Capítulo 3

Permanecieron sentados un rato, escuchando el rumor lejano del tráfico. El rostro de Horn estaba congelado en una expresión dura y a la vez desenfocada, como si quisiera arremeter contra alguien pero aún no pudiera identificar a su adversario.

Una mujer de la limpieza abrió la puerta y empezó a entrar, arrastrando tras de sí su cubo de agua. Al ver a los dos hombres paró en seco.

—Este es el despacho del señor Bullard —dijo en tono vacilante, con un fuerte acento.

—Yo soy el otro señor Bullard, el hijo —le dijo Scotty, sin aspereza—. Venga más tarde, si no le importa.

La mujer salió y cerró la puerta.

—Quince años en esta puta empresa —dijo Scotty en voz baja—, y todavía hay algunos del servicio que no me conocen. Supongo que esto me pasa por trabajar sólo media jornada.

Horn no hacía más que mirar fijamente la foto de la niña pequeña que en tiempos fuera su hijastra.

—¿Sabes de dónde sacó esto? —preguntó por fin.

Scotty negó con la cabeza.

—Debe de haber decenas de fotógrafos en Los Ángeles, y no me sorprendería que muchos de ellos vendieran esta clase de cosas. Mi padre tenía mucho dinero, y seguro que tenía gente que le podía conseguir esto. En esta ciudad todo el mundo puede encontrar lo que busca. —Miró a su alrededor, como si buscara algo—. Pero sí que encontré esto— metiendo la mano en el cajón superior central del escritorio, sacó una pequeña tarjeta y la deslizó sobre la mesa hacia Horn.

Era una tarjeta de visita. En ella ponía Geiger's - Libros Raros y Antiguos, con un número de teléfono y una dirección en Hollywood.

—Esta es una de varias librerías que hay en ese tramo de Hollywood Boulevard —dijo Scotty—. He estado en la mayoría de ellas. Geiger's es un poco distinta. Venden primeras ediciones, pero también tienen libros guarros debajo del mostrador —libros caros, con lomo de cuero y todo eso— si uno tiene dinero para pagarlos y sabe cómo pedirlos.

—Así que estás enterado de esta clase de cosas, ¿eh?

—Estoy enterado de muchas cosas, John Ray. No te me pongas en plan santurrón. Me has preguntado y te he contado lo que sé.

—Muy bien —dijo Horn—. Pero seguramente tu padre tenía un montón de tarjetas de visita.

—Cientos de ellas —dijo Scott—. Todas perfectamente colocadas y en orden alfabético, en esa caja de ahí —señaló a una caja larga y estrecha de madera de teca junto al teléfono de Arthur Bullard.

—Entonces, ¿por qué...?

—Pero esta tarjeta no estaba en la caja —le interrumpió Scotty—. Estaba debajo del cartapacio de su escritorio. Es lo único que había ahí.

Horn se lo pensó un momento, luego se metió la tarjeta en el bolsillo.

—Tiene gracia —prosiguió Scotty—. Por fin tengo algo que echarle en cara al viejo. Pero si estuviera sentado ahora mismo delante de mí, no tendría narices para preguntarle que hacía con esas fotos.

—Yo sí que sé una cosa —dijo Horn, mirando otra vez a la foto de la niña pequeña—. Tuvo ésta entre las manos y la estuvo mirando. Era un pervertido hijo de puta. —Se reclinó hacia atrás, con el rostro demacrado, y se frotó los ojos—. ¿Cómo diablos pudo Clea...?

—¿Salir en una foto como ésta? No he hecho más que darle vueltas a eso. ¿Quién la sacó? ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde estaba su madre cuando pasó esto? Dime cuantos años tendría aquí.

—Puede que cuatro o cinco. Tenía cinco cuando yo me casé con Iris, y aquí parece un poco más joven. Ella —se detuvo un segundo, tragando saliva con dificultad— Justo entonces ella estaba creciendo muy deprisa. Esto fue cuando Iris seguía casada con el padre de Clea o después de que se divorciara de él...

—¿Piensas que Iris pudo haber estado al tanto de esto?

A Horn le había venido la misma idea, y su rostro se contorsionó en una mueca de algo muy parecido al dolor.

—¿Cómo voy a poder responder a eso? Mira, ahora mismo ella no es precisamente una de mis personas predilectas, y seguro que el sentimiento es mutuo. Pero hay una cosa de la que estoy seguro, y es lo mucho que quiere a la niña.

—Yo habría dicho lo mismo —Scotty asintió con la cabeza.

Horn levantó los ojos hacia el otro, y no era una mirada amistosa.

