Capítulo Tres
No fue hasta que la víbora de pelo oscuro ya estaba entre sus brazos cuando Oliver se dio cuenta de que su misión rescate había sido demasiado descarada. Había arrastrado a la incomparable mujer florero a la pista para bailar un vals ante todos y cada uno de los allí presentes y ni siquiera sabía su nombre. Sus hombros se tensaron. Desde luego era la pura definición de caballero andante.
Tal vez en América, los yanquis podían dar vueltas con preciosas desconocidas alrededor de un salón de baile, pero aquí, en Inglaterra, el apropiado decoro dictaba que los caballeros no podían dirigirse ni siquiera a ninguna doncella desconocida hasta que se hubieran presentado correctamente para no avergonzar a ambos en público.
Sin embargo, ya estaba hecho. Con los finos dedos de la mano derecha de la joven descansando sobre su palma izquierda y la mano derecha de él presionada a ras contra la delicada seda cubriendo su igualmente delicada espalda, sus labios parecían ahora tan tentadores como para inclinarse y probarlos. Olía a miel y flores silvestres. Él trató de ignorarlo.
"¿Cuál es tu nombre?" Susurró con urgencia. Unas pestañas oscuras y suaves enmarcaban sus cautivadores ojos verdes. Oliver no podía apartar la mirada.
Ella levantó una ceja. "¿Cómo me llaman los demás?"
La pícara sonrisa que esbozó indicaba que ya sabía la respuesta. Él hizo una mueca. Ciertamente, no podía esperar que fuera a repetir su apodo en voz alta.
Ella le devolvió la mirada sin pestañear. Los segundos estaban cada vez más cerca de convertirse en minutos.
"Macarrones," admitió.
"Eso será señorita Macarrones para ti." Ella le sonrió con la mirada.
Él la atrajo un poco más. Y se dio cuenta de que, riéndose o no, oír esa palabra en boca de alguien más tenía que doler. Él frunció los labios. No iba a contribuir a tales rumores.
"Tenemos que fingir que ya nos conocemos," le explicó mientras que daban vueltas al ritmo de la música.
Ella arqueó una delgada ceja negra. "¿Por qué?"
Él parpadeó. ¿Qué quería decir? Estaban bailando un vals juntos sin ni siquiera haberse presentado. "Por tu reputación, por supuesto."
"Mi reputación ha quedado relegada a un tipo de pasta. ¿Qué más puedes necesitar saber?"
"¿Smith? ¿Jones?" Le rogó desesperadamente. ¿Acaso no entendía el peligro para las jóvenes que rompían las reglas prohibidas? "Ciertamente tienes que tener algún otro nombre que no esté relacionado con productos alimenticios."
Sus labios se curvaron. "Ya que eres el primero en preguntar, compartiré mi secreto contigo. Soy la señorita Halton."
Él le devolvió la sonrisa. La señorita Halton. Le gustaba cómo sonaba en sus labios.
Antes de que él pudiera revelar su propio nombre, ella lo miró con los ojos entrecerrados. "¿Por qué estás bailando conmigo?"
Las palabras emergieron de sus labios antes de que tuviera tiempo para procesarlas. "¿Quién no querría bailar con una joven tan hermosa como tú?"
"Todo el mundo," respondió rotundamente. "Esta es la primera vez que alguien me ha preguntado desde que llegué a Inglaterra." Ella acercó los labios a su oreja. "La peste del comercio mantiene a los pretendientes más inteligente alejados."
Él se atragantó tras la tela del pañuelo alrededor de su cuello. "¿Quién iba a decirte una cosa así?"
Grace arqueó las cejas. "Nadie. Absolutamente nadie me habla. Solo me queda asumir que la peste del comercio es evidente en sí misma."
Oliver se contuvo las ganas de acercar más su rostro a los rizos oscuros y brillantes apilados en la parte superior de su cabeza. Rápidamente, enderezó la espalda antes de que cualquiera de los allí presentes pudiera anotar su torpeza.
Ella se dio cuenta, por supuesto. Sus claros ojos verdes brillaban.
"Hueles a jazmín," dijo él después de aclararse la garganta. "Es un aroma embriagador."
"Es jabón de baño. Tendré que escribirle una nota de agradecimiento al fabricante."
Él también. Volvió a resoplar. Su pulso se aceleró mientras luchaba contra el impulso de sacar a la joven fuera del baile. O bien su olor o la propia mujer en sí—o probablemente una combinación de ambos—habían inundado su cerebro con imágenes que realmente no debería estar teniendo sobre la señorita Halton rodeada nada más que por un poco de agua tibia y unas cuantas burbujas con olor a jazmín. Su garganta se contrajo.
Tenía que redirigir esta conversación por un camino más seguro. Tal vez como completar las malditas presentaciones. ¿A menos que ella no lo hubiera hecho ya porque su título le hubiera precedido?
"En caso de que aún no lo sepas," dijo, "Soy el conde de Carlisle."
"Yo... la verdad es que... no, no lo sabía," contestó. "Qué espléndido por tu parte."
