Capítulo 23
—¿Indio?
—¡Ay, Dios! Acababa de dormirme. Tengo la cabeza como...
—Lo siento. Escucha, tengo un problema. Clea viene para acá.
—¿Qué? ¿Dónde estás? —Horn oyó a Cuervo Loco tirar algo al sentarse—. Maldita sea. ¿Qué hora es?
—Un poco antes de las tres. Estoy en casa. Me acaba de llamar por teléfono Sykes. Alguien disparó contra su coche, y vienen hacia aquí. Quieren llevarla a algún lugar seguro, como habíamos planeado, y parece ser que volvemos al plan de San Bernardino.
—Imbéciles —dijo Cuervo Loco con la voz todavía cargada de sueño—. ¿La niña está bien?
—Creo que sí. Necesito que me hagas un último favor. Me gustaría no tener que pedírtelo, pero no sé cuántos hombres de Bonsigniore andan por ahí buscándola.
—Necesitas protección —dijo Cuervo Loco resignadamente—. Alguien que vaya en el asiento de al lado con un rifle.
—Algo así. ¿Te ves con ánimo para eso?
—Lo haré por ayudar a la señorita —suspiró Cuervo Loco, con una mala imitación del acento de Sierra Lane—. Dile al tal Sykes que le voy a dar para el pelo cuando acabe todo esto —se hizo una pausa—. Estoy a casi una hora de allí. ¿Podéis esperarme?
—Qué remedio. Pero date prisa. —Vio luces de faros a través de la ventana delantera—. Ya están aquí. Tengo que colgar.
Bajó y abrió la verja. El Packard se paró a la entrada, con Sykes al volante y sus dos pasajeros detrás. Las dos ventanas laterales de atrás estaban reventadas, y sólo quedaban unos pocos trozos de cristal colgando del marco. Horn hizo señales con el brazo a Sykes para que pasara, indicándole que aparcara detrás de la casa para que el coche no se viera desde la carretera. Poco después, los tres se reunieron con él en el porche.
Subieron silenciosamente las escaleras, Clea con el brazo alrededor de la cintura de Paul Fairbrass. Se le veía acongojado y sin aliento. Horn les llevó adentro y les sentó en su sofá, el único asiento cómodo que había. Hizo un gesto a Sykes para que saliera con él de nuevo al porche.
—Dime exactamente lo que pasó.
—Más o menos como se lo conté antes —empezó Sykes. La luz que llegaba de dentro iluminaba su cicatriz reciente y las marcas dejadas por los puntos de sutura en su mejilla izquierda—. Creo que nos estaban esperando en la fábrica, aunque no entiendo cómo ni por qué.
—Creo que yo sí —respondió Horn—. Addie Webb. Le dijo a tu jefe dónde podía encontrar a Clea, y adivino que también le contó a Bonsigniore que Clea estaba con vosotros dos.
—Pero si no es más que una chiquilla —dijo Sykes con los ojos entrecerrados—. Eso no tiene sentido.
—Es una mujer joven, se llevaba bien con Bonsigniore, y está un poco alterada —repuso Horn—. Piensa que yo maté a su novio, el mismo que te rajó la cara, por cierto, así que hizo que os llevarais a Clea para vengarse de mí. Está celosa de Clea por robarle el novio, y ahora intenta vengarse de ella. Tal y como Addie ve las cosas, no hace falta que tengan sentido.
—Pues entonces —dijo Sykes—, podía haberse complicado mucho menos la vida.
—Sí, ya lo sé, llamando directamente a Bonsigniore para que fuera por Clea. Lo único que se me ocurre es que no quería que los matones destrozaran el O Bar D ni que hicieran daño a Maggie y a sus peones.
—¿O quizá a usted?
—No estoy tan seguro de eso. Mira, ha metido a su amiga Clea en un buen lío y no me fío de ella para nada —dijo Horn—. ¿Qué pasó en la fábrica?
