Capítulo 21

—No hace falta que vengas —dijo Horn a Cuervo Loco, a bordo del Cadillac de éste, avanzando en dirección este por Hollywood Boulevard, con la capota bajada, bañados por el sol de media mañana.

—Hombre blanco hace broma —respondió Cuervo Loco—. No tienes ni idea de lo que te hace falta, amigo mío. Lo que te hace falta es que yo te vigile, como un ángel de la guarda con unos kilos de más, para tenerte a raya. Sobre todo te hago falta para que no te vuelvas a desbocar, como hiciste aquél día con Junior. En otras palabras, te hago falta para mantenerte fuera de Cold Creek, Cógenos un par de botellas de Royal Crown del asiento de detrás, ¿quieres?

Horn, que no estaba de humor para discutir, se encogió de hombros. Se medio giró hacia atrás para escarbar en la nevera del asiento de detrás, de donde sacó dos botellas, les sacudió el hielo y quitó las chapas con un abridor de la guantera.

—Gracias —le dijo Cuervo Loco—. ¿Alguna vez te has preguntado por qué nunca nos pidieron que metiéramos las pezuñas en el cemento allí enfrente? —señaló al Teatro Chino Grauman, a la izquierda, frente al que algunos turistas contemplaban la impronta de los pies de las estrellas en la acera.

—¿Al lado de Ronald Colman y Greer Garson? —dijo Horn—. ¿Entremedias de Gable y Lombard? Caray, pues no lo sé. Debe de habérseles pasado. No dejo de pensar que un día sonará el teléfono y oiré la voz de Sid Grauman diciendo «Señor Horn, mis más sentidas disculpas por haberle olvidado. Acabo de ver El trueno de Wyoming, y la considero una obra maestra. Quiero inmortalizarle hoy mismo. Y no olvide traerse a su adlátere, ¿cómo se llamaba?».

—Claro, se les habrá pasado —dijo Cuervo Loco, pisando el freno al advertir de repente que sonaba un timbre y saltaba el cartel de Stop en las señales de tráfico que tenía enfrente. Oyeron un grito y vieron a un hombre joven gesticulando entusiásticamente con los brazos.

—¿Uno de tus fans? —preguntó Horn.

—Puede ser, no lo sé —respondió el indio, devolviendo el saludo con la botella de Royal Crown—. Lo más seguro es que sea por el coche. Me pasa todo el rato —miró de refilón a Horn—. Ya sé que piensas que estoy loco por disfrutar de tanta atención. Me da igual, a mí me gusta. Tú puedes ser todo lo taciturno y solitario que quieras. Pero yo pienso bajar la capota, conducir al sol y saludar a toda la gente simpática.

Saltó la señal de Avance, y Cuervo Loco pisó el acelerador.

—¿Y qué era eso que no me querías contar por teléfono?

—Anoche me lo contó todo —respondió Horn—. Clea. Todo empieza a cuadrar. Cuando Iris y su nuevo marido la llevaron al entierro de Arthur Bullard, vio a Bonsigniore. Y eso la hizo acordarse de lo del refugio. Él había intentado violarla. Y entonces era poco más que un bebé.

—Joder. —Cuervo Loco apretó el volante y sacudió la cabeza, el rostro contorsionado en una fea mueca.

—En el entierro le volvieron todos aquellos recuerdos. Y no sólo eso, sino que él también la vio. Debe de saber que ella se acuerda. Hasta ahora yo pensaba que el refugio era algo muy lejano en el pasado para ella, simplemente un mal momento que conseguiría superar. No sabía que pudiera correr ningún peligro en estos momentos. Pero todo está relacionado. Ella se escapó de casa porque echaba la culpa a su madre por dejar que su padre le hiciera todo eso. Pero sobre todo porque había vuelto a ver la cara de ese hombre después de todos estos años.

—¿Crees que va detrás de ella?

