Capítulo Dieciséis
Tres semanas más tarde, Oliver estaba de pie en el altar esperando a su novia y tratando valientemente de no inquietarse. Nunca había estado tan agitado en su vida. Cada célula de su cuerpo estaba al borde del histerismo y cada nervio crispaba con anticipación. Era como si hubiera pisado un campo de batalla en vez de una iglesia.
Su cuerpo vibraba con energía; con el desgarrador deseo de hacer que este día fuera perfecto, y el amargo conocimiento de que no podría hacerlo. Su novia se merecía todo y sin embargo, esto era todo lo que tenía.
Las bodas eran típicamente pequeñas aventuras con algunos amigos cercanos y familiares. En este caso, la ceremonia podría considerarse aún menor.
La simple presencia de sus cuatro mejores amigos mostraba cuán profundamente se preocupaban por él. Xavier seguía un poco absorto pero al menos funcionaba por sí mismo. Bart se estaba dejando ver en público por primera vez desde que le habían equipado con la pierna falsa. Sarah Fairfax también estaba allí, con su enorme barriga. Incluso Ravenwood estaba presente, con una cursi sonrisa en lugar de su siempre presente arrogante semblante. Para ser una persona tan reservada, era más que evidente que al hombre le encantaban las bodas.
Oliver estaba feliz de casarse. Solo deseaba poder darle a Grace más que esto.
Cuatro personas. Y punto.
Ninguna familia ni por parte del novio ni de la novia.
En el caso de Oliver, él no tenía familia. En el caso de Grace... bueno, Oliver lo había intentado. Más de lo que creía humanamente posible. Sin embargo, ni siquiera sus abuelos se habían molestado en aparecer en la iglesia que habían reservado.
Habían firmado el contrato. Oliver suponía que realmente eso era todo lo que importaba. En cuyo caso, hasta nunca con sus desdichados parientes. Grace podía haber accedido a ser su novia porque las circunstancias le habían empujado a ello pero Oliver, no. Él tenía la intención de demostrarle que su amor por ella era la única razón por la que estaba de pie en ese altar.
Tan pronto como llegara. Él tiró de la cadena de su bolsillo para mirar el reloj. Eran más de las nueve. Se llevó las manos al cuello para ajustarse la corbata y se obligó a bajar los brazos inmediatamente. Si se tocaba la prenda una vez más, esta iba a terminar pendiendo de su cuello como un cacho de tela raída. Pero, ¿por qué no habían empezado ya? ¿Dónde diablos estaba su novia? ¿Y el sacerdote? Su corbata estaba demasiado apretada. Se estaba ahogando con tanta ropa en esa catedral cavernosa y vacía.
Oliver rodó hacia atrás los hombros y trató de reírse de ello. Ja, ja, ja. Llevaba más de media hora allí parado. Grace nunca le plantaría en el altar... ¿verdad? Él miró a sus amigos, pero no pudo sostener sus miradas por mucho tiempo. No cuando Grace todavía no había llegado. Sería muy gracioso que ella hubiera previsto avisar al sacerdote de su cancelación, pero no hubiera avisado al novio.
Justo cuando estaba comprobando la hora por vigésima vez unos segundos más tarde, la puerta se abrió y Grace entró en la iglesia. El corazón de Oliver se detuvo nada más verla, y luego se aceleró dos veces más rápido que antes. Estaba más hermosa de lo que había creído posible.
No llevaba velo, pero Oliver lo prefería así. No quería nada entre ellos, ni siquiera una fina pieza de malla semitransparente. Le encantaba poder mirarla; ver esos increíbles ojos verdes brillar. Oliver esperaba que al menos brillasen. Cuando lo hacían, el resto del mundo desaparecía. Ella no estaba sonriendo pero él tampoco podía, a decir verdad, porque su estómago estaba hecho un nudo. Excepto que sí, sí estaba sonriendo. Estaba más feliz y mareado que nunca de estarla viendo (por fin) ahí, caminando hacia él.
El vestido que llevaba era de color lavanda claro y muy brillante. Absolutamente perfecto, la verdad. Él asintió con la cabeza hacia la señorita Fairfax, quien reconoció su señal y se puso pesadamente de pie. Que Dios la bendijera, con su gran barriga y corazón aún más grande. Ella había querido hacer algo especial para Grace, hacerle una especie de corona de flores que había visto en salones de moda, y Oliver le había sorprendido cuando le había expresado su opinión sobre el tipo de flores que debía emplear.
