor. Oyó el chisporroteo contra la catenaria, y el aire le trajo un regusto como si se hubiera metido un centavo de cobre debajo de la lengua. Ahora es cuando me alejo galopando hacia el horizonte y todo el mundo aplaude, pensó. Buen trabajo, vaquero. Vuelve a vernos cuando quieras.
—Aquí tienes tu dinero —Hora tiró el fajo de billetes encima del escritorio. El indio, ocupado como de costumbre en sus asuntos financieros, estaba sumando cifras con su máquina sumadora de sobremesa, los ojos puestos en un libro de contabilidad, los dedos de su mano izquierda martilleando las teclas mientras accionaba la manivela con la mano derecha para obtener los totales. Interrumpió lo que estaba haciendo y levantó la mirada.
—¿Cómo fue la cosa? —gruñó.
—Seguro que sabes cómo fue. ¿Lo quieres contar?
Joseph Cuervo Loco era casi tan alto como Horn, pero más ancho de hombros y de pecho. Vestía una camisa blanca de seda con la pechera bordada. En la muñeca izquierda llevaba un reloj caro, un Bulova, y en la derecha un brazalete de plata repujada con una turquesa del tamaño de su dedo pulgar. Cogió el fajo, le quitó la goma y empezó a contar ágilmente los billetes. A mitad del fajo, se detuvo y miró hacia arriba con gesto agrio.
—Están grasientos.
—Es aceite —dijo Horn—. Algunos aterrizaron al lado del coche cuando me los tiró.
—Te los tiró —Cuervo Loco sonrió de repente—. Típico del viejo Buddy. —Relajado, su rostro era tan expresivo como la cara de una moneda de cinco centavos. Pero cuando estaba animado, podía abarcar un amplio espectro, desde la alegría desbordante de un duendecillo hasta una siniestra amenaza ante la que más de un hombre corpulento agachaba la cabeza y cruzaba rápidamente a la otra acera. En aquel momento su expresión sugería que le divertía una broma que sólo él conocía.
—Te dije que el asunto podía resultar complicado.
—Pensé que te referías a otra cosa —dijo Horn, cogiendo la silla que había al otro lado de la mesa. A su izquierda, la mayor parte de la pared del despacho era de cristal, lo que permitía al indio vigilar sus dominios, el Casino del Cuervo Loco, el mayor salón de cartas de aquella parte del Condado de Los Angeles. Treinta mesas y una barra hacinadas en una sala llena de humo que más bien parecía un almacén. Era sábado a última hora de la tarde, y el local empezaba a llenarse. Horn reconocía a algunos de los habituales, y divisó al fotógrafo que se pasaría por las mesas más tarde aquella noche, sacando fotos de recuerdo para los jugadores afortunados que se las pidieran.
—¿Qué pasó?
—No mucho. Buddy se puso de los nervios y le me echó encima cuando me metf en su coche para...
—¿Entonces no fuiste en coche?
—Pensé que mejor no. Dejé aquí el Ford y cogí el tranvía, por si icaso. —Horn sacó una bolsa de picadura Bull Durham y un paquete de papelillos del bolsillo de su camisa.
—Venga hombre —exclamó Cuervo Loco, asqueado al ver el tabaco—. Es la peor costumbre que podías haber cogido en ese antro. No sé cómo puedes fumar eso. Toma —dijo, inclinándose hacia Horn y agitando un paquete de Lucky para hacer salir un cigarrillo—. Sé civilizado, ¿vale?
Horn sonrió ante el reproche que ya había oído varias veces, y cogió un pitillo.
—No me importa. De todas maneras, Buddy no me planteó mayores problemas. Sólo que había una mujer, y un niño inválido. Esa es la parte que no me gustó.
—Sabía que no te gustaría —dijo Cuervo Loco—. ¿Pero a quién iba a enviar si no? Con cualquiera de los otros muchachos la cosa se riodría haber puesto fea. Podían haber vuelto con la cabellera de Buddy. Tú, en cambio, eres un diplomático.
