Capítulo 14

En diez minutos estaba en Ocean Avenue. Al fondo, debajo de la zona de Pacific Palisades y alejándose hasta el horizonte, la gran masa del Pacífico iba mudando su color del gris al negro bajo el cielo crepuscular. Las farolas estaban encendidas, y los rótulos se iban iluminando uno a uno a lo largo de la avenida, anunciando los pequeños hoteles, los bares y las marisquerías.

Debajo tenía el muelle de Santa Mónica, una avenida palpitante de luces suspendida sobre el agua, dominada por el perfil intensamente iluminado de la noria contra el cielo oscuro. Bajó hasta el muelle, aparcó, y siguió a otros paseantes vespertinos hacia el entarimado del muelle. A Clea siempre le había gustado aquel lugar, y no hacía más que unos días que Horn había estado allí, en uno de sus viajes en su busca. Pero Horn sentía que ese día era distinto. Todos los años, Clea siempre había querido celebrar su cumpleaños en el tiovivo.

Naturalmente, ahora tenía más años, quizá demasiados para caballitos de mentira pintados de colores. Horn se preguntaba si simplemente estaba siendo optimista, imaginándose que Clea acudiría a un sitio así tal y como lo hacía de pequeña, en busca de la diversión de una chiquilla. Pero eso le ayudaba a no imaginársela en compañía de hombres. De un hombre en particular.

Al acercarse al edificio circular que albergaba el tiovivo vio que estaba oscuro, con los cierres echados. En la entrada había un cartel: Cerrado por reformas.

—Maldita sea mi suerte —masculló. Miró a su alrededor, resistiéndose a darse por vencido tan fácilmente. No lejos de allí había una pareja joven sorbiendo unos granizados. La chica parecía de la edad de Clea.

—Hola —saludó.

—Qué tal —respondió el chico.

—Tengo una pregunta. No soy de esta ciudad, y estoy citado aquí con una chica. Dice que quiere montar en los caballitos, pero el puñetero tiovivo está cerrado. Así que la tengo que llevar a otro lado. ¿Se os ocurre algún otro sitio?

El chico se le quedó mirando. Ya sé lo que estás pensando, le dijo silenciosamente Horn. Soy demasiado viejo para tener una novia que monta en el tiovivo. Así que, ¿por qué no lo dices?

—Bueno —dijo por fin el chico—. Casi todos los muelles de por aquí tienen uno.

—Vale. ¿Y cuál es el mejor?

—¿Quiere decir después de éste? No sé... El de Lick's Pier está bien, porque tocan swing, en vez de toda esa música antigua de órgano. Pero creo que el de The Pike, en Long Beach, es el que más me gusta, porque es el más grande y el más rápido. Un amigo mío se cayó una vez —soltó una risotada—. A la mayoría de los tíos ése es el que les gusta.

—Gracias —Horn miró a la chica—. ¿Estás de acuerdo?

—No —respondió ella—. A mí me gusta el del muelle de Ocean Park.

—¿Y eso por qué?

—Los caballitos —dijo—. Son... son preciosos.

* * *

El muelle de atracciones de Ocean Park estaba a unos minutos en coche, en el límite entre Santa Mónica y Venice. Para cuando llegó allí, el muelle era una algarabía de luces, de música y del ruido de la gente divirtiéndose en una noche fresca de verano. A mitad del muelle surgía, como una serpiente marina, la montaña rusa. Los gritos de los pasajeros alcanzaban un punto culminante, luego remitían para volver a aumentar de intensidad.

El tiovivo estaba animado y lleno de gente. El disco de música de órgano que sonaba por los altavoces era Hindustan. Se quedó mirando unos minutos. Los caballitos eran magníficas tallas en madera, con ojos intensos, las aletas nasales abiertas, las patas levantadas, los tendones marcados. Se encabritaban y bajaban las patas una y otra vez, en su continuo baile circular, y los niños que, junto con algunos mayores, se asían a ellos, lograban parecer estúpidos a la vez que orgullosos.

Buscó entre el público y los jinetes de los caballitos, esforzándose por no hacerse ilusiones de ver a Clea. Al cabo de un rato el olor de carne a la parrilla que le llegaba del entarimado le recordó que había tenido que retrasar su cena. Salió del recinto del tiovivo, se compró un perrito caliente con un refresco de naranja y caminó hasta la punta del muelle, donde se puso a comer, contemplando a la gente durante unos veinte minutos. Luego empezó a volver, pasando por la caseta del adivinador del futuro, el puesto de algodón de azúcar, la tómbola, el tiro al blanco.

