Capítulo 25

Nada más oírse el grito, hubo varios tiros —uno, dos, varios más—, alguien estaba disparando a la desesperada.

Horn se encaramó sobre la V y fue sorteando a todo correr los escombros que llevaban a la casa, salvando de un salto el vestigio del muro exterior hacia lo que había sido la zona entre el salón y el pasillo. Entonces pudo ver la puerta de la bodega, de la que salía una luz inestable, recortando la silueta desdibujada de un hombre en el umbral.

Al aproximarse, vio que el hombre sostenía una linterna, apuntando el haz de luz hacia el interior de la bodega a sus pies. Una forma se adentró en la luz. Era Paul Fairbrass. En su mano derecha sostenía la pistola de Sykes, apuntando hacia el hombre de la linterna, y Horn oyó una y otra vez el golpe seco del martillo contra el percutor. Entonces el rostro de Fairbrass se contorsionó en una mueca y soltó un alarido, acaso de rabia. Lanzó la pistola sin munición contra la forma en el umbral y se abalanzó contra él, moviendo furiosamente los puños.

Una única detonación amortiguada, y Fairbrass cayó hacia atrás, la cara ensangrentada. Otro chillido desde el interior. Ahora el hombre empezó a descender las escaleras desde el umbral, recorriendo las paredes con el haz de su linterna hasta dar con lo que buscaba. Avanzó en aquella dirección.

Trastabillando y a punto de caer sobre los cascotes, Horn llegó al umbral y se lanzó escaleras abajo contra la forma oscura. El hombre empezó a girarse, pero Horn le cayó sobre el costado, empujándole con todas sus fuerzas contra una estantería. Los dos rodaron contra la estantería, separándose y cayendo pesadamente sobre el suelo de piedra. Horn oyó el repiqueteo metálico de algo al caer.

Se puso en pie de un salto. La única luz provenía de la linterna, caída en el suelo, proyectando inútilmente su haz sobre la base de una pared. El otro hombre era una sombra en el rincón. ¿Tenía su pistola? Horn esperó al fogonazo, el impacto de la bala.

—¿Eres tú, vaquero? —preguntó en voz baja el otro, remarcando aún más su acento neoyorquino—. Te dije que no te cruzaras en mi camino. —Alargó la mano hacia un estante cercano, tanteando su superficie unos segundos, luego avanzó hacia delante. Ha perdido su pistola, pensó Horn.

—Primero tú, luego ella —dijo Falco con voz serena—. A mí me da enteramente...

Horn se agazapó y saltó sobre él, hincando el hombro en el pecho del otro, arrastrándole contra la pared y quitándole el resuello. Aprovechando ese momento, Horn echó atrás el puño, disponiéndose a lanzarlo sobre la cabeza de su contrincante. Pero en esto vio la mano derecha de Falco trazar un amplio círculo hacia él, sujetando algo que reflejaba la tenue luz. Una explosión de dolor ardiente en el cuello le hizo chillar.

—¿Te gusta? —masculló Falco, hundiendo aún más la botella rota, retorciéndosela contra los músculos y la carne. Era el dolor más intenso que Horn recordaba haber sentido jamás, peor que su herida de guerra en el hombro. Sintió cómo Falco arrancaba la botella de la herida y la vio delante de él, dispuesta a hundirse en su garganta. Con un alarido de desesperación, Horn aferró con su mano izquierda la muñeca del otro y le cogió de la garganta con la derecha. Falco hizo de su mano libre un puño y lo estampó contra las costillas de Horn, una vez, después otra.

Los dos forcejearon de pie unos instantes, luego Falco pasó una pierna por detrás de la rodilla de Horn, haciéndole caer de espaldas. Los dos rodaron por el suelo, jadeando, las manos de Horn firmes sobre la muñeca y la garganta del otro. Los puñetazos de Falco le llovían ahora en la cara.

—Clea —alcanzó a decir Horn—. Corre. —Oyó un movimiento hacia las escaleras.

Falco le clavó la rodilla en la entrepierna, y Horn sintió un golpe de nausea. Le vino el recuerdo de una vieja pelea en un bar de San Antonio, y hundió los dientes en la oreja de Falco, saboreando su sangre. Falco apartó bruscamente la cabeza, gimiendo de dolor, su mano derecha golpeando incansablemente la cabeza de Horn, una y otra vez. Horn empezó a sentirse mareado. Abrió más los ojos, pero lo veía todo gris. Le dolían las manos. Apretó la garganta del otro con lo que sabía eran las últimas fuerzas que le restaban, pero no sentía más que músculo y tendones bajo los dedos.