—Alguien nos disparó tres tiros cuando pasábamos por una entrada lateral —prosiguió Sykes—. Ya ve usted lo cerca que estuvieron. Yo atisbé un coche con dos o tres hombres. Pisé el acelerador a fondo para meter el coche dentro, y el guardia cerró la verja. Luego salimos por otra puerta, es una fábrica bastante grande, y nos dirigimos hacia aquí. Tuve cuidado al venir, y no creo que nadie nos haya seguido.
—¿Qué le ha pasado a Fairbrass?
—No lo sé, pero está claro que nunca le habían apuntado con una pistola antes —dijo Sykes irónicamente—. Cuando veníamos por la carretera le costaba respirar. Puede que fuera el corazón. Ahora parece que está mejor, aunque todavía está bastante alterado. Pero en fin, vinimos hasta aquí. No le volvía loco la idea, pero a mí se me paga por protegerle, y pensé que mejor tomaba yo algunas decisiones.
—¿Cómo lo lleva Clea?
—No lo lleva del todo mal —dijo Sykes, y Horn creyó distinguir un tono de respeto en la voz del otro—. En cuanto el señor Fairbrass empezó a sentirse mal, no lo dudó un momento y empezó a ocuparse de él. Creo que está hecha de buena pasta.
—Bien —dijo Horn—. Y ahora esto es lo que vamos a hacer. Os voy a llevar a un lugar seguro en San Bernardino, pero necesitaremos ayuda. Tengo un amigo que viene de camino para ayudarnos. Es el mismo al que dejaste tirado en el suelo hoy con la culata de tu pistola.
Sykes soltó una risotada.
—No va a ponerse muy contento al verme. A veces no soy muy legal peleando.
—Ya nos preocuparemos de eso más adelante. Llegará en menos de una hora, y nos pondremos en camino.
—Muy bien —dijo Sykes, y bajó las escaleras—. Voy a bajar a la carretera a vigilar, no vaya ser que venga alguien y nos coja por sorpresa.
Dentro, Horn encontró a Clea sentada en el sofá.
—Está en el cuarto de baño —le dijo ella—. Tenía la cara sofocada y pensé que le vendría bien refrescársela con agua.
—¿Estás bien? Se te ve bastante animada después de tantas peripecias en un día.
—Supongo —respondió ella lentamente, sentada con la cabeza bajada—. Estaba muy asustada cuando alguien nos disparó al coche, y había cristales por todas partes, incluso me cayó en los muslos. Luego, el señor Sykes nos llevaba muy deprisa, y eso también daba miedo. —Se inclinó hacia delante, las manos entrelazadas, el cuerpo encogido como autoprotegiéndose—. Y mientras iba sentada en el coche, estuve pensando en todo el tiempo que he sentido miedo estos últimos días. Primero en el funeral, cuando vi al hombre ese y él me vio a mí. Después con Tommy y lo que pasó en su casa —levantó la cabeza para mirarle—. Estoy muy cansada de tener miedo. Es lo peor que me puedo imaginar, sentir miedo todo el rato. ¿No te parece?
—Desde luego.
—Bueno, pues me dije a mí misma: esto se acabó.
—¿Así de fácil?
—Sí. Las cosas malas pueden suceder, incluso es posible que lleguen a suceder, pero no voy a perder el tiempo preocupándome por ellas—. A la media luz de la lámpara de la mesilla, reconoció en su rostro algunas de las facciones de Iris.
—Pues estoy contigo, chica. No te importará que siga tu ejemplo.
—¿Tú? Pero si tú no le tienes miedo a nada.
Horn empezó a responder a eso, pero luego se lo pensó mejor.
—Cariño, ¿cómo te sientes al estar con él? Dime la verdad.
—¿Te refieres a Paul? —Horn se alegró de que no le llamara papá—. Creo que ahora me siento bien. Sé que él me quiere. Cuando íbamos hacia Long Beach, no hacía más que decirme lo preocupada que había estado mi madre. Supongo que no debo echarle la culpa de las cosas malas que me pasaron cuando era pequeña. Pero necesitaba echarle la culpa a alguien. ¿Me entiendes?