—¿Por qué me has enseñado todo esto?

Scotty echó hacia atrás su silla hasta apoyarse contra una estantería detrás de él. Horn nunca le había visto con un aspecto tan cansado.

—Puede que quiera desquitarme de mi viejo —dijo, arrastrando ligeramente las palabras—. Por no dejar que pasara un solo día sin soltar una indirecta de la decepción que yo representaba para él. Quizá simplemente quiera que alguien sepa que no fue el Arthur Bullard digno y todopoderoso que todos veían, el tipo que aparece en esas fotos de la pared. No pretendo que salga su nombre en el periódico ni nada de eso. Mi madre es bastante fuerte, pero no estoy seguro de que fuera capaz de soportar esto. No quiero decírselo a la policía. Estas fotos son antiguas, ¿a quién iban a arrestar después de todo este tiempo? Sólo quiero que alguien lo sepa, y supongo que tú eres ese alguien que quiero que lo sepa. —Scotty dejó de hablar, y respiró profundamente. Horn oyó el ruido de la fregona de la señora de la limpieza contra el cubo al fondo del pasillo.

—Muy bien, ahora ya lo sé —dijo Horn—. ¿Pero qué quieres que haga yo?

—Alguien tiene que contárselo a Iris.

—Cuéntaselo tú.

—Venga hombre, yo no soy más que un amigo, y no he hablado con ella desde hace años. Clea fue tu hija durante un tiempo.

—Correcto. Hijastra, más bien. E Iris era mi mujer, hasta que dimitió. Ya no soy exactamente un miembro de esa familia. —ahora empezaba a sentir que Scotty le estaba empujando hacia un lugar en el que no quería estar—. En cualquier caso, ¿de qué serviría decírselo? Te digo lo que me acabas de decir tú a mí. Esta foto es de hace más de diez años, no sabemos de dónde la sacó tu padre, y probablemente nunca lo averigüemos. Clea ya es una chica crecida. Dejemos las cosas como están. —Horn se levantó de la silla—. Estoy cansado.

—¿Qué piensas que debo hacer con ellas? —preguntó Scotty, pasando la mano por encima de las fotos.

Horn volvió a mirar a la carita maquillada, más joven de lo que la había visto nunca, y luego volvió a tirarla al montón.

—Quémalas —dijo, dándose la vuelta para marcharse.

—Espero que a ella le vayan bien las cosas —oyó decir a Scotty mientras cerraba la puerta.

El insistente repiquetear sobre la puerta de la cabaña le despertó cuando la luz de la mañana todavía era gris. Al abrir la puerta se encontró un hombre menudo con pelo ralo y un bigote inverosímilmente poblado. Era Harry Flye.

—Quiero enseñar la finca esta tarde —dijo Flye sin ningún preámbulo, con el volumen de su voz demasiado alto, como siempre—. Ya te había dicho antes lo de los hierbajos. Está todo hecho un desastre. Dijiste que te ocuparías. Sube a arreglarlo hoy, ¿de acuerdo? Esta mañana.

—De acuerdo —dijo Horn.

—Está todo hecho un desastre —volvió a decir Flye, como si se le acabará de ocurrir—. Así no lo puedo vender. Se suponía que te ibas a encargar de mantenerlo.

—Así lo haré, señor Flye —dijo Horn con lo que, esperaba, era un tono debidamente respetuoso. Solías ser actor, se dijo a si mismo. Así que haz como si el tipo este no juera una rata, y sé amigable con él—. Hoy mismo.

—Esta mañana —dijo el otro, mientras bajaba dando pisotones por la escalera—. La piscina no corre tanta prisa, pero los hierbajos sí. Si no te ocupas de la finca, estoy seguro de que habrá otros muchos encantados de aceptar el trabajo.

—Un placer verle otra vez —dijo Horn mientras cerraba la puerta.

Después de desayunar, se puso un pantalón de peto y una camiseta, cogió la guadaña y se encaminó por el sendero que subía entre los árboles la pronunciada pendiente desde su cabaña.

La cabaña estaba en una ladera densamente arbolada cerca de la cabecera del cañón de la Culebra, que serpenteaba, como el reptil que le daba su nombre, a lo largo de varias millas hasta terminar repentinamente en las montañas de Santa Mónica. La pequeña construcción estaba hecha con tableros bastos, pero tenía unos cimientos sólidos y un hogar, ambos de piedra, y una chimenea de ladrillos que apenas estaba escorada unos grados. Dentro había una habitación de tamaño mediano con un sofá en el que dormía. Detrás de una puerta estaba el cuarto de baño, y detrás de una cortina había una diminuta cocina.

