Capítulo Trece
Oliver entró en la sala lateral con la espalda erguida y la cabeza alta. La hacienda podía ser una sombra de lo que un día fue, pero todavía se mantenía en pie y aún conservaba a su príncipe Negro.
Él hizo una preciosa y cortés reverencia. "Señor Mayer. Señora Mayer. Señorita Halton. Bienvenidos a mi casa."
La mueca de la abuela de desagrado hizo juego con su tono afilado de voz. La mujer hizo un gesto hacia las paredes desnudas con su bastón. "¿A esto lo llamas casa? Esto es una vergüenza, eso es lo que es. Yo misma he tenido establos mucho mejor equipados. ¿Te das cuenta que se puede ver perfectamente dónde faltan muebles y dónde las pinturas estuvieron una vez colgadas? No esperes que regrese jamás a esta caja. No lo haré. Recuerda mis palabras."
"Abuela, por favor," silbó la señorita Halton mientras presentaba sus respetos. "No te has inclinado ante él."
"Ni pienso hacerlo," bufó la señora Mayer. "No he venido para hacer una reverencia. He venido para hablar de tu dote. Mira a tu alrededor y dime que no prefieres que firmemos ese contrato lo antes posible."
Con sus ojos llenos de dolor y las mejillas encendidas, la señorita Halton le lanzó una Mirada suplicante a Oliver.
Él le sonrió. No pudo evitarlo. ¿A quién le importaba si su abuela era una vieja bruja de mala educación? No iba a volver; ya lo había dicho ella misma. Honestamente, Oliver no podía imaginar un mejor regalo de bodas que ese.
"Te estoy viendo sonreír," espetó la señora Mayer. A pesar de su pelo grisáceo y el leve hundimiento de sus características, ella era tan rápida y ágil como una mujer con la mitad de sus años. Sus veloces y oscuros ojos tomaron a Oliver de un solo vistazo. "¿Supongo que te has comprometido con la muchacha aquí solo para meter tus manos en el dinero cuanto antes? Bueno, pues permíteme que te recuerde que no es tu dinero. Es mi dinero. Y sin embargo, la chica va a ser tuya."
Oliver estaba ansioso por liberar a su prometida de esa horrible mujer. ¿Y el abuelo? ¿Dónde estaba su orgullo? Él no apoyaba a su esposa ni defendía a su nieta. Con las manos entrelazadas detrás de su espalda, el hombre se limitaba a mirar por la ventana como si no les estuviera prestando ni la más mínima atención. Tal vez no lo estaba haciendo.
Quizá era sordo.
"No te molestes en mirar al señor Mayer en busca de ayuda," vociferó la señora Mayer bruscamente. "Él firmará cuando llegue el momento. Estoy aceptando tu petición no porque te hayas comprometido con la chica, sino por tu título. Los Mayers surgimos de la nada y construimos nuestra fortuna a partir de cero. Tenemos más dinero que la mayoría de ustedes, supuestos aristócratas, y seguimos sin ser nada. Por lo tanto, será un gran placer para mí tener una condesa por nieta. ¡Los snobs tendrán que aguatarse y rascarse la rabia!"
La señorita Halton—Grace—hizo una mueca ante el vulgar comentario de su abuela, pero ella ya había experimentado la peor parte del esnobismo de primera mano. Oliver había entendido desde hacía tiempo que era su título y el dinero de su padre lo que le garantizaba su pase a los escenarios más exclusivos.
"Firmaré cuando lo deseen," dijo él en voz baja mientras se quitaba los guantes para manejar más fácilmente los documentos.
Lo importante no era el contrato. Lo importante era Grace y en estos momentos, ella no podía estar más mortificada. Oliver odiaba verla tan miserable. Si su abuela no se hubiera excomulgado a sí misma de su vida matrimonial, Oliver habría hecho el trabajo felizmente por ella.
"Estoy segura de que venderías tu alma por un buen puñado de monedas," declaró la señora Mayer. "Es una verdadera lástima. Conde o no—y compromiso o no—no vas a conseguir ni un centavo más de lo originariamente planeado. No me importa cuánto placer me vaya a dar restregar el título de 'condesa' por la cara de la alta sociedad, se trata de una única compra. Después de la boda, tendrás que seguir por tu cuenta. Los dos. ¿Ha quedado lo suficientemente claro?"
Oliver inclinó la cabeza. ¿Qué importaba a cuánto ascendiese la dote de Grace? Mil libras sería solo una gota en un cubo con una finca de este tamaño, pero no era eso por lo que iba a casarse. Él estaba haciendo esto porque quería. Se casaría con ella incluso si tuviera que aportar las mil libras él mismo. Estaba determinado a hacer algo bueno con este condado y lograr proporcionar una buena vida para ambos, incluso si moría en el intento.