Casi encima de él, los chillidos de la montaña rusa llegaron a su punto álgido, y Horn levantó la vista hacia los coches que bajaban disparados, con sus ocupantes gritando como almas perdidas que van derechas a la perdición. Cuando bajó la mirada, vio a Clea andando hacia él.

Estaba con un hombre. Horn agachó la cabeza y en tres zancadas se metió en un puesto de souvenirs, donde se agachó sobre una rodilla fingiendo que tenía que atarse el cordón de un zapato. La miró pasar. Estaba cogida del brazo de Tommy, pero Horn casi no le vio. Pasaron lentamente, y les perdió de vista entre la muchedumbre, pero esperó allí junto al puesto, sabiendo que tenían que volver por el mismo sitio.

Diez minutos más tarde volvieron a aparecer, y Horn se resguardó en las sombras del puesto, observando, con el ala del sombrero bajada. Su garganta se tensó al verla, no por el alivio de haberla encontrado, sino por el puro placer de contemplarla. La descripción de Paul Fairbrass no le había preparado para lo mucho que había cambiado. Llevaba un vestido ligero de verano y zapatos de tacón, y caminaba con movimientos elásticos de sus piernas estilizadas. Sus cabellos rubios, peinados hacia atrás, se movían con la brisa del mar. Sus facciones eran ahora más definidas, y su rostro parecía estar a punto de cruzar esa difusa línea entre niña y mujer.

Tommy estaba hablando, con gestos ampulosos, evidentemente pasándolo bien. Ella no decía mucho, con una media sonrisa en la boca, sus ojos moviéndose de derecha a izquierda, al parecer atentos a otras cosas. Pasaron por delante de él. Horn esperó un minuto, luego comenzó a andar detrás de ellos, manteniendo siempre a veinte o treinta personas delante de él.

Pasaron por el tiovivo sin detenerse. Seguramente ya ha montado para celebrar su cumpleaños, pensó. Les siguió al aparcamiento, hasta confirmar que se metían en el Chrysler descapotable azul celeste, luego salió corriendo hacia su coche, logrando salir a la calle principal justo detrás de ellos.

Al salir del muelle, Tommy giró a la izquierda hacia Santa Monica, hasta llegar a Santa Monica Boulevard, donde torció a la derecha, en dirección noroeste. Al igual que en su persecución de Falco, Horn procuraba mantener un par de coches entre su vehículo y el Chrysler. Siempre que un semáforo le obligaba a parar y tenía que resignarse a ver cómo se alejaban los pilotos rojos del otro coche, tamborileaba con los dedos en el volante y mascullaba alguna imprecación, luego salía disparado en cuanto cambiaba la luz, acortando nuevamente la distancia. Tenía a su favor el hecho de que el Ford era el coche menos distintivo que podía haber, pero le habían salido mal demasiadas cosas para ser optimista. Sabía que ésta podía ser su única oportunidad.

Le diste esquinazo a Sykes, y Falco me lo dio a mí, pero esta noche te tengo, amigo Tommy. O como quiera que te llames. No lograrás deshacerte de mí. Y si sabes que voy detrás de ti paras para hacerme el jueguecito de la navaja, te juro que te paso por encima en medio de la calle.

Pero la persecución se desarrolló sin incidentes. Subieron por Santa Monica Boulevard, pasando por Beverly Hills, luego entraron en Hollywood. Un par de manzanas después de una curva cerrada a la derecha, Tommy se metió por Crescent Heights y giró a la izquierda a Laurel Canyon. Al principio Horn pensó que iban hacia la casa de Bonsigniore en lo alto de las colinas. Pero después de una milla aproximadamente, el Chrysler se metió en una bocacalle. Horn esperó diez segundos, apagó los faros, y les siguió. La calle era estrecha y tortuosa, con una curva cerrada cada veinte metros. Aferrado al volante, se esforzaba por distinguir los pilotos rojos del Chrysler, que aparecían, se esfumaban, y volvían a aparecer. Unas cuantas veces sacó la cabeza por la ventana para ver mejor lo que tenía delante.

