Capítulo Quince

 
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Grace hizo una bola con su última carta y la arrojó al fuego. ¿Qué sentido tenía seguir escribiéndolas? Sus abuelos se negaban a mandarlas y ella no tenía dinero para poder hacerlo. Incluso si lo tuviera, quedaba menos de una semana para la boda. En el momento en que su carta llegara, la ceremonia ya habría terminado.

Ni siquiera podría seguir llevándole la correspondencia a lord Carlisle para que la enviara por ella. Sus abuelos no le habían quitado el ojo de encima desde el momento de la firma del contrato. Y tampoco iba a toparse con él casualmente, incluso si podía salir de la casa. De acuerdo con la sección sensacionalista de los periódicos, lord Carlisle no había sido visto en semanas. Grace bajó la frente sobre su escritorio y suspiró.

¿Sería eso también culpa suya? ¿No tendría más tiempo para asistir a ningún evento? ¿O simplemente se habría quedado sin dinero? Ella podía imaginarlo fácilmente renunciando a todas las comodidades y diversiones con el fin de ahorrar sus monedas de un centavo una vez que se hubieran casado.

Su barbilla se hundió en su pecho. En momentos como este, Grace echaba de menos a su madre tan desesperadamente que sentía su corazón vacío y un anhelo interminable. Su madre la abrazaría, le diría lo mucho que la quería y no la soltaría nunca. Pero mamá no estaba aquí. Ella ni siquiera sabía si estaría viva. La primera oportunidad de navegar de vuelta a América no sería hasta la próxima semana. Hasta el día después de la boda.

Cerró los ojos. Oh, Oliver. Su corazón le dolía al pensar lo que estaba a punto de hacerle. No quería tener que dejarlo. Podría decirle que era por su propio bien, que estaría mejor sin otra boca que alimentar o un dependiente al que cuidar, pero había visto la calidez en sus ojos cuando le había besado en la frente. Tal vez se arrepentía de estar prometido, pero no sentía estarlo con ella.

Solo Dios sabía que era un sentimiento mutuo. ¡Cómo deseaba que las cosas hubieran sido diferentes! Sus nervios chisporroteaban con frustración. Dado que sus abuelos se negaban a mandarle ayuda a su madre, ella no tendría más remedio que marcharse después de la boda. No sería culpa de Oliver si no llegaba hasta su madre antes de que fuera demasiado tarde, pero todavía estaría resentida durante el resto de su vida. No podría obligarles a ambos a pasar por eso. Sus manos comenzaron a temblar mientras que se mecía en su silla.

Grace se frotó la parte posterior de su cuello, apretando más de lo necesario. No había respuestas. Volvería a casa y, si su madre estaba lo suficientemente sana, la traería de vuelta. Y si estaba demasiado enferma o llegaba demasiado tarde... bueno, el dinero ya habría desaparecido de todos modos. Ella se gastaría hasta el ultimo centavo en medicinas y cirujanos si era necesario. Si eso no funcionaba, no habría tumba que excavar, ninguna piedra que comprar y un "año" de duelo, que nunca terminaría de verdad...

No. Ella se puso de pie. No podía pensar de esta manera. Grace tenía las manos atadas hasta después de la ceremonia, pero estaría en el primer barco a la mañana siguiente. Hasta entonces, tenía que mantener la calma, intentar respirar calmadamente. Solo quedaba una semana. ¡Menos! Seis interminables días. Entonces, tendría a Carlisle para sí misma en un torbellino de felicidad durante veinticuatro horas. Estaba decidida a saborear cada momento del día de su boda. Su noche de bodas.

Porque a la mañana siguiente, estaría en un barco. La simple idea la llenaba de tanto arrepentimiento como de alivio a partes iguales. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Carlisle entendería la necesidad de rescatar a su madre. Tenía que entenderlo. Se le rompería el corazón si no lo hacía.

Ella se lavó la tinta de los dedos y se dirigió hacia las escaleras. Todo estaba en silencio. Sus abuelos habían estado hablando previamente sobre hacerle una visita a uno de sus vecinos. Si Grace tenía suerte finalmente, podría tener unos minutos libres para acurrucarse en uno de los sofás de felpa sin tener a sus abuelos respirando por encima de su hombro. Ella bajó de puntillas por las escaleras. Nadie se cruzó en su camino.