—Te entiendo perfectamente. Ya sabes que Iris se divorció de mí y eso no me hizo muy feliz. Pero no consentiré que nadie me diga que ella no te quiere. Cuando todo esto se arregle, tu sitio está con ella.
Clea asintió ligeramente con la cabeza, y Horn se dio cuenta por primera vez de lo cansada que parecía.
—¿Le contaste a Paul que habías visto al hombre en el entierro?
—Lo intenté, en el coche. Pero no parecía querer que se lo contara.
Volvió a sentir ese gusanillo en la cabeza. Tenía la sensación de que cuando acabara de mordisquear toda la maleza que obstruía su memoria, dejaría a la vista algo importante.
Estaba a punto de formular otra pregunta cuando Fairbrass salió del pequeño cuarto de baño. Tenía la cara húmeda y pálida.
—Ya estoy mejor —dijo, sonriendo compungido a Clea—. Siento haberte dado tanto que hacer.
—No seas tonto —respondió Clea.
—Saldremos antes de una hora, en cuanto aparezca Joseph Cuervo Loco —les dijo Horn—. Clea, me harías un favor si aprovechas el tiempo que queda para echarte a descansar un poco. Paul y yo podemos hablar fuera.
Salieron al porche, y Horn cerró la puerta.
—¿Está usted bien? —preguntó.
—Supongo —dijo Fairbrass—. No soporto bien las emociones fuertes, y podría decirse que hoy excedí mi cupo. No fui a la guerra. Envidio a los que, como usted, fueron capaces de soportar el combate.
Se sentaron en las escaleras.
—Mejor no envidiar lo que uno no conoce.
—Después de hacerle un cumplido, quiero que sepa que le considero despreciable por habernos escondido a Clea.
—Tenía mis motivos —dijo Horn—. Que tenían que ver con protegerla, nada más. Y mientras la tenía conmigo, estuvo segura. Y usted no puede decir lo mismo de su excursión a Long Beach, así que no me sermonee.
Fairbrass suspiró.
—De todas maneras, pronto estaremos en un sitio donde podremos respirar tranquilos.
—¿Por qué no ha llamado usted a la policía?
—Llevan semanas buscándola —respondió Fairbrass, con gesto sorprendido.
—No, me refiero al tiroteo.
—No sé —el otro se encogió de hombros—. Todo ha sucedido tan deprisa. —Sacó un cigarrillo de una cajetilla plana y le ofreció otro a Horn, quien rehusó con un movimiento de cabeza. Cuando la llama del mechero de Fairbrass alcanzó el tabaco, se esparció un humo aromático por el porche y hacia los árboles.
—¿Tiene usted alguna idea de quién le disparó? —preguntó Horn.
—Espero que ella no nos esté oyendo —dijo Fairbrass—. Esta conversación podría inquietarla.
—No se preocupe. La puerta está cerrada.
—Muy bien. Bueno, simplemente supuse que tendría algo que ver con ese sujeto, el tal Tommy. Sabemos que es peligroso. Ahora parece que tiene amistades peligrosas. Si lo hubiera sabido desde el principio, no la habría dejado salir con él.
—Ya no tiene que preocuparse por Tommy. Está muerto.
—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabe?
—Vi su cadáver.
—Bueno... pues me alegro de saberlo. Pero pensé que todavía representaba una amenaza para ella, y por eso quería llevármela de aquí.
—Supongo que eso es lógico —dijo Horn—. He estado pensando en un montón de cosas últimamente, intentando ver alguna lógica a todas. Le parecerá que algunas no tienen ninguna importancia, como por ejemplo, dónde vivía usted antes.
—¿A qué se refiere?
—Antes de conocer a Iris y casarse con ella, ¿dónde vivía?