—Lo sé. Si fue capaz de mandar matar a Scotty para encubrir sus actos, ¿por qué no a Clea? Yo creo que habría mandado a alguien contra ella poco después del entierro si no se hubiera marchado de casa. También pienso que fue una especie de milagro que acabara con Del Vitti, porque era una de las pocas personas capaces de protegerla.

—Pero era uno de los muchachos de Vinnie —dijo Cuervo Loco—. No lo entiendo.

—Yo tampoco lo entiendo del todo. Pero Clea me contó que conoció a Del Vitti cerca del colegio y que le parece que no fue un encuentro accidental. Mucho antes de verla en el entierro, yo creo que Bonsigniore estaba intentando seguirle la pista a Clea. Pudo haber mandado a Del Vitti para tenerla controlada, para conocerla y determinar si representaba algún riesgo. Era como un seguro de vida para él. La mayoría de las niñas que subían al refugio venían de familias pobres, familias a las que se podía pagar por su silencio. Clea era distinta. Su nuevo padre tenía dinero. Bonsigniore no podía arriesgarse a que algún día acabara suponiendo una amenaza para él. Así que mandó a Del Vitti para que la tuviera vigilada.

—Muy bien, pero eso no explica...

—Lo que pasó en la casa de Del Vitti, ya lo sé. Yo creo que el chico se quedó prendado de Clea, eso es lo que pasó.

—Estás de broma.

—No. Clea me dijo que se comportó como un perfecto caballero, que nunca le puso la mano encima. Creo que estaba enamorado de ella. Después del entierro, Bonsigniore debió de dejarle claro que quería que la mataran, puede incluso que se lo ordenara al propio Del Vitti. Pero justo entonces ella aparece en su portal, pidiéndole que la acoja. Y eso hizo él. Decidió convertirse en su protector. Bonsigniore se percató de ello y envió a Falco a matarlos a los dos. Pero justo antes de que lo mataran, Del Vitti logró esconderla, salvándole la vida.

Horn estiró los brazos por encima de la cabeza. Se sentía rígido por la falta de sueño.

—Era una víbora —prosiguió—. Pero tengo que estarle agradecido por eso.

—¿Qué es eso que llevas debajo de la camisa?

—El viejo Colt. Lo desenterré anoche de mi baúl. A partir de ahora esto va en serio, indio. Ya no estamos hablando de devolver a una niña a casa de sus padres. Alguien quiere verla muerta. De momento está segura en casa de Maggie, pero con cada día que pasa están más cerca de su pista.

—¿Qué tienes pensado hacer?

—Primero, poner a la policía al tanto de todo este asunto. Con mis antecedentes, no me harían mucho caso...

—Me temo que conmigo sería tres cuartos de lo mismo —le interrumpió Cuervo Loco—, teniendo en cuenta la clase de negocios a los que me dedico.

—Pero conozco a alguien a quien sí harán caso. Helen Bullard.

—¿La viuda?

Horn asintió con la cabeza.

—Es una vieja dura de pelar. Implacable incluso, igual que su marido. Es una persona muy influyente en esta ciudad. Me dijo que lo que más le importa ahora mismo es agarrar al que mató a Scotty. Pienso contarle todo lo que sé y dejar que utilice la información como considere oportuno. Si no está dispuesta a hacerlo, hablaré con Paul Fairbrass, que también es un ciudadano respetable. Pero creo que no sabe tanto de odio como la viuda de Arthur Bullard.

—Pues te deseo suerte —dijo Cuervo Loco con voz dudosa. Sin mirar, tiró por encima del hombro la botella vacía, que rebotó en el asiento trasero y aterrizo en el suelo. ¿Y qué más?

—Ahora que sé la clase de peligro que corre Clea, quiero sacarla de la ciudad. Si volviera a su casa no estaría segura. Luego, si quieren, Iris y su marido pueden hacer que me arresten. Pero ahora mismo tengo que asegurarme de que esté bien lejos de Bonsigniore y su gente. ¿Se te ocurre algo?

—Puede —dijo Cuervo Loco tras vacilar unos segundos—. Tengo un buen amigo en San Bernardino. Le avalé para que se comprara un camión y un remolque para un caballo hace mucho tiempo, y me debe una. Le podía llamar, a ver si la chica se puede quedar allí una temporada.