Y tal vez lo hiciera. "Claro como el cristal. ¿Vamos a convocar a nuestros abogados o vamos a pasar por ello y firmar de una vez?"
La señora Mayer le arrebató el contrato. Mientras lo hacía, sus ojos grises se abrieron como platos. Ella agarró la palma de su mano boca arriba para inspeccionarla, y luego hizo lo mismo con la otra.
"Abuela, ¿qué diablos?" Grace dio un paso adelante para interponerse entre ellos.
La señora Mayer entrecerró los ojos. "¿Ves eso? Sus manos están tan estropeadas como las de un vagabundo."
"Abuela, para. Está hablando con un conde."
La mujer mayor carraspeó. "El señor Mayer es el que toma las decisiones por aquí. ¡Señor Mayer! Ven aquí a firmar el contrato."
"No hay una mesa y no tengo ninguna pluma," respondió sin volverse desde la ventana. "¿Tienes un bote de tinta en tu bolso?"
Así que no era sordo.
"Pase a mi oficina," sugirió Oliver. "Solo hay una silla, tengo un escritorio, varias plumas, y un montón de tinta."
Con la nariz en alto, la señora Mayer los precedió a todos hacia la puerta de la sala, como si la casa fuese suya.
Oliver se aprovechó de la oportunidad para tirar de Grace en sus brazos y darle un beso en la parte superior de la cabeza.
"¡Lord Carlisle!" Susurró ella con los ojos muy abierto. "¡Mi abuelo!"
Él echó un vistazo por encima de su hombro. El señor Mayer todavía estaba contemplando el jardín lateral, de espaldas a la habitación. Oliver puso la mano de Grace en su brazo. "Señor Mayer, ¿sería tan amable de acompañarnos, por favor?"
A medida que atravesaban los pasillos, Oliver mantuvo a Grace firmemente a su lado. En parte para molestar a su abuela, pero sobre todo porque le encantaba la sensación de sus cálidos dedos sobre su piel y el aroma a jazmín en su pelo largo y negro. Él no había planeado casarse—y ella ciertamente no había querido casarse con él—pero no podía arrepentirse. Ella, sin duda, se habría colocado mucho mejor con cualquier otro ricachón de la alta sociedad, pero ningún otro hombre dedicaría el resto de su vida a hacerla tan feliz como Oliver tenía la plena intención de hacer.
Ella no le quería. Tal vez nunca podría llegar a amarle. Pero solo por una vez... le gustaría importarle a alguien.
Le gustaría importarle a ella.
Oliver le dio un apretón rápido a su mano al entrar en la oficina y luego se volvió para buscar las plumas y la tinta tal y como había prometido. Le ofreció su silla a la señora Mayer, pero ella la rechazó sacudiendo la mano.
"El señor Mayer la necesita más que yo. Ven y siéntate, viejo tonto. Solo Dios sabe que tus rodillas ya no son lo que eran. Trata de no romperte la cadera mientras llegas hasta aquí."
Oliver vio cómo el señor Mayer se hundía cansadamente en su silla de cuero.
Estas personas podían ser horribles con Grace, sin duda no iban a ganar ningún premio a la simpatía ni comprensión, pero por otro lado... estaban aquí. En la misma sala. Ellos la miraban. Hablaban con ella. Deseaban conocer las intenciones de Oliver antes de darle su permiso para casarse. Había ofrecido proporcionarle una dota.
Él nunca podría aceptarlos, por supuesto. Hubieran atendido a Grace o no, habían quemado literalmente sus únicas líneas de comunicación con su madre, y eso era algo que no podía perdonar.
La señora Mayer dejó el contrario sobre el escritorio.
Oliver echo un vistazo a la letra pequeña. Mil libras serían depositadas en su cuenta la misma mañana de la boda. Ni un centavo más, ni un momento antes. El matrimonio debía durar el plazo de dos meses o sería considerado nulo.
De acuerdo. Bajó la pluma entintada y firmó. El señor Mayer hizo lo mismo.
Grace estaba muy pálida y quieta, como si hasta el momento de la firma, una pequeña parte de ella hubiere esperado que los ángeles se hubieran lanzado en picado y se hubiera llevado su compromiso lo más lejos posible. El corazón de Oliver se retorció. Él no era ningún ángel. Lo único que podía hacer era tratar de no añadir más leña a sus preocupaciones.
Su voz tembló cuando ella preguntó, "¿Hay... hay alguna suite para el acompañamiento adecuado de una condesa?"
La señora Mayer resopló como si fuera una idea absurda. "No pienso volver a esta choza, hija. No intentes hacer esfuerzos por agradarme."