Harry Flye, la única otra persona que tenía llave de la verja, era su casero. Flye había aprovechado la guerra para acumular una pequeña fortuna, comprando barato y vendiendo caro, deshaciéndose de las propiedades en el momento justo para sacar tajada, leyendo el mercado como una gitana adivina el futuro leyendo las líneas de la palma de la mano. Actualmente era el propietario de la antigua mansión de Ricardo Aguilar en el Cañón de la Culebra, una reliquia de los tiempos del cine mudo, cuando la realeza de Hollywood se hacía construir casas a la altura de su imagen en la gran pantalla. La casa estaba prácticamente toda en ruinas, pero la cabaña del guarda se mantenía en pie, y Horn tenía permiso para vivir ahí sin pagar alquiler a cambio de mantener la finca. Flye estaba al tanto de sus antecedentes penales y no parecían importarle. Lo que le importaba era tener mano de obra barata.

Al cabo de cinco minutos Horn llegó a una extensa planicie bordeada de eucaliptos, desde la que podía verse a lo lejos el Pacífico, hacia el suroeste. Veinticinco años antes, Aguilar se había hecho construir allí su finca, un palacete de estilo neoclásico en el que Valentino y Swanson, Fairbanks y Pickford, los dioses de la pantalla muda, habían celebrado sus fiestas. Cuando las películas aprendieron a hablar a finales de los años 20, la voz atiplada de Aguilar provocó carcajadas entre el público. El actor se retiró a su residencia en lo alto de la colina, y algunos años después un incendio arrasó la finca y le quitó la vida. Horn había oído decir que el incendio fue provocado por el propio Aguilar, en un intento de crear un último momento dramático. Ahora la Villa Aguilar era una ruina calcinada, y los restos renegridos de la mansión y sus anexos sobresalían aquí y allá como dientes rotos y podridos.

Había hierbas hasta la altura de la cintura por todas partes. Horn eligió un lugar cerca de la vieja piscina y se puso manos a la obra, describiendo amplios arcos con la guadaña. Al principio se le hizo duro, pero luego cogió el ritmo y empezó a disfrutar con los movimientos fluidos, el morder de la hoja en las hierbas, la pausa al llegar al punto más alto del arco antes de dejar que el peso de la guadaña marcara el momento de su retorno. Al cabo de una hora había segado la hierba alrededor de la pista de tenis y de los cimientos de algunos de los edificios anexos, y al mirar hacia atrás podía ver más claramente la forma de la finca. No vivías mal del todo aquí arriba, Ricardo.

Antes de ponerse con la hierba alrededor de lo que fue la vivienda principal, sacó tabaco y papel de fumar del bolsillo, se sentó en un trozo de hormigón que en tiempos fue parte de los cimientos de la casa, y se lió un cigarrillo. Su mente empezó a vagar, y durante un instante vio la cara de Clea en la foto de la noche anterior. Pero enseguida apartó la imagen, y en su lugar apareció el rostro flaco y afilado del niño de la casa de huéspedes. Horn recordó cómo le caía un mechón rebelde encima de la ceja, y volvió a oírle preguntar ¿Eres Sierra Lane?

Había conocido a muchos niños así, en rodeos y espectáculos con caballos y presentaciones ante el público en las calles de pequeñas poblaciones, frente al único cine del lugar. Firmaba autógrafos para ellos, les daba la mano a sus padres. Le gustaba la manera que tenían de mirar a Sierra Lane, el vaquero más pistonudo que jamás montó una bronca en una taberna del Oeste. Hacía tiempo que nadie le miraba de aquella forma. Incluso en aquel niño de ayer, Horn creyó haber visto algo distinto en esa mirada, algo cargado de decepción, de desprecio incluso.

¿Por qué empujaste a mi padre?

Atacó la hierba con renovada energía, salpicando sudor.

—Podía darle una paliza a Sunset Carson cualquier día de la semana —dijo, jadeante, en voz alta—, y dos palizas los domingos.

* * *

Trabajó hasta media tarde, luego se dio un baño de agua fría en la herrumbrosa bañera de patas con garras y durmió una siesta. Para cenar se hizo dos chuletas de cerdo a la plancha, rebanó un tomate, se abrió un botellín de High Life, y se lo sacó todo a la mecedora en el porche delantero, donde se sentó a cenar, escuchando los sonidos del atardecer en el cañón. Puesto que la casa más cercana estaba a media milla y apenas había tráfico en la carretera a ese lado del cañón, casi todos los sonidos eran naturales. Una leve brisa en los eucaliptos y los robles, algún que otro pájaro. Por las noches, muchas veces oía aullar un coyote desde lo alto de la pendiente a sus espaldas.