"¿En serio? A mí me gusta más ser el señor Oliver York," se encontró admitiendo. Él estuvo a punto de tropezarse cuando las palabras se hundieron en su cerebro. ¿Por qué demonios iba a admitir algo tan herético a una completa desconocida cuando ni siquiera se lo confesaría a sus amigos?
Tal vez porque la señorita Halton era una completa desconocida, cayó en la cuenta. Una estadounidense condenada al ostracismo, que no solo parecía celebrar poco interés por los modales ingleses, sino que además sus oídos no se prestaban en absoluto a los chismes, si es que alguna vez tal inclinación había cruzado siquiera por su mente.
"Yo también lo hubiera preferido," dijo ella, para su sorpresa. "Es una pena."
Él parpadeó en estado de shock. Puede que la joven no se preocupara lo más mínimo por la nobleza británica, pero no había nada de aborrecible acerca de ser un conde, por Dios bendito. Antes de que pudiera responder, el capullo de sus labios volvió a florecer.
"Podría ser peor. Por lo menos no estás a la caza de dotes."
"Qué gratificante es que hayas encontrado algo para recomendarme," dijo él entre sus apretados dientes. ¿Por qué estaría ella siquiera aquí cuando mostraba tanto desdén hacia sus compatriotas?
"Oh, no, no te recomendaría."
Oliver miró hacia sus centelleantes ojos por un segundo y luego se encontró reprimiendo una sonrisa. ¿Acababa realmente de ponerlo en su lugar? Las comisuras de sus labios se arquearon. Él parecía mucho más necesitado de rescate que la lengua afilada de la señorita Halton. Tener un título ciertamente no le había impresionado. Para ser alguien que había sido arrojada al montón de paria social solo por culpa de un accidente geográfico, la joven parecía estarse deleitando en su actual papel de arpía.
Oliver se horrorizó al encontrarlo un poco... refrescante.
Después de haber escapado de los nubarrones que muy a menudo se cernían sobre él cuando estaba con sus compañeros de siempre, era un alivio poder conversar con una tercera parte desinteresada. Alguien que no quería algo que él nunca podría darle. Alguien que nunca había visto los estragos de la guerra. Alguien con quien no compartía un pasado.
Alguien con una mirada cómplice, boca de piñón y una cintura de avispa.
Oliver se obligó a aflojar su agarre. "¿Qué diremos cuando la gente nos pregunte cómo nos conocimos? Tiene que ser algo respetable. Y creíble."
"No hay nada más creíble que la verdad. Diremos simplemente que yo estaba paseando por ahí, pensando en mis cosas, cuando tú apareciste de la nada y me arrastraste hasta la pista de baile."
Él asintió con la cabeza. "Tengo una idea mejor. Inventémonos algo completamente falso."
Las comisuras de sus labios se curvaron. "Ajá. Digamos que simplemente estaba en camisón, cepillándome el pelo en mi tranquila soledad, cuando tú trepaste por mi balcón y—"
"¿Al menos tienes balcón?"
Ella frunció los labios. "No estás invitado a trepar por él en todo caso."
Él esbozó una sonrisa lenta y traviesa. "Nadie es invitado nunca a trepar por un balcón."
"Algunas mujeres podrían ser fáciles de convencer para permitirte intentarlo." Su mirada burlona calentó su piel.
"Empecemos de nuevo," sugirió él, en lugar de tener en cuenta lo que el Oliver de su ficción haría con ella después de trepar hasta su balcón. Respuesta: todo.
"¿Por qué?" Grace esbozó una media sonrisa. "¿Acaso no nos estamos divirtiendo?"
"Nos estamos divirtiendo demasiado."
"¿Se supone que estas fiestas deben ser aburridas?" Ella arqueó una ceja.
Él asintió con la cabeza vehementemente, muy consciente de que sus ojos delataban el humor detrás de su gesto. "Precisamente. Son creadas para que la gente pueda hablar sobre el tiempo y... las tortitas de té..."
"¡Dios mío, eso sí que es aburrido!" Respondió ella con un fingido horror. "¿Cómo puede encontrar alguien pareja con unas conversaciones tan aburridas como esas? Yo diría que el matrimonio requiere una comprensión mutua basada en algo más sustancial que el clima y tortitas de té."
Oliver frunció el ceño. "Pensé que no estabas interesada en el matrimonio."
Ella levantó la barbilla. "Ya hemos dejado claro que eras tú el que no lo estabas."
Oliver apretó los dedos a su alrededor posesivamente. Trató de relajarlos. Ella era libre de hacer lo que quisiera. "¿Así que estás buscando?"
"Es complicado," admitió. "Y, como te habrás dado cuenta, es algo que no va bien."
Él bajó la voz con complicidad. "Creo que todo el mundo se ha dado cuenta."
Él sonrió cuando ella volteó los ojos sin apenas disimulo, pero su sonrisa se desvaneció cuando sintió que su estómago se contraía tras escuchar que estaba a la caza de un esposo.
No es que él estuviera disponible, se recordó. Dios bendito. Lo que debería haber sido un vals sin complicaciones se estaba convirtiendo en algo mucho más peligroso de lo que podía haber imaginado.