Luego vio unas luces de freno, y el Chrysler subió por una empinada rampa de acceso a una casa. Horn detuvo su coche, avanzó muy despacio, y finalmente apagó el motor a unos veinte metros de la casa. Salió del coche y caminó hasta la casa. Era un bungalow de aspecto normal, cerca del cambio de rasante en el que la calle dejaba de ascender para empezar la cuesta abajo. La pequeña franja de césped bajaba en fuerte pendiente desde el porche delantero hasta un muro de contención de piedra de un metro y medio de altura, que lindaba con la estrecha calle. Distinguía a duras penas el Chrysler aparcado al fondo de la oscura rampa de acceso junto a la casa.

Se quedó ahí parado, indeciso, y entonces se encendieron las luces en el salón. Se sintió estúpido al darse cuenta de que no sabía exactamente qué hacer. Si llamo a la puerta, me pueden volar la cabeza. O cuanto menos puedo acabar en comisaría. El ex presidiario que le está causando problemas a la chica que ya ni siquiera es su hija. Eso no ayudaría a nadie.

Lo mejor, concluyó, sería decirle a Paul Fairbrass dónde podía encontrar a su hija y dejarle que se hiciera cargo de todo. Quizá Clea quisiera volver a casa, o quizá no, pero estaba claro que era una menor, y Fairbrass le podía causar muchos problemas a Tommy por ese motivo. Una vez que Clea estuviera segura, Horn averiguaría por qué se había escapado de casa, y establecería si realmente había alguna relación entre su desaparición y la muerte de Scotty.

Volvió al coche y anotó la dirección de la casa. Fue a arrancar el motor, pero algo le retuvo. Ahora que la había encontrado, deseaba permanecer cerca de ella un tiempo. Se puso lo más cómodo que pudo en el reducido espacio del asiento delantero del Ford y se quedó mirando las luces de la casa.

¿Qué es lo que quieres de ella? le preguntó al hombre de la casa. ¿Por qué se escapó de casa para irse contigo? ¿Está contenta? ¿Le has hecho algún daño? Si es así, no es Paul Fairbrass quien debe preocuparte.

Cuando las luces de la casa por fin se apagaron, miró su reloj y le sorprendió comprobar que llevaba allí más de una hora. Era casi medianoche y la calle, apenas iluminada por sus escasas farolas, estaba tan tranquila que reconocía perfectamente la música de una radio que se oía a través de una ventana abierta.

Bostezó y cambió de postura, pensando que era hora ya de marcharse, cuando oyó un ruido, como de un portazo. Venía de arriba, de la casa de Tommy. Se asomó por la ventanilla, aguzando al máximo el oído. Al cabo de unos segundos, otro ruido, esta vez más como un "pop". Después silencio, durante unos treinta segundos. Después otro "pop", del mismo tono y volumen que el anterior. Los tres se habían oído ligeramente amortiguados, pero Horn sabía bien lo que eran, disparos de pequeño calibre, probablemente de dos armas diferentes.

Cuando sonó el tercer disparo, salió del coche y corrió hacia la casa. Al llegar al muro de piedra, se agachó detrás de él, escuchando. Nada, salvo el ladrido desaforado de dos perros, al parecer reaccionando ante aquellos sonidos inhabituales. Al asomarse por encima del muro, vio la misma casa a oscuras de antes.

Subió por los peldaños irregulares de piedra hacia un camino que llevaba a otros escalones y al porche delantero. Conteniendo la respiración, intentó abrir silenciosamente la puerta delantera. Cerrada con llave. Tiene que estar dentro. ¿Estará bien? Tomó rápidamente una decisión. Sacudió nuevamente el pomo de la puerta, esta vez con la suficiente fuerza para que se le oyera desde dentro.

—¿Usted también ha oído los ruidos? —dijo en voz alta, sintiéndose un idiota—. Creo que ha sido dentro. Por qué no hacemos lo siguiente. Yo daré la vuelta a la parte de atrás, y ustedes esperen aquí a la policía, ¿de acuerdo'?

Unos cuantos segundos después oyó un ruido por detrás. Una puerta que se cerraba, unos pasos corriendo sobre la gravilla. Luego nada durante casi un minuto, después un coche arrancando a cierta distancia por detrás de la casa, posiblemente una calle más allá.