La mansión de sus abuelos era aún más grande que la de Carlisle, y estaba recargada hasta el punto de llegar a ser ostentosa. Cada rincón se jactaba de pesados bustos de mármol. Cada borde que podía estar rematado en oro, lo estaba.

Grace no echaría de menos esas extravagancias tan llamativas, pero así extrañaría el fácil acceso a la preciosa vajilla en la que comía y los cómodos sofás en los que disfrutaba de ella. Incluso la vivienda de Carlisle parecía positivamente lujosa comparada con los claustrofóbicos camarotes que tendría que compartir mientras que cruzaba el océano, donde el hedor de demasiada gente agolpada obstruiría la nariz de cualquiera y el incesante balanceo del mar revolvería el estómago de una chica sensible como ella. Su estómago se levantó ante el desagradable recuerdo.

Ella apretó la mandíbula. Sobreviviría al próximo viaje.

Con un libro en la mano, Grace se apresuró hacia su habitación favorita—y se detuvo en seco en el interior de la puerta.

Allí, recostada sobre la chaise longue que había tenido intención de usar, estaba su abuela. Con su pelliza sobre los hombros y las botas secas en sus pies, era evidente que aún no habían salido de casa, pero lo harían en breve. Su abuelo, igualmente vestido, estaba sentado en el sillón orejero más cercano a la chimenea. Él subió la mirada primero, pero no sonrió. Nadie sonreía en esta casa.

"Bueno, aquí está Grace." Él estiró su espalda. "Podemos dejar que lea esta, ¿no?"

Solo entonces la abuela Mayer levantó su canosa cabeza de la carta que había estado leyendo. La mirada que le lanzó a su marido bien podía haber fundido hierro. Ella empujó el pergamino doblado en dirección de Grace como si su simple presencia hubiera agriado su contenido.

"Léela, entonces. Es para ti."

¡Mamá! El corazón de Grace empezó a latir salvajemente. Todo su cuerpo había sido tan colmado de alegría que ni siquiera podía obligarse a enfadarse con sus abuelos por haber roto el sello y haberla leído primero. ¡Finalmente iban a dejar que tuviera noticias de su madre! Nada más importaba.

El libro cayó de sus dedos cuando se abalanzó hacia adelante para agarrar la carta antes de que su abuela cambiara de idea y la arrojara al fuego junto con el resto de la correspondencia. Con sus manos temblando tanto de miedo como emoción, Grace desdobló la página de marfil y leyó la primera línea:


Mi futura condesa,


El dolor atravesó su corazón, seguido por un vacío que lo abarcó todo. Por supuesto que no era de su madre. Si lo hubiera sido, sería cenizas por ahora. Esta carta, también, habría compartido la misma mala suerte incluso si ella no hubiera entrado en la sala en ese mismo instante. No habría ni una sola palabra sobre la salud de su madre, o la ausencia de esta, hasta que Grace pisara el suelo de Pensilvania. Hasta entonces, solo tendría a sus odiosos abuelos.

Y Oliver. Tenía a Oliver. Su salvador y su maldición.

Ella tragó el nudo de desesperación en su garganta y se volvió de nuevo a la carta.


Mi futura condesa,

Perdóname porque ya no piense en ti como la señorita Halton, sino más bien como lady Carlisle, dueña de tanto mi patrimonio como mi corazón. Sé que no te gusto y no habrías elegido nuestra unión, así que lo único que puedo hacer para compensártelo es ser la clase de marido en el que una esposa pueda confiar, respetar y tal vez, llegar a querer con el tiempo.

Para ello, me dirijo a ti para informarte de que me he tomado la libertad de abrir una cuenta a tu nombre en el banco de Inglaterra en Threadneedle Street. Se trata de la misma institución en la que yo administro mis propias finanzas, y por lo tanto tu cuenta recibirá tu dote la mañana de nuestra boda. Tan pronto como me lleguen los fondos, serán deducidos de mi cuenta y depositados en la tuya. Para retirar cualquier cantidad a tu elección, solo tendrás que presentarte en el banco y pedirlo. Esa cuenta no está a mi nombre. El dinero es tuyo.