Él puso más distancia entre ellos. Lo intentó, al menos. "¿Sueles bailar mucho en los Estados Unidos?"
"Nunca."
"Entonces, ¿cómo aprendiste a bailar el vals?"
"Mis abuelos contrataron un tutor cuando llegué a Londres."
¡Abuelos! Sus pulmones se expandieron de placer. Oliver no debería sentirse tan victorioso por haber burlado otro detalle personal de esa sonrosada boca, pero, bueno, lo había hecho. Aunque, ahora que lo pensaba, tampoco había sacado nada en claro con eso. Si no había bailado en los Estados Unidos, ¿por qué habrían contratado sus abuelos a un instructor? Y si sus abuelos eran británicos, ¿qué estaba haciendo ella en los Estados Unidos? "¿Dónde—"
"¡York!" Una voz familiar llegó por detrás de él mientras que los últimos acordes del vals se desvanecían. "Preséntame a tu amiga."
El dueño de la voz grave tenía que saber que la señorita Halton no había hecho ningún amigo todavía. Oliver se volvió y parpadeó repetidamente ante la fría sonrisa del duque de Ravenwood. Él tampoco era ningún amigo. Ya no. La guerra los había cambiado a ambos por razones muy distintas, y a ninguno le gustaba en lo que el otro se había convertido.
"Ahora es Carlisle," aclaró Oliver con una voz baja y peligrosa.
Ravenwood se estremeció, como si el desliz hubiera sido accidental y en absoluto premeditado. "Es cierto. Me entristecí mucho al escuchar la noticia. No es que estuvierais muy unidos pero... un padre es un padre."
Oliver lo miró en silencio. Cualquier cosa que dijera ahora sería en perjuicio de ambos.
Ravenwood volvió la mirada hacia la joven que Oliver aún no le había presentado. "¿Esta chica encantadora tiene nombre?"
Oliver soltó la mano de la señorita Halton. Su momento había acabado. "Señorita Halton, he aquí su eminencia, el duque de Ravenwood. Ravenwood, esta es la señorita Halton, de América."
Ravenwood le ofreció una mano enguantada a la señorita Halton, quien no dejaba de mirarle con la boca abierta. "El honor—y la absoluta delicia—son míos con total seguridad, mi querida señora. ¿Podría disfrutar del placer de su compañía durante el siguiente set?"
Oliver mantuvo los puños a sus costados. El arrogante de Ravenwood evitaría que el honor de la señorita Halton se viera en peligro. Y ya era hora de volver a sumergirse en la biblioteca con Xavier. Tal vez por fin lograría hacerle recuperar el sentido común.
La señorita Halton, por su parte, estaba mirando a Ravenwood con ojos sospechosos, no seductores. Muy inteligente. Había pasado de no bailar en absoluto, a estar colgada del brazo de un conde y un duque en rápida sucesión.
¿La manada de jóvenes nerviosos haciendo cola detrás de ellos para tener la oportunidad de añadir sus nombres a su tarjeta de baile? También era culpa de Oliver. Cuando había intentado salvar la precaria reputación de la señorita Halton de la maldad de las malas lenguas, había actuado como Oliver York, salvador de aquellos que no querían ser salvados. En el fervor del momento, se había olvidado de que ahora era el conde de Carlisle, al igual que un héroe de guerra condecorado a quien ahora estos imbéciles acicalados no habían dejado de emular desde el momento en que Oliver había puesto un pie en tierra.
Después de haberse ganado las atenciones de Ravenwood y Oliver, la señorita Halton ya no tendría problemas para encontrar compañeros de baile.
Ravenwood pasó la tarjeta de baile de la joven al siguiente bobalicón de la cola, pero no fue tan rápido a la hora de soltar su mano. "¿Cómo has conocido a un viejo gusano como Carlisle?"
La sonrisa de Oliver se congeló cuando le lanzó a la señorita Halton una mirada de advertencia. Sabía que deberían haber preparado una explicación lógica y razonable cuando aún tenían ocasión de hacerlo.
Ella parpadeó hacia Ravenwood inocentemente. "¿No te lo ha contado? Nos conocemos desde hace una cantidad de tiempo alarmante. A decir verdad, lord Carlisle es el primer hombre con el que he bailado."
Ravenwood miró a Oliver con sorpresa mientras que este trataba de no sonreír ante la respuesta inteligente de la señorita Halton. Todo lo que había dicho era cierto, pero daba la impresión de que se conocían desde hacía siglos, lo cual, teniendo en cuenta que él y Ravenwood se conocían de toda la vida, significaría que Oliver habría estado guardando el secreto durante décadas. Una idea espléndida. Él deseaba que fuera su secreto, un secreto que estaba muy poco dispuesto a compartir.
Él sonrió a la señorita Halton hasta que las mariposas revoloteando en su estómago hicieron que le dieran ganas de vomitar. Estaba cayendo a sus pies con demasiada rapidez. Con una galante reverencia, se apartó de su lado y se obligó a alejarse de esos encantadores ojos verdes. Muy, muy lejos.
No podía atreverse a arriesgar su corazón.