La señorita Fairfax colocó la corona de jazmines en la cabeza de la novia.
Con las delicadas flores engarzadas en su cabello, Grace parecía más la princesa de un cuento de hadas que una princesa. Oliver deseó poder decirle que también estaba radiante, pero la verdad era que su novia no parecía muy feliz de estar allí.
Entonces, el sacerdote entró rápidamente, moviéndose a prisa pero sin perder su carácter sensorial del que solían hacer alarde la mayoría de los sacerdotes al mando. Tomó el codo de Grace y la condujo hacia el lado izquierdo del altar antes de ocupar su posición por detrás.
Oliver sonrió. No pudo evitarlo. Ella llevaba sus flores y estaba lo suficientemente cerca como para poder tocarla. Prácticamente podría besarla a esa distancia si lo deseaba. Y por supuesto que lo deseaba. Pero no quería avergonzarla. Este no era momento para besos.
Ella no lo quería en este momento; no podía quererlo. Y tampoco debía hacerlo. Por el momento, él no era nada para ella. Solo un hombre condenado; una quimera con una casa vacía.
No era lo que nadie querría. Pero podría convertirse en el mejor marido que pudiera ser para ella. Haría de la hacienda Carlisle el condado más fuerte en Inglaterra, incluso si eso significa no dormir nada durante los próximos diez años. Él se casaría con Grace de nuevo si ella quería, tendrían mil desayunos de recién casados, o celebrarían una ceremonia que pudiera competir con la de un rey. Cualquier cosa que deseara, él se aseguraría de que la tuviera.
"Queridos amigos," dijo el sacerdote.
El corazón de Oliver se detuvo. De nuevo. Tomó las manos de Grace y a continuación, las dejó caer con la misma rapidez. Aún no era el momento de unir sus manos. Lo harían dentro de poco. La ceremonia estaba comenzando finalmente. Un escalofrío corrió por su espina dorsal. Estaban a punto de casarse.
"Estamos aquí reunidos ante los ojos de Dios y esta congregación"—en ese momento, el sacerdote echó una torpe mirada hacia el apelotonado cuarteto que era testigo—"para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio."
Oliver dejó de escuchar. No a propósito, por supuesto; estas eran las palabras más importantes de su vida, pero sus oídos habían dejado de escuchar por su cuenta. Sus sentidos simplemente se habían cerrado a todo lo que no fuera Grace. Todo lo que podía oler era el dulce aroma de su cabello. Todo lo que podía ver era su hermoso rostro pálido, con sus ojos tan grandes y verdes enmarcados por unas pestañas negras como el carbón. Él se estaba consumiendo con de deseo de saborearla, de tenerla. De abrazarla. Esta era la mujer con la que se estaba casando. Grace iba a ser suya por fin.
"Os pido y demando," dijo el sacerdote con su autoritaria voz, "como responderéis en el día del juicio final, cuando se tienen que revelar los secretos de todos los corazones, que si alguno de vosotros sabe de algún impedimento por el cual estas dos personas no podrían ser legalmente unidos en matrimonio, que lo digáis ahora o calléis para siempre."
Oliver estuvo a punto de echarse a reír nerviosamente. ¿Algún impedimento como que su novia no quisiera casarse con él? Él volvió a tomar sus manos, no podía esperar más. Sus dedos dejaron de temblar cuando sitió su mano en la suya. Tenía que ser fuerte por ella. Haría cualquier cosa por ella.
"Oliver York, lord Carlisle," tronó el sacerdote.
La garganta de Oliver se puso tan seca como el polvo, y su lengua creció de repente diez veces más. Había llegado el momento. Estaban a punto de prometerse el uno al otro.
"¿Quieres a esta mujer como tu legítima esposa, para vivir juntos de acuerdo a la ordenanza de Dios en santo matrimonio? ¿Te comprometes a amarla, consolarla, honrarla y estar junto a ella en la salud y en la enfermedad, renunciando a todas las demás, hasta que la muerte os separe?"
Oliver sonrió. La respuesta debía ser clara en sus ojos, porque lo era en su corazón. "Sí quiero."
El sacerdote volvió a abordar a la novia. "Señorita Grace Halton."
Grace le lanzó a Oliver una tentativa mirada. Sus ojos se abrieron como platos mientras lo miraba fijamente.
"¿Quieres a este hombre como tu legítimo esposo para vivir con él de acuerdo a la ordenanza de Dios en santo matrimonio? ¿Te comprometes a obedecerle, amarle, honrarle, servirle y estar junto a él en la salud y en la enfermedad, renunciando a todos los demás, hasta que la muerte os separe?"