Como sin duda ya habrás comprobado, me faltan recursos suficientes para poder cuidarte tan extravagantemente como desearía. Sin embargo, estoy en condiciones de concederte el deseo quemás anhelas—emplear estos fondos en ayudar a tu madre a recuperarse lo mejor posible.

Y no quiero que esto sea interpretado como la errónea idea de que se trata de un regalo de bodas, ni busco tu gratitud por haber llevado a cabo estos pasos. No puedo regalar nada que nunca ha sido mío en primer lugar. El dinero siempre ha sido tuyo. Simplemente te lo estoy devolviendo.

Fielmente tuyo,

Oliver


Grace cerró la carta con sus temblorosos dedos. Sus ojos ardían. Qué hombre más idiota, apuesto y desinteresado. ¡Estaba dándole la libertad de marcharse después de la boda! Por supuesto, ella no se gastaría hasta el ultimo centavo mientras que él trabajaba duro para salvar el condado de la ruina. Retiraría solo el dinero justo para regresar a Pensilvania y curar a su madre. El resto era suyo. Él era quien lo merecía.

"Debería responder por una vez. ¿Podríais por favor cercioraros de que lord Carlisle reciba—"

"No," interrumpió su abuela fríamente. "Lo verás en la iglesia, lo cual será demasiado pronto."

"Pero él—"

"Ya lo he leído. Es un perfecto idiota, pero es su decisión. Puede hacer con su dinero—y contigo—lo que desee. Pero no antes de la boda. No habrá más cartas mientras tanto. No más contacto de ningún tipo. No soportaré otro escándalo en mi casa."

"¿Cómo podría ser una carta escandalosa? Incluso podrás leerla antes de publicarla. Te juro que no—"

"No hasta la boda."

Grace cerró los dedos con fuerza. Eran tan horribles, tan injustos. Solo porque su hija les hubiera desafiado hacía veintidós años, ¿ahora no podían confiar siquiera en lo que ella pudiera hacer con un pergamino y un poco de tinta?

Con su corazón latiendo peligrosamente, Grace le dio la espalda a sus abuelos y salió de la sala.

"¿A dónde vas?" La imperiosa voz de la abuela exigió desde dentro de la habitación. "Me aseguraré que no salgas de tus aposentos aunque tenga que atarte, jovencita. No pienso permitir que traigas otro escándalo sobre esta casa."

Grace no respondió. No podría hacerlo sin gritar. Su pulso latía en sus oídos. Necesitaba aire fresco. Tenía que escapar. Con sus manos temblando, ella huyó de su prisión dorada por la puerta principal, olvidándose parcialmente de su ira cuando fue golpeada por el viento invernal. Tenía que hablar con Carlisle. Explicarle—

¡El carruaje! Estaba listo, a la espera de llevar a sus abuelos a casa de sus vecinos.

Ella corrió por el congelado césped y hasta en el interior negro de la diligencia antes de que el chófer pudiera extender su mano y ayudarla, y antes de que el sentido común pudiera hacerle cambiar de opinión.

"A la mansión Carlisle," le ordenó al conductor. "¡Dese prisa!"

Los caballos se pusieron inmediatamente en marcha y la hierba comenzó a crujir bajo sus pezuñas hasta que salieron a la grava grisácea de la carretera.

Grace parpadeó sorprendida y se retorció en su banco. Su corazón estaba latiendo más rápido que nunca. Pronto, el breve destello de la entrada señorial y la pared de ladrillo rojo que cubría la propiedad, desaparecieron de su vista. Ya estaban en la carretera principal, fuera del alcance del oído y la vista de sus abuelos.

Entonces, se volvió hacia la parte delantera del carro. ¿Por qué demonios le habría obedecido el cochero? Estaba esperando a sus abuelos, no una muchacha asilvestrada que no tenía suficiente sentido común como para ponerse una pelliza y unos zapatos cómodos. Excepto... que no él podía cuestionarla, se dio cuenta repentinamente. No cuando era un siervo y ella, no.