Volvió a su coche y sacó una linterna de la guantera. Después, tanteando la pared lateral, con la respiración acelerada y entrecortada, llegó hasta la parte trasera de la casa, donde descubrió el lugar por donde había entrado el intruso, una puerta con la cerradura forzada con una ganzúa.

Durante unos instantes, se paró a pensar en la locura que era entrar en una casa en la que no sabía lo que le esperaba. No te pares a pensarlo, le dijo la voz interior. Si te lo piensas, no lo harás. Carraspeó y habló en voz alta.

—Eh. Soy su vecino, voy a entrar. —Entreabrió la puerta mosquitera, abrió la puerta interior forzada y entró rápidamente. La casa estaba a oscuras. Al encender la linterna vio que se encontraba en una pequeña cocina. Todo parecía estar en su sitio. Había un pasillo que llevaba a la parte delantera de la casa, y avanzó por él.

—¿Hay alguien en casa? Oí un ruido y pensé que...

Apuntando con el haz de la linterna hacia delante, vio casi enseguida la forma tendida en el suelo. Oh, no. Pero el cuerpo tenía el tamaño y la forma de un hombre, no de una chica. El hombre yacía sobre un costado, apoyado sobre el brazo derecho, como si estuviera durmiendo la siesta. Horn le alumbró la cara. Las facciones estaban distendidas y el pelo no estaba peinado con fijador, pero era Tommy. Llevaba un pijama de seda a rayas, y olía a una esencia fuerte y dulzona. El lado izquierdo de su vientre estaba empapado de sangre que brillaba a la luz de la linterna. En el suelo, a pocos centímetros de los dedos de la mano derecha había una pistola de gran tamaño. Tommy no se movía, y enseguida Horn supo por qué. El ojo izquierdo de Tommy no estaba, y en su lugar había un coagulo de sangre que sobresalía y brillaba como el ojo de rubí de una estatua pagana.

—¡Clea! —ajeno al peligro, Horn se puso en pie y gritó—: Clea, ¿dónde estás?

Empezó a registrar la casa de una planta, primero el salón, luego los dos dormitorios. El dormitorio principal era evidentemente el de Tommy. En el armario ropero había todo un muestrario de ropa chillona, aunque cara y bien cortada. Encima de la mesilla había una cartera, unas llaves y un frasco de colonia Número Seis, la fuente del olor que despedía el cuerpo. El segundo dormitorio también tenía la cama deshecha, y en el armario había una extraña colección de ropa tanto de niña como de mujer. Miró en la cocina, los cuartos de baño, la despensa, los armarios, por todos lados. No estaba. Angustiado, regresó al salón y se sentó en un sillón junto a la chimenea, intentando reconstruir lo que había sucedido.

Después de que los dos se hubieran ido a sus respectivas camas, teorizó, alguien empezó a forzar la puerta. Tommy tuvo tiempo de coger su pistola y llegar al vestíbulo, donde intercambió disparos con el intruso. La pistola tirada en el suelo era una semiautomática del calibre 45, el arma reglamentaria que cientos de soldados se habían traído a escondidas a casa después de la guerra. Un arma grande, ruidosa y brutal, de formidable potencia pero escasa precisión. Una buena elección para la mesilla de noche si lo que más te interesa es espantar a alguien. Salvo que tu adversario sea alguien que no se espanta con facilidad.

El primer disparo había salido del 45 —Horn estaba seguro de eso— y había sido respondido con algo más ligero y preciso, que hirió a Tommy y dio tiempo a su adversario a darle el tiro de gracia. Después se había llevado a Clea. Tenía que habérsela llevado, no cabía otra posibilidad.

Horn se planteó encender algunas de las luces, pero decidió no hacerlo. Apuntó la linterna de un lado para otro del salón, como esperando que la respuesta le saltara a la cara de repente. La luz se reflejó en algo metálico en la pantalla de la chimenea, y se acercó a ver. Era una cadena ligera, de alrededor de un metro de largo, con una anilla de acero en un extremo, lo suficientemente grande para meter el dedo índice. Estaba colgada de cualquier manera por encima de la pantalla, casi como si alguien la hubiera lanzado apresuradamente hacia la chimenea. El último eslabón en el otro extremo de la cadena estaba partido.