Le sobresaltó el timbre del teléfono. Hasta que pagó la cuenta atrasada con la compañía telefónica unos días atrás, llevaba varias semanas sin teléfono y no estaba acostumbrado a su sonido. Entró a la cabaña y lo cogió.

—Vaquero —la voz de Cuervo Loco era un rumor grave y relajado desde lo más hondo del pecho, y Horn se lo imaginó hundido en el butacón de su salón, con un vaso alto y frío en la mano.

—Sí.

—¿Cómo te va?

—No me quejo. —El indio no era dado a la conversación banal; así que Horn esperó a ver lo que quería.

—Estuve pensando. Supongo que no tenía que haberte mandado a lo de Buddy.

—Eso ya lo dijiste.

—Ya sé lo que dije, maldita sea. ¿Es que no puedo decir una cosa dos veces si me apetece? —la voz del indio bajó un punto de volumen—. Mira, no quiero que le cojas manía a este trabajo. Te necesito. Nos venimos bien el uno al otro.

Horn no dijo nada. Oyó el tintinear de los hielos cuando Cuervo Loco dio un trago a lo que hubiera en su vaso.

—Lo que tú necesitas, lo que te hace falta es mantenerte ocupado —prosiguió el indio—. Tengo un trabajo para ti. En la zona del Parque MacArthur. Un dentista, que se cree que tiene un don divino para el póquer. Me debe un par de cientos. Es un pilar de la sociedad, así que pagará pronto y...

—No —le interrumpió Horn—. Ahora mismo no puedo.

—Venga, hombre.

—Me ha surgido algo. Te lo cuento luego, ¿vale? Pero busca a otro. —Era mentira. No había ningún otro asunto que reclamara su tiempo. Pero era verdad que con lo de ayer le había cogido manía al trabajo, tal y como había supuesto el indio. Y su conversación con Scotty la noche anterior le había dejado con una sensación de desazón que no sabía cómo afrontar.

—De acuerdo, amigo —suspiró Cuervo Loco—. Pero recuerda una cosa, tengo un negocio que llevar, y éste es un trabajo que tú puedes hacer. Hoy me rascas la espalda, y mañana te la rasco yo a ti. No hay muchos trabajos esperándote por ahí.

El indio parecía impaciente, y Horn sintió que le subía la rabia. Su amistad se remontaba a muchos años atrás, pero había sido una amistad desequilibrada. Al principio, era Horn el que tenía éxito, el nombre que figuraba en las carteleras, y Cuervo Loco había sido su acompañante, tanto en las películas como fuera de las pantallas. Ahora se habían cambiado las tornas y Horn se encontraba en la situación de dependiente, el que tenía que ganarse el sueldo. ¿Seguiríamos siendo amigos, se preguntó, si no trabajara para él?

Estuvo tentado de decirle a Cuervo Loco que se fuera al diablo, como en el casino. Pero eso había sido en broma, y dudaba que pudiera decirlo sin un tono agresivo esta vez.

—Hablamos luego —le dijo sin más, y colgó.

Mientras el sol se ponía detrás de la cabaña y la luz se tornaba verde pálido entre los árboles, se lió un cigarrillo, lo encendió y hojeó un ejemplar del Mirror del día anterior. Se sentía inquieto —de hecho se había sentido así desde que vio a Scotty— y abrió el periódico por la cartelera.

Había una sesión doble en el Hitching Post en Hollywood Boulevard. Una película nueva de Gene Autry con una reposición de La mina perdida, una de las películas de Horn de hacía unos años. Aunque nunca quiso reconocerlo, hubo un tiempo en que le gustaba verse en la pantalla. Pero, posiblemente por una gracia del guardia que escogía las películas de la semana, uno de los títulos protagonizados por Horn había llegado a la cárcel estatal de California en Cold Creek. Sentado en la oscuridad, viéndose cabalgar a lomos de Raincloud en pos de la justicia entre las rechiflas de sus compañeros, supo que aquella imagen heroica ya nunca volvería a encajarle.

Volvió a sonar el teléfono. Maldita sea, sí que estoy solicitado esta noche.

—Hola, espero no molestarte. —Era Scotty.

—En absoluto. Ahora mismo acabo de llamar al chofer para que venga con la limusina. Había pensado pasarme a recoger a Linda Darnell y darnos una vuelta por el Trocadero.