—Muy bien. Yo iré con ella. Tú puedes tenerme al tanto si el problema se soluciona por aquí. Si no...

—Sé lo que estás pensando —dijo Cuervo Loco con gesto sombrío—. Alguien va a tener que ir a por él. Y a por Falco. Y cualquier otro que se ponga en el camino. ¿Te sientes capaz de eso, amigo?

—No — Horn se permitió una sonrisa ante tan absurda perspectiva—. Es mucho más fácil interpretar a un héroe que serlo de verdad.

—A veces se descubren cosas en uno mismo que no se sabía que existían.

—Lo sé. Yo descubrí unas cuantas cosas en Italia, ninguna de ellas muy bonita. De todas maneras, hay una cosa más, que tiene que ver contigo.

—Sí —Cuervo Loco, mirando fijamente al frente, tamborileó con los dedos sobre el volante—. Conmigo y con mi amigo Vinnie.

—Exacto. Contigo y con tu socio.

—Me dejó su tarjeta de visita la otra noche.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Después del día en que nos reunimos en el Alexandria, me dijo que tú eras un problema y que tenía que despedirte. Me dijo que quizá algún día tendría que ocuparse de ti y que, si yo me interponía en el camino, se ocuparía de mí también, y que no sería nada bueno ni para mí ni para mi negocio. Le dije que respetaba su sabio consejo y que me lo pensaría.

Horn escuchaba en silencio.

—La otra noche, después de que echáramos el cierre, alguien llenó de gasolina una botella de Budweiser, la tapó con un trapo, la encendió y la lanzó contra la puerta trasera de mi local. No causó muchos daños, alguna cosa un poco chamuscada, nada más. Pero me di por enterado.

Horn hizo una mueca.

—Mira indio, no sabía que las cosas estuvieran poniéndose así. Yo siempre intento no ir contra los negocios de nadie, pero así es como están las cosas. Ese hombre quiere ver muerta a Clea. No puedes estar de los dos lados en este asunto.

Cuervo Loco hizo un giro de ciento ochenta grados y aparcó el Cadillac junto a la acera cerca del lugar adonde se dirigían. Girándose hacia Horn, le sonrió con la barbilla hacia abajo.

—Que le den por culo —dijo—. Al pavo gordo ese, con sus dedos rechonchos cargados de anillos.

—¿Lo dices en serio?

—Claro. La chica es lo primero. Vamos a encargarnos de este asunto, ¿vale? Empezando aquí mismo —señaló a la fachada de la tienda, a diez metros de allí.

—De acuerdo —Horn empezó a salir del coche.

—Espera un minuto. ¿Me das eso, por favor? —Cuervo Loco alargó la mano. Al cabo de unos segundos, Horn se sacó el Colt del cinturón y Cuervo Loco lo guardó debajo del asiento—. No te va a hacer falta. Me había olvidado de la razón más importante por la que me necesitas a tu lado. Para evitar que montes un tiroteo en la taberna y espantes a todas las bailarinas.

—Por mí no hay problema —dijo Horn—. Estamos aquí para hablar nada más.

—Eso es. Tú haz de vaquero torpe y bonachón y, si hace falta, yo seré tu compañero un tanto impredecible.

Sonó la campanilla cuando entraron en la librería Geiger. La única persona que había dentro era un cliente con traje de chaqueta sentado en una de las butacas de cuero, con un grueso tomo sobre las rodillas, que levantó furtivamente la mirada.

Se descorrió una tupida cortina detrás del mostrador y salió Calvin Saint George. Sus ojos registraron rápidamente a Horn y a Cuervo Loco y, aunque su gesto permaneció inmutable, parecía presentir que la calma de su establecimiento estaba a punto de romperse. No dio señales de reconocer a Horn.

—¿Les puedo ayudar en algo? —preguntó con voz inexpresiva.