—En Long Beach. Mi padre quería tenerme cerca de la fábrica. Cuando él murió, me quedé en la misma casa hasta que Iris y yo decidimos comprar la de Hancock Park. ¿Qué importancia puede tener eso?
—No estoy seguro de que la tenga. Por cierto, ¿recuerda usted esa foto de Clea que me dio usted? No me di cuenta hasta que me lo dijo Iris. Está muy bien, casi se diría que la hizo un profesional.
—Gracias —dijo secamente Fairbrass—. No es más que una afición.
—¿Tiene usted un cuarto oscuro?
—Sí, tengo un cuarto oscuro, en el garaje. Otra vez no entiendo lo que tiene que ver con todo esto.
—¿Sabe? Creo que al final voy a probar uno de sus cigarrillos, si no le importa.
—Claro. —Fairbrass abrió la cajetilla plana de cartón, y Horn sacó uno—. Son turcos —dijo Fairbrass, dándole fuego—. Supongo que es una costumbre cara, pero los fumaba mi padre, y acabé cogiéndoles el gusto. Hay una tienda de puros en Wiltshire que los vende.
—Son distintos —dijo Horn, exhalando—. No estoy seguro de que le fueran a gustar a todo el mundo. Precisamente el otro día estaba hablando con un hombre que me dijo que le desagradaba su olor.
—¿Quién era ese hombre?
—Quizá se lo diga más tarde. —Horn se puso en pie y se estiró. Después, en vez de volverse a sentar, se quedó mirando a Fairbrass desde arriba—. Me preguntó usted qué tenían que ver mis preguntas con todo esto. Bueno, pues he estado buscando a un hombre que encajara con una descripción. Un hombre que fuera buen fotógrafo, que fumara cigarrillos poco corrientes, que hubiera tenido que recorrer una larga distancia para subir a un refugio de caza en la sierra de San Gabriel, quizá desde un sitio tan distante como Long Beach.
Fairbrass permaneció inmóvil, el ascua de su cigarrillo una pequeña luz en la oscuridad, sin ni siquiera levantar la mirada.
—Cuando usted empezó a encajar con esa descripción, no podía creerlo, porque era demasiado disparatado —prosiguió Horn—. La idea de que Iris se hubiera casado dos veces con escoria que abusaba de su hija. No podía pasar algo así. Las probabilidades en contra eran demasiado altas. A no ser... A no ser que alguien lo planeara para que saliera así.
Sentía algo que le oprimía el pecho. Se paseó hasta el final del porche y luego regresó. El gusano había despejado la mayoría de las hojas y ramas y ahora podía distinguir una forma. Se sentó pesadamente en la mecedora y contempló la espalda de Fairbrass. Al otro lado del cañón se oyó cantar un ave nocturna.
—Era el sentido del humor retorcido de Arthur Bullard —dijo por fin Fairbrass, en una voz tan tenue que Horn tuvo que esforzarse por escucharla—. Cuando nos presentó en aquella fiesta, pensé que simplemente estaba siendo un buen anfitrión. Luego me enamoré de Iris y no podía creer la suerte que tenía. También quería a su hija, a quien, por supuesto, no reconocí, porque ya era mucho mayor. Iris y yo nos casamos. Y luego llegó el día fatídico en el que ella me habló de su primer marido. Aunque no entró en detalles, me dio a entender el motivo por el que se acabó su matrimonio y, a medida que me iba hablando de él, me fui dando cuenta de que le había conocido. Y... y también a Clea.
Le contó al cabrón este de Fairbrass más cosas sobre Wendell Brand de lo que me dijo a mí en todo el tiempo que estuvimos casados. Horn sintió rencor al pensarlo. Quizá porque sabía que yo no lo habría llevado nada bien.
—Le llamabais Corazón, ¿verdad?
Fairbrass se medio giró, pero en la tenue luz que llegaba de las ventanas delanteras su perfil resultaba casi invisible.