Quitó con cuidado el cerrojo de la puerta delantera y salió por el porche al césped de delante, donde se volvió para mirar a la casa. Como muchos bungalows, tenía un tejado a dos aguas, con la cumbrera a unos dos metros por encima del techo de la planta baja. En la fachada delantera, a un metro por debajo de la cumbrera, había una rejilla de ventilación. La casa tenía algún tipo de buhardilla.

—Hola —al darse la vuelta, Horn vio a un hombre rechoncho en bata y zapatillas en el jardín de al lado—. ¿Algún problema?

—Hola, qué hay —dijo Horn—. Usted también ha oído los ruidos, ¿verdad? Y unos gritos. He salido de la casa para echar una ojeada, pero no veo nada —recorrió la parte delantera de la casa con el haz de la linterna—. Debe de ser una falsa alarma. O alguna gamberrada.

El otro se tocaba el cinturón de la bata, mirando de Horn a la casa y de la casa a Horn. Aunque dudaba que Tommy fuera la clase de persona que salía a charlar con los vecinos a través de la valla, Horn se preguntaba si aquel hombre se daba cuenta de que no estaba hablando con el dueño de la casa.

—Supongo que podemos dar por concluida la alarma —dijo Horn con una risita, luego se tapó un bostezó con la mano—. No se usted, pero yo me vuelvo a la cama. Buenas noches.

—Claro. Buenas noches —Horn sentía los ojos del otro clavados en su espalda mientras subía las escaleras para entrar de nuevo en la casa. ¿Estará preguntándose qué hago aquí fuera completamente vestido después de medianoche? Irá derecho al teléfono para llamar a la policía? No puedo perder el tiempo.

Dentro de la casa, avanzó por el pasillo, iluminando el techo con la linterna. Prácticamente encima del cuerpo de Tommy lo encontró, el contorno de una trampilla con una argolla de acero pintada de blanco, casi invisible, en el centro. Tommy tuvo justo el tiempo suficiente de cerrar la trampilla, arrancar la cadena y tirarla a la chimenea. Para esconder algo —o a alguien— en esos preciosos segundos que le quedaban de vida.

Horn fue a buscar una silla de la cocina, se subió a ella, pasó el dedo índice por la argolla y tiró de ella. Accionada por un sofisticado sistema de contrapesos, la trampilla se abrió y una escalera plegable de madera se fue desplegando lentamente hasta el suelo. Horn subió por ella.

Arriba olía a polvo, madera sin barnizar y el calor acumulado del día. Asomando la cabeza por encima del suelo de la buhardilla, fue alumbrando cajas de cartón y muebles en desuso. En uno de los rincones, junto a la fachada delantera de la casa, el haz de luz la encontró.

Estaba medio tumbada, medio sentada, acurrucada sobre una manta arrugada, descalza y en pijama, con los ojos como platos y el gesto congelado.

—Clea. —Subió a toda prisa y había recorrido la mitad del camino que le separaba de ella cuando vio la pistola, apuntando directamente hacia él. La mano le temblaba violentamente, y Clea apretó los labios con el esfuerzo de apretar el gatillo. Pero estaba demasiado duro. Clea cogió el revolver con ambas manos y cuando Horn dio un salto hacia ella y rodeó con la mano el cañón del arma, ella apretó el gatillo. Sintió en la piel entre pulgar e índice el pellizco del gatillo al cerrarse sobre el percutor.

Le arrancó la pistola de la mano, y Clea gritó de dolor.

—No —dijo Horn—. Soy yo. Cariño, soy yo. —A pesar de la sensación casi de pánico que sentía en aquel momento, supo que ya no podía decir "soy papá". Apuntó la linterna hacia su propia cara, pero la niña no hizo sino apretarse contra la pared, y Horn supo que debía parecer una máscara de la muerte.

Apagó la linterna, y quedaron los dos en la oscuridad, jadeando.

—Soy John Ray —dijo por fin, calladamente—. He venido a buscarte. Nadie te va a hacer daño.

Tardó diez minutos en persuadirla de que se levantara y se acercara a la escalerilla. Le sujetó la mano mientras bajaban, señalando el camino con la luz. De repente se acordó del cuerpo en el suelo, y justo en ese momento ella lo vio, y emitió un gemido de dolor. Al llegar al suelo, se arrodillo junto a Tommy, tirándole de la manga, acariciándole el pelo. En la oscuridad no podía apreciarse la gravedad de sus heridas, pero Clea comprendió claramente que estaba muerto.