Otro puñetazo en la cabeza, y supo que estaba a punto de desmayarse. No le sueltes. Después otro. Sus oídos le retumbaban como las campanas del monasterio en lo alto de las montañas. Abrió los ojos una última vez para escupirle en los ojos a Falco y la luz casi le deslumbró. Su cara estaba totalmente iluminada, blanca como una luna llena, la boca abierta jadeando, los ojos desorbitados de la sorpresa. Falco volvió la cabeza, parpadeando, intentando ver quién estaba detrás de la linterna. En aquel momento el cañón de su propia pistola entró en el haz de luz, lenta, casi delicadamente, hasta apoyarse en la sien de Falco. Al sentir su contacto, intentó apartar la cabeza, pero los dedos de Horn le mantenían atenazado.

La descarga ensordecedora le arrancó buena parte de una mejilla. El cuerpo de Falco se puso rígido, luego se relajó al entrar en estado de shock. El segundo disparo fue más certero, penetrándole en pleno centro de la cabeza.

Horn le apartó de una patada y permaneció tendido en el suelo, jadeando. La linterna cayó al suelo y se apagó. Tendió la mano hasta encontrar la de Clea, y tiró de ella hacia sí.

—Creí que te ibas a morir —le dijo, llorando silenciosamente.

Yo también, pensó, pero le dijo algo distinto.

—¿Pero cómo iba a pasar eso teniéndote a ti para que me cuides?

Fuera, una voz que reconoció le llamó por su nombre.

—Estamos aquí dentro —respondió—. Ahora salimos.

Al llegar a las escaleras, rozó algo con el pie, una pierna. Se arrodilló y buscó con dos dedos el pulso en la garganta de Fairbrass. Nada.

Al ponerse en pie, sintió que Clea le tocaba el brazo.

—¿Está...?

—Mejor no quedarse aquí —dijo rápidamente—. Agárrate a mí, cariño. Por aquí.

Fuera, en la luz gris del amanecer, Cuervo Loco les esperaba inquieto. Estaba vestido con pantalones de caza, como si se marchara al campo de fin de semana, y llevaba una venda de gasa en la cabeza, donde Sykes le había golpeado. Sobre su antebrazo derecho se apoyaba una escopeta.

Horn tropezó al subir los peldaños de piedra hacia la luz, y Clea le sujetó, igual que había ayudado a Paul Fairbrass a subir las escaleras de la cabaña.

—Cada vez se te da mejor ayudar a subir las escaleras a hombres mayores —le dijo Horn.

Cuervo Loco enarcó las cejas, interrogante.

—Falco está ahí dentro —le dijo Horn.

—Le disparé, tío Joe —explicó Clea en el mismo tono que podía haber empleado para contar algo que le había pasado en el colegio.

—Calla —le dijo Horn—. No hace falta que hablemos de eso.

—Santo Dios bendito —exclamó Cuervo Loco, acercándose—. Pero si estás sangrando como un cerdo en la matanza—. ¿Qué ha pasado?

—Me dio con una botella rota. ¿Cómo me ves?

—Hecho un desastre, así es como te veo —dijo Cuervo Loco, cogiendo a Horn del hombro para girarle un poco—. Aunque seguro que no es más que piel y un poco de músculo, ninguna parte vital. Pero hay que taparlo pronto.

—Mi camisa está por ahí.

En un par de minutos, Cuervo Loco improvisó una venda con la camiseta de Horn, asegurándola sobre la herida con las mangas de su camisa fuertemente atadas por debajo de su brazo derecho.

—Hay que llevarte a un médico —murmuró el indio mientras anudaba las mangas.

—Enseguida —dijo Horn—. ¿Qué ha pasado aquí fuera?

—Ha sido Billy —respondió Cuervo Loco.

—¿Quién?

—Billy Mirada al Frente. Forcejeaste con él en mi bar, ¿no te acuerdas? Se está quedando en mi casa porque se atrasó con el alquiler y la casera le echó, y me oyó arrancar el coche. Cuando le dije adónde iba, se invitó él solo.

—Yo creía que su especialidad eran los japoneses.

—No le hace ascos a nada. El caso es que encontramos a Sykes y supusimos que habíais venido hacia aquí, y os seguimos. Oímos tiros. Billy logró colocarse detrás del tipo con el rifle. ¿Cuántos eran?

—Tres en total —dijo Horn—. Tenemos un herido por ahí, en alguna parte. —Al señalar en aquella dirección, vio a Billy Mirada al Frente levantarse de entre la hierba. Tenía el pecho al descubierto, y su cara, pecho y brazos estaban tiznados de lo que parecía polvo y hollín. Su larga cabellera negra estaba sujeta con un pañuelo. No llevaba pistola, pero en aquel momento Horn le vio limpiar con un manojo de hierba la hoja de un machete de los Marines.