—Dios mío, lo sabe usted todo, ¿verdad? Después de lo que me dijo Iris, tenía que haber supuesto que era usted más listo. Sí, ése era el nombre por el que le llamábamos. Nunca supe su verdadero nombre hasta que Iris empezó a hablar de él. La única persona a la que conocíamos por su verdadero nombre era Bullard. Él no quería que el resto supiéramos nada de los demás.
—Así que Iris le habló de Wendell Brand —le apuntó Horn.
—Y me di cuenta de lo manipulador que podía ser Arthur Bullard, moviendo los hilos y haciendo que la gente bailara como marionetas. Que yo me casara con Iris, convirtiéndome en el padre de Clea, debió de parecerle la mayor broma del mundo. Podría haberle matado por intentar jugar a ser Dios conmigo. Sólo que aquella terrible broma suya me había traído tanta felicidad. Así que quizá al final la broma se la gastamos a él.
Exactamente lo que dijo Iris, pensó Horn, pero no quería darle a Fairbrass la satisfacción de oírlo.
—Fue entonces cuando le dije a Bullard que no quería saber nada más de sus jueguecitos y sus tejemanejes —prosiguió Fairbrass—.Corazón, es decir, Wendell Brand, ya se había descolgado del grupo mucho antes. Cuando yo me fui, sólo quedaban ellos dos.
—Pica y Trébol —musitó Horn—. ¿No sabía usted entonces quién era Vincent Bonsigniore?
Fairbrass sacudió negativamente la cabeza.
—Me enteré después. Un día vi una foto suya en el periódico junto con un artículo, y me di cuenta de lo peligroso que podía resultar. Y luego vino lo del entierro de Bullard, cuando Clea y yo le vimos al mismo tiempo. Ella me cogió de la mano y me la apretó tan fuerte... Bonsigniore nos miró a los dos, y me di cuenta de todo nada más verle la cara. Sabía que Clea le había reconocido, y entonces supe que ella corría peligro.
—¿Por qué no hizo nada por protegerla?
—Lo intenté —dijo casi gritando—. Me fui a verle y le rogué que nos dejara en paz. Le dije que ella no representaba ninguna amenaza. Se mantuvo inmutable, jugueteando con sus enormes anillos. Me dijo que uno de sus hombres había estado vigilando a Clea, y que pronto tendría que decidir lo que hacer al respecto. ¡Qué arrogancia! Como si tuviera poder sobre la vida y la muerte, y los demás no tuviéramos nada que hacer. Intenté pensar en otra cosa, pero entonces Clea desapareció, y supongo que me entró el pánico.
—Acudió usted a mí.
—Sí.
—Y no me dijo más que lo que pensaba que yo debía saber.
—La mayor parte de lo que le dije era verdad. Que creía que estaba con un hombre que se hacía llamar Tommy. Durante mucho tiempo incluso pensé que ése era su verdadero nombre. Lo que no le dije era que tenía la sospecha de que trabajaba para Bonsigniore.
—¿Se lo dijo a Sykes, que acabó con la cara rajada mientras intentaba hacer un trabajo para usted?
—No —respondió Fairbrass, y su voz volvía a sonar cansada—. Podía haber sido más sincero con él. Pero estaba intentando mantener las cosas en secreto. Muchas cosas.
—A título de información, Tommy —Anthony Del Vitti— estaba intentando proteger a Clea cuando Bonsigniore lo mandó matar. ¿Sabía usted eso?
—No, no lo sabía. Si eso es lo que sucedió, le estoy profundamente agradecido. No la querría más si fuera mi propia hija.
Horn soltó una sonora carcajada.
—No pretenda justificarse, especie de...
—Por favor, baje la voz —le dijo Fairbrass con urgencia—. No quiero que ella lo oiga.
—Es la niña pequeña de la que abusaron, una y otra vez —dijo Horn, intentando reprimir su indignación.
—Nunca la tocamos.
—Lo sé, lo sé. Sólo tomaban fotos de ella, y dejaron que Bonsigniore violara a una pobre chiquilla con Clea delante.