El silencio que siguió fue tan completo y terrorífico que cualquiera podría haber oído el sonido de un alfiler al caer. De hecho, el bolso de la señorita Fairfax se deslizó entre sus manos, derramando la mitad de los alfileres de toda Inglaterra por el suelo de Madera y nadie se dio cuenta. Todos estaban inclinados hacia delante, agarrándose los brazos y con rostros consternados, a juego con el modo en que Oliver estaba empezando a sentirse.
Si por "consternado," se entendía un total y absoluto terror de que la novia fuera a responder que no delante de todos y él fuera a perder su oportunidad de amarla.
"Sí quiero," susurró Grace con ojos brillantes.
¿Serían lágrimas? Oliver probablemente estaba sujetando sus manos con demasiada firmeza. Oh Dios, había estado tan aterrado que no había medido sus fuerzas. Relajó sus dedos. ¿Y si ella había querido decir que no y él no le había dejado escapar literalmente? Que así fuera. Grace no iba a irse a ninguna parte. Él no iba a permitirlo. Ahora, no.
El sacerdote levantó la vista del altar. "¿Quién hace entrega de esta mujer para que pueda casarse con este hombre?"
Mierda. El corazón de Oliver se hundió mientras miraba cómo los apagados ojos de su novia buscaban entre la multitud. No podían divisar a nadie. Sus manos se humedecieron. Por una vez, Oliver se habría alegrado de contar con la presencia de los Mayers. Grace parecía dolida.
¿No se habría dado cuenta hasta ese instante de que sus abuelos no estaban allí? Y, por supuesto, la persona más importante de su vida también estaba ausente. Estaba a punto de casarse sin su madre.
Pobre Grace. Oliver sabía lo mucho que había querido que su madre estuviera presente el día de su boda. Probablemente lo habría soñado toda su vida, y habría dado por sentado que, por supuesto, su madre estaría a su lado. Y ahora estaba aquí, al otro lado del mundo, casándose con un hombre con el que se había comprometido en una biblioteca y sin una sola persona dispuesta a ponerse de pie en su nombre.
"Yo lo haré."
La cabeza de Oliver se sacudió al ver el marco ducal de Ravenwood, alto y arrogante, ponerse en pie como si hubiera conquistado el mundo; como si por supuesto hubiera estado previsto desde siempre que él haría entrega de la señorita Halton y las cosas estuvieran marchando precisamente como deberían. Gracias a Dios por Ravenwood. Él llegó a su lado con velocidad y gracia, consolando de alguna manera a la novia, y manteniendo la fastuosidad y dignidad de la ceremonia.
El sacerdote asintió como si los duques americanos hicieran la entrega de señoritas todo el tiempo en ceremonias de boda conspicuamente repentinas. Él le arrebató las manos de Grace a Oliver y las reorganizó de tal manera que la mano derecha de Grace yacía ahora boca abajo sobre la palma de la mano de él.
El anillo. ¡Había llegado el momento de hacer la entrega del anillo!
Con sus manos temblando ligeramente, Oliver sacó la alianza del bolsillo delantero de su chaleco. Mientras lo deslizaba por su dedo, pronunció su frase favorita de toda la ceremonia, la que había estado practicando todas las noches durante la última semana. Eran palabras que se sabía de memoria, porque venían directamente desde su alma. Esperó hasta que ella hubo levantado la mirada. Quería que fuera testigo de su total honestidad.
"Con este anillo, yo te desposo," dijo, mirándola a los ojos. Sus dedos temblaban, pero su voz era fuerte y segura. "Con mi cuerpo, yo te adoro. Con todos mis bienes terrenales, yo te agasajo. Amén."
Los ojos de Grace se emborronaron una vez más tras el brillo de sus lágrimas pero esta vez, no pudieron ser atribuidas a la falta de tacto de Oliver a la hora de sujetar sus manos. Él solo podía rezar para que fueran lágrimas de alegría, muy parecidas a las que incluso ahora obstruían su propia garganta, en lugar de lágrimas de dolor. Moriría antes de causarle ningún dolor.
El sacerdote extendió su mano encima de las de ambos y entonó, "Aquellos a quienes Dios ha unido, que no los separe el hombre."
¡Exactamente! Oliver se irguió aún más, orgulloso, arrepentido y a la par, alegre. Su pecho se hinchó un poco más. Grace estaba a punto de ser suya para siempre.