—Desde luego —respondió Horn—. ¿Recuerda usted la conversación que tuvimos? Bueno, pues he pensado en un montón de preguntas más que necesito hacerle.

—Eeh... —Saint George apoyó ligeramente las puntas de los dedos sobre la encimera de cristal de su mostrador, mirando en rápida sucesión a los dos visitantes y al cliente sentado en la butaca—. No, eh...

Cuervo Loco se metió enseguida en su papel. Colocándose detrás del cliente, se agachó para mirar al libro abierto que tenía el hombre sobre las piernas.

—Arre yegua —dijo en voz alta—. John Ray, ven a ver esto. Esta chavala está en una especie de trapecio. ¿Cómo demonios es capaz de hacer eso? No, espera un momento, es más bien una especie de...

El hombre cerró el libro de golpe, agarró su sombrero y se marchó, haciendo sonar furiosamente la campanilla. Siguiéndole hasta la puerta, Cuervo Loco dio la vuelta al cartel de Cerrado y tiró de la persiana hacia abajo.

Saint George cogió rápidamente el libro y lo guardó debajo de la encimera de cristal del mostrador.

—Eso ha sido una grosería —le dijo a Horn. Su voz sonaba segura, pero sus dedos golpeteaban nerviosamente el cristal.

—Supongo que sí —respondió Horn—. Pero para lo que hemos venido aquí no queremos tener público, ¿verdad?

—Si me causan algún problema, llamaré a la policía.

—No la vas a llamar —Horn tomó asiento en la butaca desocupada por el cliente—. No te traería más que disgustos. Me da la impresión que muchos de tus negocios son ilegales. Así que si haces que nos echen de aquí, alguien de la brigada de delitos sexuales recibirá una llamada hablándole de ti. Y te cerrarán la tienda, e irás a la cárcel. ¿Quién de nosotros tiene más que perder?

Viendo que Saint George no respondía, Horn se inclinó hacia un lado para dar unas palmadas al asiento de la butaca de al lado.

—Ven aquí a hablar conmigo, Calvin.

Saint George permaneció inmóvil, atento a Cuervo Loco, que se paseaba por la tienda, sacando de cuando en cuando un libro de una estantería y hojeándolo.

—¿Hablar de qué?

—De los hombres a los que les gusta ver fotos de niñas menores de edad —le espetó Horn—. Como la foto que te enseñé la última vez que estuve aquí. La reconociste, aunque lo negaste. Quiero saber por qué me mentiste y lo que sabes sobre esos hombres.

Saint George miró de frente a Horn.

—Quizá piense que le tengo miedo, pero no es así. No es la primera vez que tengo que enfrentarme a esta clase de amenazas.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo se enfrenta usted a ellas, Calvin?

—Márchense —dijo Saint George, elevando ligeramente la voz.

Horn estaba a punto de contestar cuando oyó a Cuervo Loco silbar silenciosamente entre dientes.

—John Ray, esto es precioso. Seguro que este libro vale un montonazo de dinero —lo sujetó en alto para que Saint George lo viera—. ¿A que sí?

—Por favor tenga cuidado con eso —dijo Saint George en un tono casi aburrido—. Es un Decamerón, impreso en Italia en 1813. Está en buen estado. Ya sólo los grabados...

—Éste —dijo Cuervo Loco, abriendo el libro en una ilustración a página completa—. Éste es un grabado, ¿verdad? Es tan bonito que lo pondría en la pared de casa. ¿Me lo puedo quedar?

Saint George suspiró.

—Ese libro cuesta...

—No, sólo esta página —Cuervo Loco agarró el borde de arriba y empezó a tirar. El sonido del papel rasgándose se oyó sorprendentemente alto.

—¡No! —Saint George atravesó la habitación en un instante. Intentó agarrar el libro, pero se dio de bruces con la mano abierta de Cuervo Loco, que se cerró alrededor de su garganta, empujándole hacia atrás contra las estanterías de libros.