—Nosotros... intentamos impedirlo. —Horn detectó el tono de sorpresa en la voz de Fairbrass—. ¿Eso se lo dijo ella?
Horn optó por no responder.
—Ella siempre tendrá pesadillas sobre eso.
—Sí —dijo el otro, casi susurrando—. Quisiera poder cambiar eso.
—¿Y qué hay de la otra niña? Supongo que Bullard añadió un poco más de dinero para sus padres. ¿Y todas las demás niñas? ¿También desearía usted poder cambiar lo que les pasó a ellas? ¿O sólo le preocupa su hija? —Cuando Fairbrass no contestó, Horn prosiguió—: Y supongo que nunca le ha puesto usted la mano encima, durante todo el tiempo que ha vivido bajo su mismo techo.
—Pongo a Dios por testigo —dijo Fairbrass—. No pretendo que usted me entienda, pero... Mire... tengo ciertos impulsos, que compartía con Wendell Brand. En mi caso, es puramente visual, relacionado con mi fotografía. Simplemente disfruto viendo... ya sabe. Todo lo demás que pasó en aquel lugar, todo eso fue obra de los otros dos.
Sus palabras salían lenta y deliberadamente, pero ahora tenían una cierta inevitabilidad, como si por fin hubieran encontrado el público que durante tanto tiempo habían esperado.
—Lo que tiene que comprender —dijo—. Las niñas... las niñas tienen que ser muy pequeñas. Para cuando Iris y yo nos casamos, Clea ya había pasado esa edad, y mi interés por ella, mi amor por ella, era estrictamente el de un padre. Lo sigue siendo.
—¿Cuánto sabe Iris de todo esto?
—Nada, nada en absoluto. Si alguna vez se enterara, se moriría del disgusto. Usted lo sabe.
Horn permaneció sentado en silencio, casi ignorando al otro durante un tiempo. De las muchas personas perjudicadas en aquella historia de debilidad y explotación, la situación de Iris quizá fuera la más triste, la más inverosímil. Cada uno de sus matrimonios no parecía sino sumirla más y más en la miseria. ¿Qué era lo que tenía Iris para atraer a hombres como Horn, lleno de rabia y vergüenza, o a hombres como Brand y Fairbrass, poseídos por uno de los impulsos más oscuros de la naturaleza? Ella no tenía la culpa de nada. Más bien la compadecía por poseer aquella extraña química, que atraía a tales hombres y arrojaba semejante sombra sobre su vida. Ha sufrido ya bastante, pensó. Siento haber sido la causa de parte de ese sufrimiento.
Por supuesto, Iris tendría que enterarse de lo de Fairbrass. ¿Acaso aquella revelación la mataría, como decía él?
Había transcurrido un rato largo, y se dio cuenta de que Fairbrass le estaba hablando.
—¿Qué?
—Le preguntaba que qué es lo que piensa hacer.
Cuando todo esto haya pasado, creo que probablemente te mate. Las palabras estaban en sus labios, listas para ser pronunciadas, cuando oyó un ruido lejano desde la carretera. Al poco tiempo apareció la silueta de Sykes, y se oyó el crujir de la gravilla del camino bajo sus zapatos.
—Adentro —dijo Sykes en voz baja.
Fairbrass y él entraron a la cabaña, donde Clea estaba tumbada en el sofá. Sykes subió las escaleras y se detuvo un momento en el umbral de la puerta.
—Oí el motor de un coche durante unos segundos, pero después se paró. Tampoco se veían luces. Es demasiado pronto para...
Una flor de color rojo oscuro se abrió en su nuca, salpicando de pequeños pétalos el marco de la puerta, en el mismo instante en que Horn oyó un sonido lejano, como una rama al partirse. En el rostro de Sykes apareció momentáneamente un gesto de incomprensión, antes de caer de bruces. El impacto de su cabeza y su pecho contra el suelo resultó sorprendentemente sonoro en la pequeña habitación.