Si el hombre hubiera sido instruido previamente para que no hiciera caso a sus órdenes, eso lo habría cambiado todo. Pero, por supuesto, su abuela nunca había supuesto que Grace estaría alguna vez en posición de dar órdenes. Grace esperaba que la vieja bruja no despidiera al pobre hombre. Mentalmente, Grace deduciría un poco más de su dote en nombre del chófer, por si acaso.

Temblando, se inclinó para recoger las mantas de lana cruzadas sobre el suelo y descubrió unas estufas al rojo vivo. Ella negó con la cabeza. Por supuesto que sus abuelos iban a tener todo tipo de comodidades a su alcance, incluso para una excursión de cinco minutos a una propiedad vecina.

El vapor llenó el carro mientras que ella se quitaba las zapatillas espolvoreadas de nieve y las dejaba encima de una de las estufas. La otra estaba entre sus pies. Envolvió una de las mantas sobre sus hombros, pero la dejó caer pocos minutos después. Entre las estufas y sus capas y mangas largas, hacía demasiado calor en el carruaje. La imagen de su abuelo con su abrigo sentado frente al fuego cruzó por su mente, y ella sonrió a su pesar. Las estufas habían sido probablemente su idea. Ya le daría las gracias más tarde.

Justo antes de que la esposaran a las paredes del ático.

Grace no se haría demasiadas ilusiones relacionadas con los días antes de su boda. Una vez que regresara a casa de sus abuelos, no volverían a dejarla salir. Esta era su única oportunidad de hablar con Carlisle antes de que él tomara la decisión de su carta.

Cuando el cochero se detuvo en la mansión Carlisle, ella casi salió volando del carro en dirección a la puerta principal. El mayordomo abrió casi inmediatamente, después de que ella hubiera soltado la aldaba.

"¡Señorita Halton!" El hombre no pudo evitar mostrarse sorprendido, pero la invitó a pasar automáticamente. "Me temo que lord Carlisle no se encuentra en casa. Si está dispuesta a esperar por él una o dos horas, no creo que vaya a demorarse mucho más."

Grace se frotó las sienes. Una hora era demasiado. A estas alturas, sus abuelos ya tendrían otra diligencia equipada y abastecida con estufas, y estarían de camino hacia allí. Después de todo, ¿qué otras probabilidades hubiera barajado?

"¿Podría... decirme a dónde ha ido? ¿Si no rompe eso su confianza?"

"Por supuesto." El mayordomo parecía aún más sorprendido por su pregunta que por su inesperada presencia. "Ahora es nuestra señora. Lord Carlisle nos ha informado sobre que su palabra tiene ahora tanto peso como la suya. No tengo ninguna duda que él querría que lo encontrara, si ese es su deseo."

"Es mi deseo más profundo," contestó ella con fervor y le indicó a su cochero que se uniera a ellos para que pudiera escuchar las instrucciones pertinentes. "¿Dónde está?"

"En la casa de empeños en Fleet Street, cerca de Old Bailey." El mayordomo se volvió hacia el chófer. "¿Conoce el lugar?"

El cochero asintió. "Por supuesto."

El hombre estaba demasiado bien entrenado como para mostrar cualquier atisbo del asombro que ciertamente, debía estar sintiendo ante el transcurso tan extraño de los acontecimientos. Pero simplemente ayudó a subir a Grace de nuevo al carro y partió hacia el centro de Londres.

Las estufas habían perdido todo su calor en el momento en que los cascos de sus caballos cruzaron por el cementerio de St. Paul y se detuvieron frente a una simple fachada. Esta vez, Grace permitió que el cochero le ayudase a bajar con bastante más decoro que el que había mostrado cuando llegaron a la mansión Carlisle.

Unas diminutas campanas tintinearon sobre la cabeza de Grace cuando abrió la puerta de la casa de empeños y entró. Para su sorpresa, el cochero saltó del carro para acompañarla.

Cuando ella lo miró, él murmuró, "Una señora no visita una casa de empeños, señorita, y ciertamente no por sí misma."