—Ya no está herido, John Ray —dijo calladamente el indio.

Mirada al Frente enfundó su machete y caminó unos metros hasta donde la hierba acababa en el sendero. Se sentó de piernas cruzadas en el suelo mirando hacia ellos y, desde la distancia a la que estaban, parecía haber cerrado los ojos.

—Ése era el sobrino de Bonsigniore —dijo Horn.

Cuervo Loco masculló un juramento.

—Pero le mandaron a hacer un trabajo de hombres, ¿no?

—Le debo una a Billy —dijo Horn—. Quiero decírselo.

—Ahora mismo no —dijo Cuervo Loco—. Necesita estar a solas. Dejémosle tranquilo un rato —se volvió hacia Clea—. ¿Cómo estás, preciosa?

—Muy bien, tío Joe —respondió ella alegremente, un poco demasiado alegremente, pensó Horn—. Cansada, nada más.

Horn la rodeó con los brazos y la abrazó. Luego hizo un ademán a Cuervo Loco para que se alejara unos pasos con él.

—Su padre está ahí abajo también —dijo en voz baja—. Le mató Falco. Quiero sacarla de aquí cuanto antes. Va a necesitar a su madre.

—De acuerdo. ¿Qué hacemos con toda esta chusma barriobajera?

Horn se lo pensó un momento.

—Encontrarás un pico y una pala en el cobertizo de las herramientas detrás de la cabaña. Recoged todas sus armas y documentos de identidad, relojes, anillos y demás, y enterradlos en el bosque. Nuestro amigo Bonsigniore no sabrá nunca qué fue de ellos. Lo supondrá, pero no lo sabrá —calló unos instantes—. Hay un coche en algún sitio ahí abajo.

—Lo vimos. Lo dejaré aparcado justo enfrente de la casa del maldito Vinnie.

—No te entusiasmes. Simplemente déjalo en algún sitio lejos de aquí, ¿vale? Siento cargarte con todo esto, indio.

—No te preocupes. Lo único que estaba pensando es que...

—¿Sykes y Fairbrass? No pueden desaparecer sin más. Tengo una idea. Mételos en su coche y déjalo aparcado por algún lado en Long Beach. Cuando los encuentren, la policía preguntará quién tenía algo en contra de Paul. Iris les dirá que alguien andaba buscando a Clea y que Paul intentaba protegerla, y ella también sabe que Bonsigniore era uno de los integrantes del grupo del refugio de caza. La policía no tardará en establecer la relación. No le quitarán el ojo de encima.

—Espero que le tengan lo bastante vigilado para mantenerlo alejado de la chiquilla —dijo Cuervo Loco.

—Ha perdido tres hombres está noche —dijo Horn—, uno de ellos un pariente. Esto no le hará darse por vencido, pero se lo pensará, al menos durante un tiempo.

—¿Y qué pasa si no es así? ¿Y si lo único que hace es enfurecerle?

Estoy cansada de tener miedo, dijo la voz de una niña en su cabeza.

—Entonces alguien tendrá que ir a por él.

—Eso ya me suena más a Sierra Lane —dijo el indio—. Venga, marchaos de aquí.

—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó Horn acercándose a Clea.

Ella hizo un gesto de asentimiento, con una media sonrisa, y Horn se preguntó qué se le estaría pasando por la cabeza en aquellos momentos.

Se encaminaron por el sendero que bajaba a la cabaña. Cuando se adentraron en la arboleda, Clea se paró, tendiendo los brazos hacia él.

—Tengo las piernas acorchadas —dijo—. Igual que el potrillo. Qué raro, ¿no? No sé si voy a poder...

Horn la cogió en brazos y siguió andando. Ella le pasó los brazos por el cuello, como había hecho incontables veces cuando era pequeña. La sintió bostezar.

—Paul me protegió —dijo ella.

—Lo sé, cariño.

—Creo que sabía que iba a morir, y yo también. Disparó con la pistola una y otra vez, y cuando ya no funcionaba, se fue andando hacia la puerta y...

—Shh. Lo sé —dijo él—. ¿Por qué no descansas un poquito?

—Tengo tanto sueño —bostezó de nuevo, esta vez sonoramente, y apoyó la cabeza en su hombro.

Horn tropezó con una raíz pero recuperó el equilibrio. Estaba agotado pero, curiosamente, se sentía fuerte, dispuesto a llevarla en brazos todo el tiempo que hiciera falta, hasta que el sol estuviera alto.