—¿Por qué no dijiste eso en el juicio? —preguntó Horn, concentrando toda su atención en el cigarrillo mientras lo encendía.
Cuervo Loco se pasó ambas manos por el pelo, que estaba recogido en una corta cola de caballo, y su gesto se ensombreció.
—Hice todo lo que pude —dijo—. Todos hicimos lo que pudimos. Ese hijo de puta te tenía en el punto de mira, y no había otra. Ni el propio Clarence Darrow en persona te habría podido sacar de esa, amigo.
La silla giratoria chirrió cuando el indio movió su corpachón.
—¿Tienes hambre? Puedo mandar a una de las chicas a por un sándwich de pastrami. ¿Qué me dices?
—No le diría que no a una de tus cervezas.
—Lula —gritó Cuervo Loco a través de la puerta cerrada a su ayudante en el despacho de fuera—. Un par de Blue Ribbon, por favor, bonita. —Separó varios billetes del fajo que le había traído Horn y los dejó al otro lado de la mesa—. Tu parte —dijo—. Espero que no te importe llevarte algunos de los manchados. Te he añadido un poquito más. Ahora ya puedes volver a conectar tu teléfono.
—Ya está conectado. Les pagué el otro día. —Viendo la expresión de Cuervo Loco, Horn prosiguió—. No estaba sin blanca ni nada de eso. Simplemente fue por desidia, nada más.
—Bien —dijo pacientemente el indio—. Bueno, pues ahora puedes volver a hablar con la gente, contactar con el mundo. Estaba ya muy harto de dejarte mensajes en ese taller cutre. Es como mandar señales de humo, ya sabes, como en las películas de vaqueros —miró fijamente a Horn—. ¿Te preocupa algo?
—Es sólo el crío —dijo al cabo Horn, encogiéndose de hombros—. Me reconoció.
—Ah. —Cuervo Loco se reclinó en el respaldo de su silla—. Entiendo. Uno de tus viejos admiradores. Supongo que no firmaste ningún autógrafo, ¿verdad? Siento que no te lo encontraras en mejores circunstancias —su gestó se tornó más alegre—. Mira —dijo, señalando a una esquina de la habitación por encima del hombro derecho de Horn. Sobre la pared había un gran cartel enmarcado. Era de Carabinas Justicieras, y la ilustración del artista, realizada a base de amplios trazos, mostraba los perfiles de dos hombres a caballo: Horn en primer plano, vestido de vaquero, y Cuervo Loco con el atuendo indio de piel de gamuza, y una pluma en el pelo.
—¿No te parece una preciosidad? —dijo Cuervo Loco—. Lo encontré en el cuarto de atrezzo y conseguí que me lo dieran. De todas las películas que hicimos, ésta es la única en la que me sacaron en un cartel decente.
—Está muy bien —dijo Horn—. Se te ve muy noble.
—Piel roja noble, ese ser yo. Hombre blanco decir verdad.
Entró una chica joven con una blusa chillona de satén, botas y una falda de flecos, y dejó dos botellas de cerveza encima de la mesa, todavía con hielo de la nevera.
—Gracias bonita —dijo Cuervo Loco mientras la chica se retiraba. Quitó las dos chapas contra el canto marcado de su mesa, le pasó una a Horn y alzó su botella—. Por Sierra Lane, el vaquero más pistonudo que jamás montó una bronca en una taberna del oeste. —Dio un trago largo a la botella y eructó sonoramente—. ¿Tienes alguno de tus antiguos carteles?
—No —dijo Horn. Estaba despegando distraídamente la etiqueta de su botella con la uña del pulgar.
—Ese crío te llegó al alma, ¿no es cierto?