Ella asintió con la cabeza, recordando una vez más que no sabía nada de Inglaterra. También había reglas de vuelta en casa, por supuesto, acerca de lo que una dama debía y no debía hacer. Pero Grace nunca había sido una dama, y su pequeña ciudad agrícola era el tipo de lugar donde cualquier persona podía ir a todas partes, sin temor a sufrir daños físicos ni a lastimar su reputación. Tenía mucho que aprender antes de poder convertirse en el tipo de esposa del que Carlisle no tendría que avergonzarse, y mucho más aún para ser una condesa de la que pudiera sentirse orgulloso.

"¿Puedo ayudarla, señorita?"

Grace se volvió para enfrentarse al dependiente. "Espero que sí. Quiero decir que, estoy buscando a lord Carlisle. ¿Me dijeron que podría estar aquí?"

"Su información es exacta, pero me temo que su tiempo, no. Se fue hace unos diez minutos."

Grace lo había perdido. Sus hombros se hundieron. ¿Y ahora que? No podía volver a la mansión Carlisle. Su abuelos ya habrían llevado un ejército de guardias armados hasta allí, preparados para secuestrarla nada más verla. Podía escribir una carta, al menos, y que la casa de empeños la publicara en su nombre...

Imposible. Grace se cubrió la cara con las manos. Sin su dote, no tenía ni un par de peniques a su nombre, y mucho menos dinero suficiente para adquirir los utensilios de escritura necesarios. Ciertamente, no había pensado en traer papel y un tintero con ella, y una casa de empeño era el último lugar en el mundo que le proporcionaría esas cosas de forma gratuita.

Ella se preguntó qué podría haber traído a Oliver hasta aquí, y luego se estremeció al darse cuenta de que la respuesta muy probablemente era: todo. La tienda estaba llena de cajas desde el suelo hasta el techo y estantes abarrotados con toda clase de objetos. Cada casa de empeño en la ciudad seguramente contaría con un buen porcentaje de los tesoros de la mansión Carlisle.

Ella cruzó los brazos sobre su pecho antes de frotárselos para recuperar algo de calor. Era totalmente absurdo estar fuera con este frío sin una pelliza. Por lo menos, sus vestidos diarios eran más abrigados que su ropa de noche, la cual era demasiado fina y transparente para combatir el calor de tantas personas y tanto baile, pero probablemente lo menos sensato que usar fuera de uno de esos eventos sociales. Las costosas sedas apenas podían protegerla contra el amargo frío de Londres o el—

Sedas costosas. ¡Oh, si tan solo llevara puesto uno de sus ridículos trajes de noche! Sus hombros se hundieron. No importaría. No había ningún vestido por ninguna parte. Este era el tipo de lugar donde se vendían antigüedades y joyas, no ajuares de encaje y seda.

Grace barrió la tienda con la mirada. Era inútil. Peor que inútil. Ni siquiera podía comprarle a Oliver un regalo de bodas. El hombre se merecía algo. Después de todo, ella le estaba dejando sin nada. Un poco más rico, sí, pero sin una esposa. Ella no podría volver sin su madre, y no podría obligarla a tomar uno de esos horrible barcos sin que su salud estuviera completamente de vuelta. Grace se encargaría de curarla, incluso si le llevaba años.

¿Y Oliver? Una esposa desaparecida era aún peor que una esposa muerta—y ni siquiera podría volver a casarse de nuevo si no regresaba. Ni por dinero ni por amor.

No se trataba de que él la perdonara por haberle abandonado, se dio cuenta débilmente. Si no podía regresar jamás, sería ella la que nunca podría perdonarse a sí misma.

"¿Hay algo que le llame la atención?" El prestamista hizo un gesto hacia una vitrina cerrada con artilugios y cachivaches varios.

"¿Qué pasa con todas esas cosas?" Preguntó ella en su lugar. "¿La gente le das sus tesoros y usted los vende a otras personas?"

"Nadie me da nada. Todo el mundo sale de mi tienda con más dinero en sus bolsillos que cuando entraron." El prestamista hinchó el pecho. "Pero para responder a su pregunta, depende. Muchos de mis clientes hacen un buen uso de mis servicios. Yo me quedo con sus artículos durante un periodo de tiempo especificado. Si me regresan el capital y el acordado interés, yo les devuelvo sus objetos y pagarés."