—Siéntate en la silla y habla con mi amigo, Calvin —dijo afablemente el indio—. Yo voy a seguir echándole una ojeada a tu colección, a ver si hay algo que me gusta. —Aflojó los dedos, y Saint George se encogió, agarrándose la garganta. Tras una breve vacilación, se dirigió a la butaca y se sentó en ella.

Cuervo Loco alineó cuidadosamente la página, con unos tres centímetros desprendidos, y volvió a colocar el Decamerón en la estantería. Después siguió hojeando los libros.

—No hay tiempo para andarse con cortesía —le dijo Horn a Saint George—. Tengo ciertas ideas acerca de ti. Creo que eres la persona que tomó la foto que te enseñé, junto con muchas otras. Todas de niñas menores de edad, algunas peores que otras. Tú eres uno de los abusadores. Son fotografías de gran calidad, y tú eres un buen fotógrafo —señaló a las fotos enmarcadas de la mujer joven y la niña—. Y además —dijo, mirando a la tienda a su alrededor—, también trabajas más o menos el mismo género.

La mirada de incredulidad se hacía cada vez más intensa en el rostro de Saint George.

—Encajas con la descripción general, incluso tienes la misma edad que el hombre que ando buscando —prosiguió Horn—. ¿Qué cigarrillos fumas?

El otro tragó saliva.

—Chesterfield.

—¿Alguna vez has fumado otros?

—No.

—Creo que estás mintiendo. ¿Has oído hablar de Arthur Bullard?

—Claro que sí. Murió el otro día. Y usted le mencionó el otro día cuando entró en la tienda.

—Buena memoria, Calvin. ¿Y Vincent Bonsigniore?

—No sé —dijo Saint George con tono de resentimiento—. Creo que no.

—¿Wendell Brand?

—No —Saint George sacudió la cabeza—. Que significa todo...

—No interrumpas. Deja que te cuente toda mi teoría, para ahorrar tiempo. Yo creo que eres el cuarto hombre, Calvin. Tú y los otros tres llevabais a todas esas niñas a las montañas para vuestros juegos atroces, y tú eras el fotógrafo.

—No. —El rostro de Saint George había empezado a parecerse al de Wendell Brand cuando Horn le amenazó. Parecía infectado de miedo y pavor.

—Hay una cosa que debes saber —le dijo Horn—. Una de esas niñas era mi hija.

Saint George puso cara de querer hundirse en los cojines demasiado rellenos y desaparecer. Sus ojos iban sin cesar de un lado a otro de la habitación. En alguna de las estanterías, Cuervo Loco silbaba sordamente.

—Escuche —dijo Saint George—. Está usted terriblemente equivocado sobre todo esto. Sí, es verdad que reconocí la foto.

—¿Cómo?

—El señor Bullard la trajo un día, junto con varias otras. Es verdad, le conocía. Era uno de mis mejores clientes. Teníamos un acuerdo. Siempre que yo recibía algo muy especial, le llamaba y él venía a verlo, para ver si lo quería añadir a su colección. Un día sacó esas fotos del bolsillo y me las enseñó. Fue todo muy desenfadado. Simplemente se rió y dijo: «Naturalmente, ya sé que usted no trabajaría con algo así, pero pensé que estas fotos podrían interesarle.» Eso fue todo. No le pregunté de dónde las había sacado, y él nunca volvió a mencionarlas. Y... —respiró hondo, como intentando tranquilizarse—. Y no volví a ver ninguna de esas fotos hasta el día en que entró usted aquí. Naturalmente, le mentí. Usted podría haber sido un policía, y esas fotos son peligrosas.

Horn se chascó los nudillos, pensando. Lo que decía el hombre resultaba convincente, pero Horn necesitaba un blanco para su odio, y no estaba dispuesto a desechar sus ideas acerca de Saint George.

—No te creo —le dijo hablando en el tono más amenazador que podía—. Me mentiste entonces y me estás mintiendo ahora. ¿Qué es peor, Calvin, que te pillen con unas cuantas fotos verdes o taparte la cara con una capucha y violar a una niña pequeña?

Algo pasó por el rostro de Saint George. Se levantó y se fue detrás del mostrador.