"A mí me gustaría volver en alguna otra ocasión," añadió el señor Mayer. "Con un rifle. Creo que he visto un faisán detrás de la propiedad."
Oliver ignoró sus interrupciones. Era obvio lo que Grace había querido decir. "¿Tu madre?"
Ella asintió. "Tal vez podría lograrlo. Si enviamos el dinero suficiente para cubrir los gastos médicos y los medicamentos, y tal vez pagar a alguien que le ayudase a hacer el equipaje—"
"¿Qué dinero?" La señora Mayer frunció los labios. "Te pillaron con ese paradigma de la alta sociedad en la biblioteca de la familia Seville durante una velada. No tienes derecho a recibir ningún premio. Eres muy afortunada de tener amonestaciones en lugar de haber conseguido un viaje en yunque."
Grace la miró boquiabierta. "¡¿Afortunada?! Tenéis que darle tiempo a mamá para que pueda ponerse lo suficientemente bien y así asistir a la boda. Es mi madre. Y está terriblemente enferma. Ni siquiera sé si—"
"Yo no tengo que hacer nada," contestó la señora Mayer con frialdad. "He elegido donarle mil libras de mi propio dinero al caballero al que decidiste hacerle ciertos favores. ¿Con qué dinero piensas regresar a por tu madre, hija? No tienes ni un solo centavo, y Carlisle aquí tiene incluso menos. Ya está todo. El contrato está firmado. ¿Qué será ahora, chica? ¿Una boda rápida, o una vida de soltería en casa de tus queridos abuelos? ¿No crees que ya nos has causado suficientes problemas?"
Furia brilló en sus pálidos ojos verdes, a pesar de estar llenos de lágrimas. "No me extraña que mi madre se fuera de casa y nunca mirase atrás. ¡Eres odiosa!"
"¿Irse de casa?" Resopló su abuela. "Echarla más bien, eso es lo que hicimos. Al igual que tú, era ella bastante generosa a la hora de hacer favores. ¿Por qué crees que naciste siete meses después de la boda? Me sigue sorprendiendo incluso que hubiera boda. Me supongo que hasta en los Estados Unidos, la gente sabe contar."
Grace se agarró los lados de su falda y sus nudillos se pusieron blancos. "¿Estás diciendo que... que mi padre..."
"Fue alguien a quien nunca conociste. No es que importe. Tú no tienes por qué repetir todos los errores de tu madre. Supongo que eres lo suficientemente inteligente como para evitar engendrar un bebé de siete meses, pero por si acaso—no saldrás de casa hasta el día de tu boda."
"Pero abuela, yo no— Lord Carlisle y yo nunca—"
"Eso es lo que dijo ella también. Un puñado de basura, ¿no te parece? Por eso ya he reservado la iglesia para tu boda. La fecha ya se ha establecido."
"¡Yo no soy mi madre! No puedes castigarme por algo que ella hizo o no hizo hace veintidós años. Ella te perdonó. ¿Por qué no puedes hacer tú lo mismo?"
"Porque nunca me lo pidió," respondió su abuela con amargura. "Soy su madre. Eso es todo lo que hubiera hecho falta."
"Mentirosa." Acusó Grace con una voz helada. "El perdón es algo que sucede en tu corazón. Un órgano que dudo que poseas."
Oliver la tomó en sus brazos, abrazándola por detrás y manteniendo sus hombros rígidos e inflexibles.
"No seas condescendiente conmigo," murmuró, tratando de librarse de su agarre. "No te atrevas a ser dulce y amable o no será capaz de impedir que mis lágrimas broten. Ella no se merece verme llorar."
Él la dejó ir.
Tenía razón. Sus abuelos no merecían sus lágrimas, ni sus sonrisas, ni nada de ella. No se merecían a Grace en absoluto. Oliver se alegraba de que su madre hubiera huido a América. Su padre parecía haber sido un hombre maravilloso, de buen corazón, sin importar la biología de su relación. Y su madre era una santa, creciendo bajo el mismo techo que ese dragón hosco, y arreglándoselas para criar una hija tan extraordinaria como Grace.
"¿Nos vemos en la boda?" Preguntó en voz baja. Esperaría años, si ella quería. Rechazaría su dote.
Cuando ella lo miró, sus ojos se habían secado, pero su voz estaba carente de cualquier emoción. "Seré la chica del velo."
Él asintió con la cabeza. "Yo llevaré las flores."
Su intento por sonreír le rompió el corazón.
Cuando ella salió por la puerta, se llevó un pedazo de su alma consigo.
Consternado, Oliver se dio cuenta de lo peor que podía tener el destino preparado para él no era tener que casarse con alguien que no le gustara, sino tener que casarse con alguien que sí lo hacía.