Ella se dio unos golpecitos en la barbilla y asintió.

"Otros clientes no quieren recuperar sus objetos. Prefieren un pequeño aumento de dinero. En esos casos, sí, soy libre de revender los productos al tiempo y al precio de mi elección. Por ejemplo, el lunes siguiente tengo una subasta programada para una pintura que entró hace poco y que el cliente no tiene intención de rescatar." El hombre hizo un gesto hacia una sala de atrás y se rio entre dientes. "Espero que un retrato del príncipe Negro recaude una cuantiosa suma de dinero."

La sangre de Grace se heló. El prestamista no podía tener esa pintura en su poder. Oliver nunca se desharía del príncipe Negro. Todo el mundo sabía—

Oh, no. Grace pensó en la carta que le había escrito. Él era demasiado orgulloso, demasiado bueno como para aceptar el dinero de la dote que tanto necesitaba, y por eso había vendido la única cosa de valor que le quedaba. Tonto romántico. Era su culpa que él hubiera renunciado a su herencia familiar. Nunca recuperaría el cuadro, no si estaba destinado a ser subastado el lunes porque él no había asegurado ningún pagaré...

"¿Puedo verlo?"

"Claro."

El prestamista los dirigió a ella y a su cochero hasta una habitación lateral, donde un impresionante retrato estaba colgado en una de sus paredes. La pintura estaba agrietada en algunas partes por el paso de los años, pero era absolutamente majestuosa y llena de color. El pelo castaño de Oliver era mucho más oscuro que los mechones rubios del príncipe Negro, pero sus musculosos hombros y porte real eran exactamente igual que los suyos.

Primos, alguien le había dicho. Nadie podría ponerlo en duda. Grace no podía dejar que otra persona lo comprara. No cuando Oliver consideraba al príncipe Negro parte de su familia.

"¿Cuánto cree usted que obtendrá por él?"

El prestamista se inclinó hacia delante, con los ojos brillando de interés. "¿Le gustaría intentar pujar por él?"

"¿Debería hacerlo? ¿Está diciendo que la pintura no puede venderse directamente?"

Él se rio y negó con la cabeza. "¿Por qué hacerlo así cuando podría ganar mucho más dinero en una subasta?"

"¿Cuánto?" Repitió ella. "¿Qué podría valer una pintura así para empezar? ¿Cincuenta libras? ¿Cien?"

El hombre sonrió. "Si se tratara de cualquier otra pintura vieja, tal vez. Pero no un retrato del príncipe Negro. Un cuadro así tendría un valor original de unas setecientas u ochocientas libras, pero en una subasta... la simple historia de su familia recaudará unas pocas ciento de libras más."

Más de mil libras. Ella se dejó caer contra el cochero. Aunque entregara hasta el último centavo de su dote, no sería suficiente.

"¿Acepta vestidos de noche?"

El dueño de la casa de empeños levantó la cabeza, sobresaltado. "¿Qué?"

"Vestidos hechos con las telas más exquisitas, por las más famosas modistas de Londres."

"No. No creo que nadie—"

"Son terriblemente caros," insistió. "Incluso tengo algunos nuevos que nunca he usado. Podría traérselos para que los viera. Cualquier mujer estaría encantada de tener la oportunidad de ganar uno de ellos por una fracción de su costo original."

Los labios del dependiente insinuaron una sonrisa. "¿Cuántos vestidos terriblemente caros tiene?"

"Docenas. Se los vendo todos a cambio del príncipe Negro."

Él se echó a reír. "Dudo que su valor se aproxime siquiera. Tráigalos si quiere, sin embargo. Nunca rechazaría lo que un cliente tiene por ofrecer."

Grace inclinó la cabeza y las palmas de sus manos comenzaron a sudar. Si no eran suficiente para recuperar el retrato del príncipe Negro, quizás sus vestidos podrían financiar al menos su viaje de regreso a los Estados Unidos para cuidar a su madre. Entonces podría devolverle todo el dinero de su dote a Oliver. No era lo ideal, pero al menos no lo dejaría con menos que antes de casarse. Si lo que prefería era tenerla como esposa, entonces... 

Bueno, él tampoco podía tener todos sus deseos concedidos.