Cuando Horn no le contestó, Cuervo Loco prosiguió:
—¿Sabes qué? No te voy a dar nada que tenga que ver con viudas ni huérfanos, ¿de acuerdo? Solamente jugadores empedernidos, tipos duros, mala gente. Asf podrás mantener la conciencia tranquila.
El indio se terminó su cerveza y tiró la botella a una papelera, donde aterrizó con gran estrépito.
—Dos tipos que nunca acabaron la secundaria —dijo, en una voz algo más suave—. Sí que se la pegamos, eh. Nos fue bastante bien durante una temporada. Nadie parecía darse cuenta de que ninguno de los dos teníamos ni idea de actuar. —Sacudió la cabeza al recordarlo, y se rió—. Simplemente íbamos por ahí haciendo justicia en el viejo oeste, qué carajo. El vaquero y su indio fiel.
—Era todo basura, y lo sabes.
—¿Quién lo dice, Cecil B. puto-de Mille? De acuerdo, hicimos muchas películas dignas de olvido, para cualquiera que tuviera un cuarto de dólar en el bolsillo. Pero gustábamos a los chavales. Nos echábamos unas cuantas risas, y de paso nos sacábamos algunos cuartos.
—Supongo que tendría que haber ahorrado algo de ese dinero —dijo Horn—. Y ahora no estaría trabajando para ti, recogiendo dinero grasiento del suelo.
—Por favor, un poco menos de gratitud. Me haces sentir incómodo. Yo no vi a nadie más haciendo cola para ofrecerte un trabajo. Desde luego que no, después de que Bernie Rome hizo correr la voz de que nadie te diera trabajo en ningún estudio, ni siquiera sacando el estiércol de las cuadras. Mira —prosiguió, al ver que Horn no respondía—. ¿A quién le importa? Volvemos a ser compañeros de cabalgata y por lo que a mí respecta que les den por saco a todos.
—Compañeros de cabalgata. Así es —Horn se levantó—. Te agradezco el trabajo, indio. De verdad que te lo agradezco. Sólo que a veces me cansa un poco, ¿sabes?
—Espera un momento —Cuervo Loco metió la mano en un cajón—. Casi se me olvida. Recibiste una llamada hoy. —Le entregó un trozo de papel.
—Mutual 3224 —leyó en alto Horn—. ¿Scotty?
—Sí. No le conté que sabía dónde estabas, sólo le dije que te lo daría si alguna vez te veía.
Horn arrugó el papel y lo tiró en la papelera junto a la botella vacía.
—¿No le vas a llamar? —Horn no contestó, y el indio prosiguió—: Yo pensé que vosotros dos erais buenos amigos. ¿Qué fue de Horn y Bullard, el terror de los garitos de Sunset Boulevard?
—No lo sé —dijo Horn, poniendo voz de que no le importaba—. He perdido contacto con él.
—Estuvo en el juicio, ¿no?
—Así es. Me invitó a una copa justo antes de que yo entrara en la cárcel, me escribió un par de cartas, y eso fue todo. Lo último que supe de él fue hace casi tres años. Supongo que cuando Iris me dejó tenía que tomar partido, y a ella la conoció antes que a mí. O quizá fue simplemente que su viejo no habría visto con buenos ojos que anduviera con un presidiario. Malo para los negocios. Malo para la reputación familiar.
—Bueno, pues ya no tiene que preocuparse por lo que piense papaíto —resopló Cuervo Loco—. Te has enterado, ¿no?
—Lo leí en el periódico. Un entierro multitudinario. Dicen que tardaron una hora en despejar de coches el recinto del cementerio.
—Así que tu viejo amigo ahora es rico.
—Me alegro por él —dijo, encogiéndose de hombros. Se volvió hacia la puerta para marcharse.
—¿Por qué no le llamas? Cuantos más amigos tengas en este momento, mejor.
—Vete al diablo —respondió agradablemente Horn mientras cerraba la puerta tras de si.
—Buena cabalgata, amigo —gritó Cuervo Loco a sus espaldas—. Mantente en contacto.