—Magnífica idea. ¿Sabes si tiene una amiga?

—Se lo pregunto.

—Eres un príncipe. Un príncipe entre los vaqueros. —Otra vez se le oía cansado. Horn se preguntó cuándo volvería a oír al auténtico Scott Bullard, el playboy juerguista capaz de levantarle el ánimo a cualquiera—. He tenido un día largo. He estado con el coche de un lado para otro. Se me ocurrió que lo mismo te apetecía subirte mañana al refugio conmigo.

—Puede ser —dijo Horn—. ¿Qué es lo que tenías pensado?

—Bueno, pensé que estaría bien huir un poco del calor, respirar aire puro. A lo mejor darnos un paseo largo, meter unas cuantas ardillas en el zurrón, yo qué sé. Echaré unas cuantas cervezas en la nevera del coche. Podemos salir temprano y estar de vuelta para la noche. ¿Te suena bien?

—Claro. ¿Quieres que lleve algo de comer?

—Yo me encargo —Scotty se quedó callado un momento.

—¿Algo más? —preguntó Horn.

—He estado pensando en esas malditas fotos.

El sonido gutural de Horn reflejaba su impaciencia.

—No te deshiciste de ellas, ¿a que no?

—Todavía no. Para eso hay tiempo de sobra. Yo, esto... creo que hay más detrás de todo esto de lo que pensábamos. Quería saber si estás de acuerdo.

—No entiendo ni una palabra de lo que me estás diciendo, pero en cualquier caso no estoy de acuerdo.

—No tan deprisa, vaquero. Dame hasta el final de mañana. Si me dices que las quieres quemar todas, haremos una pequeña hoguera con ellas en medio del bosque.

—Me parece bien.

—Puede incluso que tengamos tiempo para esas historias de la guerra que nunca llegaste a contarme.

—Ya te lo he dicho antes, Scotty...

—Al menos, como te ganaste el Corazón Púrpura..

—No me vas a sacar ninguna historia de la guerra. Jamás.

—Bueno, no te enfades. —Horn oyó lo que le pareció un bostezo—. Mira, estoy realmente agotado —dijo Scotty—. Pásate por casa a las ocho mañana. Sigo viviendo en el Alce. Lo vamos a pasar bien.

—Buena falta te hace, por lo que veo.

—Decididamente. Es el efecto que tienen los entierros. ¿Quieres que te cuente algo extraño? Me pasé un par de horas por la oficina esta mañana, y la secretaria de mi padre me contó que alguien había registrado todos sus cajones anoche después de que nos marcháramos. Incluso los que estaban cerrados bajo llave. Pudo haber sido uno de los de la limpieza, buscando algún recuerdo ahora que el viejo no está —dijo sin mucha convicción.

—¿Encontraron las fotos?

—No, me las llevé después de que te fueras. No quería andar cargando con ellas todo el día, así que las escondí, en un sitio donde los de la limpieza no las encontrarían jamás —Scotty volvió a bostezar—. Aunque probablemente tú sí las encontrarías, y ella también.

—Ella, ¿quién? No te estás explicando muy bien, Bullard.

—Estoy demasiado cansado para explicarme —dijo Scotty—. No llegues tarde —masculló una despedida y colgó.

Horn tardó en acostarse. Era ese momento de la noche en el que, si no tenía cuidado, su mente comenzaba a deambular, abriendo a veces viejas puertas y entrando en cuartos en los que no debía. Se preguntó cómo estaría Iris con su nuevo marido, y Clea con su nuevo padre. Cuando él fue su padre, descubrió que nada le resultaba natural. Su propia relación con su padre no le resultó de gran ayuda. Así que cometió errores. El más evidente era la bebida, y la forma en que esto afectó a su relación tanto con la madre como con la hija. Iris bebía también, y de vez en cuando los dos se enzarzaban en una trifulca a voz en grito de la que la niña huía a refugiarse en algún rincón alejado de la casa. Después, la convencían para que saliera e intentaban sosegarla, pero su mirada alternaba fugazmente entre uno y otro, como la mirada de un animalillo acorralado por dos depredadores.

Ninguno de los dos pegó nunca a Clea. Quisiera poder decir que nunca se pegaron el uno al otro, pero algunas de sus peores peleas acabaron en golpes. La memoria todavía le producía repulsión.

Su último recuerdo de Clea era de la noche antes de la fecha en la que tenía que entregarse para que le llevaran a la cárcel. La niña se encerró en su habitación, gritando una y otra vez que la iba a abandonar. Todavía podía oír aquellos chillidos, la absoluta desesperación en su voz de treceañera.