Volvió la cabeza hacia Horn, y éste oyó el principio de un grito que nacía en la garganta de la chica.

—No, Clea —dijo Horn, tapándole bruscamente la boca—. Yo no le maté. Te juro que no lo hice. Le encontré así —ella se debatía contra su mano, emitiendo gemidos—. Le mató otra persona. Tenemos que irnos. Es peligroso quedarse aquí.

Clea se aferraba con ambas manos a su muñeca. Después de un tiempo, los pequeños gemidos se fueron apagando, y Horn retiró la mano de su boca y la llevó a la puerta trasera.

—Espérame aquí sólo un minuto —dijo. Fue a la habitación de Tommy y buscó nuevamente su cartera. Sacó el carné de conducir y se fijó en el nombre: Anthony del Vitti. Repasó rápidamente las tarjetas y fotos, y finalmente sacó una foto, que se guardó en el bolsillo junto con el carné de conducir. Al volver al pasillo, se planteó coger una de las pistolas, pero enseguida desechó la idea. Un ex presidiario con una pistola, pensó. Eso es buscarse la ruina. Después salió con Clea por la puerta trasera y bordearon la casa hasta la parte de delante, donde Horn miró, inquieto, de un lado a otro. No se apreciaba ningún movimiento. Por el momento, hasta los perros estaban tranquilos.

Pocos segundos después estaban dentro del coche. Arrancó, hizo un giro de 180 grados encima de la acera y volvió al asfalto, alejándose cuesta abajo a toda prisa hacia Laurel Canyon Boulevard.

Respiró hondo y miró a Clea, que permanecía apoyada contra la puerta, las piernas recogidas contra el cuerpo, mirando fijamente hacia delante.

—Tranquila, está todo bien —dijo—. Llevo mucho tiempo buscándote. No ha sido fácil encontrarte, ¿sabes? Fue mucho más fácil seguirte la pista cuando estabais en la playa, la vez que te fuiste con Addie, ¿te acuerdas?

—¿Adónde vamos? —eran las primeras palabras que pronunciaba. No más que un susurro, tan tenue que apenas lo escuchó.

—Te voy a llevar a casa —dijo—. Tus padres se van a poner muy...

—No.

—Clea, tienes que ir a casa.

¡No! —dio un tirón con ambas manos al picaporte de la puerta y ésta se abrió de par en par. Fuera de sí, Clea sacó las piernas del coche en el mismo momento en que Horn se echó hacia la derecha, agarró un trozo de chaqueta del pijama y volvió a meterla dentro. El coche dio un bandazo, y Horn logró a duras penas dominarlo mientras Clea intentaba zafarse.

—¡No! —gritó ella de nuevo. Horn dio un frenazo, intentando dominarla con ambas manos mientras ella le golpeaba con los puños. Gritaba cada vez más fuerte, y Horn permaneció allí sentado, todavía aferrado a la chaqueta de pijama, sin saber qué hacer. Vio encenderse una luz en una casa cercana.

No había tiempo para otra cosa. Sujetándola fuerte con su mano derecha, le dio un cachete con la mano izquierda abierta, luego otro, más fuerte. El segundo golpe la dejó sin aliento, y se desmoronó en el asiento, sollozando.

—Pequeñita, siento haberte hecho eso —le dijo, llamándola por el nombre que había usado para ella hacía mucho tiempo, cuando las cosas estaban en su mejor momento—. ¿Por qué no quieres volver a casa?

No hubo respuesta. Solamente sollozos. Había algo en su expresión. No sabía interpretarlo, pero le asustaba. Oyó voces en el interior de la casa con la luz encendida, e hizo rápidamente varios cálculos mentales.

—Vale —dijo—. De acuerdo —pisó a fondo el acelerador, y descendieron a la carretera principal del cañón. En vez de girar a la izquierda, torció a la derecha, hacia la cima, en dirección al valle.

Su reloj marcaba casi las dos de la madrugada cuando llamó a la puerta. Maggie le abrió con el gesto desdibujado por el sueño.

—Necesito ayuda —dijo Horn.