—Quisiera hacer una llamada —dijo—. ¿No le importa? Creo que ayudará a contestar a algunas de sus preguntas. —Cuando Horn asintió con la cabeza, descolgó un teléfono y marcó un número. Horn creyó oír un teléfono sonando a lo lejos.

—¿Wally? —Saint George habló por el teléfono—. Soy yo. ¿Puedes bajar, por favor? Hay alguien a quien quiero que conozcas —una pausa—. Ya lo sé, pero es importante. No hace falta que te vistas, baja y ya está. Ahora.

Transcurrió un minuto. Horn oyó cerrarse una puerta, después el ruido de alguien bajando por una estrecha escalera de caracol en la que apenas había reparado, en la parte trasera del local. Apareció un hombre joven, vestido con pantalones cortos, sandalias y un jersey de colores alegres, secándose las manos en un paño de cocina.

—Wally, éste es el señor Horn —le dijo Saint George desde la butaca de cuero, ignorando deliberadamente a Cuervo Loco, quien parecía absorto en su exploración de los libros—. Está buscando cierta información y me gustaría que contestaras unas cuantas preguntas para él. Primero, ¿qué estabas haciendo arriba?

El joven era alto y rubio y bien proporcionado. Tendría unos veinte años, con los rasgos desenfadadamente atractivos, aún por perfilar, que Horn había observado en el sobrino de Vincent Bonsigniore, sentado a la mesa del hotel. Miraba inquieto a Horn y luego a Saint George, una y otra vez en rápida sucesión.

—Estaba, bueno, fregando los platos del desayuno— dijo el joven.

—¿Y por qué?

—Ya sabes Cal —dijo Wally con una risa nerviosa—, que siempre los friego yo.

—¿Y qué ibas a hacer después?

Wally dejó de secarse las manos y, sin saber qué hacer después, las entrelazó por delante de su cuerpo.

—Pues preparar la comida, naturalmente.

—Muy bien —le alentó Saint George—. Wally, ¿cuánto tiempo llevamos viviendo en el apartamento del piso de arriba?

—Bueno, tú has vivido ahí desde que te hiciste cargo de la tienda —dijo Wally, sonriendo a Horn ahora que iba cogiendo confianza—. Yo llevo viviendo allí desde que nos conocimos hace un par de años.

—Wally, el señor Horn se ha fijado en las fotos que saqué de la mujer joven y la niña pequeña. ¿Le puedes decir quiénes son y por qué las tomé?

—Son Clara, tu sobrina, y su hija —Wally dirigió a Horn una mirada cómplice—. Me contaste que las habías sacado porque tu hermano es un tacaño que te dio la lata hasta que accediste a hacerles una foto gratis.

—Eso es —dijo Saint George—. Y ahora, Wally, por favor cuéntale al señor Horn a quién prefiero utilizar como modelo. Y sé sincero.

—A mí —dijo Wally orgulloso. Se volvió hacia Horn—. Debería usted ver el apartamento. Estoy por todas partes. Dice que soy su musa, y que...

—Muy bien Wally. Ya puedes volverte arriba. Por favor llámame cuando esté lista la comida.

El joven se marchó.

—No le habría contado todo esto —dijo ahora en un tono totalmente calmado—, si no fuera porque usted se ha creado una imagen equivocada de mí. Y sólo la verdad podía sacarle de ahí —colocó las manos delante del pecho, unidas por las yemas de los dedos, el ceño fruncido, como un maestro de escuela que se enfrenta a un alumno especialmente difícil—. Yo no abuso de las niñas pequeñas, señor Horn.

No encajo ni de lejos en la descripción de esos hombres de los que me ha hablado. Ahora que usted ha conocido a Wally, creo que esto le habrá quedado claro.

Horn se volvió hacia Cuervo Loco, y los dos inclinaron la cabeza en un gesto de asentimiento.

—De acuerdo —dijo Horn.

Saint George se puso en pie.

—Y ahora, por favor, márchese de mi tienda y llévese con usted al ordinario de su amigo.