"Ahora que Grace Halton y Oliver York han presentado juntos su consentimiento en santo matrimonio, y han sido testigos del mismo ante Dios y esta institución, prometiéndose fidelidad mutua, y declarando la misma haciendo toma y entrega de un anillo, y por la unión de sus manos, yo los declaro marido y mujer. Amén."
Las rodillas de Oliver flaquearon, y fue lo único que evitó que tomara a su novia entre sus brazos y huyera con ella a casa. No, no solo su novia—su esposa. La alegría lo inundó. Solo unas cuantas oraciones cortas más, y tendrían la libertad de irse.
"¡Oh, Señor, salva a tu siervo y a tu sierva!" Entonó el sacerdote.
Oliver estaba ahora vibrando de emoción. La oración de llamada y respuesta significaba que estaban llegando al final.
"Quienes depositaron su confianza en ti," respondió él de forma automática.
Grace no dijo nada.
"Oh, Señor," continuó el sacerdote, "envíeles tu ayuda."
"Y apiádate de ellos..." La voz de Oliver se fue apagando poco a poco.
Grace todavía no se había unido a él para orar. En un destello cegador de perspicacia, Oliver se dio cuenta tardíamente de por qué.
Su novia no se sabía las palabras. ¿Por qué iba a hacerlo? Jamás habría planeado casarse en una iglesia de Inglaterra.
En cambio, la profunda voz de Oliver se oía claramente mientras que el sacerdote continuaba su letanía. Las palabras resonaron en la gran quietud, baja y desnuda, sin ningún acompañamiento femenino. Oliver tragó con fuerza. Trató de no pensar que se estaba comprometiendo para toda la eternidad. Todavía tenía sus manos cogidas y podía sentir su anillo en su dedo. No importaba que ella no se supiera lo que tenía que decir. Ya lo estaba diciendo él por los dos. Del mismo modo que no importaba que ella no le hubiera elegido por voluntad propia. Él ya la amaba lo suficiente por los dos. Cuidaría de ella y la honraría y querría hasta que simplemente ella no pudiera evitar devolverle sus sentimientos.
"Dios Todopoderoso," prosiguió el sacerdote.
Oliver le dio un fortificante apretón a las manos de su amada. Esta era la oración final. Lo habían logrado.
"Vierte sobre ellos las riquezas de tu gracia; santifícalos y bendícelos para que puedan quererse en cuerpo y alma, y se profesen su amor sagrado hasta el final de sus vidas. Amén."
Amén.
Esta vez, Oliver no pudo evitar ceder a la tentación. Tomó a su nueva esposa entre sus brazos y la hizo girar en un pequeño, (aunque totalmente inadecuado), gozoso círculo.
Bart y Xavier se abrieron paso al frente para cumplir con su deber como testigos. Sarah y Ravenwood—dos de los románticos más sentimentales que Oliver conocía—se apresuraron a felicitar a Oliver y a Grace por una espléndida ceremonia. Ravenwood estrechó la mano de él y besó la mejilla de ella. Sarah abrazó a ambos lo mejor que pudo con su vientre en medio. En el momento en que terminó de firmar el contrato, Bart le dio un ligero codazo para señalar que era su turno de abrazar a Oliver y besar a Grace en la mejilla.
Oliver no dejó de sonreír en ningún momento. No hasta que salió fuera. Entonces su alegría se hizo añicos.
La novia y el novio tradicionalmente se iban juntos después de la ceremonia. Su carro estaba justo donde lo había dejado, con unas estufas calientes y un montón de mantas en su interior en caso de que las necesitasen en su camino de regreso a casa.
Pero justo al lado de su carruaje, ese en la que había planeado darle a su nueva esposa el primer centenar de besos de recién casados, había una ominosa diligencia contratada. Su cabeza se sacudió hacia ella; su corazón latía demasiado rápido. No. No iba a permitirlo. No cuando podrían enviarle el dinero a su madre. Tal vez estaba sacando conclusiones precipitadas.
Sus dedos se aflojaron sobre su mano. "¿Prefieres seguirme hasta casa en tu propio coche?"
Ella no se encontró con su mirada. "Tengo recados que debo atender de inmediato."
De inmediato. Antes de consumar el matrimonio. Sin esperar siquiera a que sus invitados se dispersasen. Él asintió con la cabeza sin decir nada. No iba a interponerse en el camino de nada que le hiciera feliz.