SOBRE LA TOMA DE NADOR

EL CAMINO DEL ÉXITO

Justo es que a la descripción de los bien combinados y ejecutados movimientos de nuestras tropas siga el elogio de quien, a falta de otros títulos, puede ofrendar al público el de la sinceridad. Sinceridad que, por haberme obligado a censurar a los mismos que ahora aplaudo, pone mis apostillas fuera del sector de toda gratitud personal.

En la toma de Nador tuvimos la satisfacción de ver a nuestro Ejército actuar como milicia moderna, provista de los medios de ofensión y resguardo de la ciencia guerrera.

La artillería, el aeroplano, la táctica de avance, todo obedecía a un calculado plan inteligente y eficaz. Y el resultado fue inmediato y feliz.

El enemigo, desaparecida su de ordinario ruda resistencia, era quebrantado con esfuerzo aparentemente liviano, y esos moros tan persistentes, con su fusila detrás de unas piedras, huían, "chaqueteaban", según la expresión de los campamentos. Escasísimas, para la importancia de la operación, fueron las bajas. Unos sesenta heridos de tropa, cinco oficiales, también heridos, y dos muertos.

Hemos vencido y se ha logrado el éxito como únicamente puede serlo, cuando choca una nación moderna con unas tribus bárbaras y desorganizadas, por aguerridas que sean.

De este éxito, contrastándolo con los anteriores fracasos, debemos, al mismo tiempo que nos alborozamos, deducir una consecuencia, que en primer plano nos presenta el sentido común. Si siempre se hiciesen así las cosas; si cada operación fuese objeto de un estudio serio y consciente, y se realizara con los elementos precisos, ni los moros serían enemigo serio frente a nuestro Ejército ni habríamos tenido que lamentar tan amargos acontecimientos. Francas responsabilidades se deducen para el pasado de esta primaria y elemental consideración. ¿Qué concepto de sus deberes tenían los que eran depositarios de la fe de los españoles y de la guardia de sus vidas e intereses cuando con tal ligereza los han comprometido, más el prestigio de España entera?

Para evitar que, pasado el instante de emocional interés con que España contempla ahora las operaciones del Rif, el celo oficial vuelva a adormecerse, es preciso una gran vigilancia de la opinión pública. Como yo no quiero halagar a nadie, no puedo omitir que una parte de la responsabilidad en los pasados dolores corresponde a la inatención española hacia este problema tan espinoso. Cierto que esa inatención es en buena parte provocada por el hermetismo con que las organizaciones oficiales, y singularmente las militares, se defienden de las miradas del público. Y de ese régimen de obscuridad, de silencio y de abandono consiguiente de la opinión pública nace la pestilente flora de las corrupciones. En ella se ablandan y desaparecen la disciplina, la austeridad, y se va, poco a poco, preparando una catástrofe.

España, por lo tanto, no debe nunca más apartar de estas costas sus miradas. No debe ser como propietario ausente de su heredad y siempre confiado a sus administradores. Únicamente así evitaremos desastres como el pasado, que obligarían a la nación a un estéril trabajo de hacer y deshacer, de construir en los momentos de aguda emoción y peligro y arruinar en los de abandono e indolencia morbosa.

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Cuando desembarqué en Nador, al tiempo que la Caballería de Alcántara, irrumpiendo en la carretera, tomaba posesión del poblado, se ofrecieron a nuestra vista monstruosos horrores de la barbarie mora. Son reveladores del tremendo odio que el rifcño profesa a nuestra raza. Y sorprenden y anonadan tanto más cuanto que los españoles se miran por dentro y se encuentran con que no odian al moro. Sin duda, es uno de tantos momentos históricos en que los españoles han demostrado su innata generosidad, acaso superior a la que demandaría un vigoroso instinto defensivo.

Los moros de Nador, y en general los de toda la zona sumisa, recibían continuos favores de los españoles y del Gobierno. En los dos últimos años, una gran escasez de las cosechas les hubiera hecho perecer de hambre, sin los socorros con que fueron atendidos.

Los agricultores que aquí se habían establecido les hicieron anticipos de dinero y semillas para labrar. No obstante, cuando vino la desgracia, han sido de una impiedad, de una saña que deja perplejo a todo cerebro europeo.

Han matado con crueldad, con torturas infamantes, y los cuerpos mutilados, con las trágicas muecas de la putrefacción avanzada, han permanecido insepultos hasta que piadosamente sus hermanos les han dado ayer tierra. Dura y brutal psicología la de estos montañeses, que saben aparentar sonrisas afables y súplicas de mendicante en los momentos de necesidad, y ocultan un odio de fieras. Aunque no será demasiado exacto poner toda esa ferocidad a la cuenta del odio de las razas, sino a su rudeza selvática, pues entre ellos mismos la lucha adopta análogas manifestaciones, no estará de más que los que llevan en la Policía indígena la política tengan muy en cuenta estos datos.

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Un pormenor llamaba mi atención, mientras correteaba por las calles del pueblo. Se veían en muchos sitios piezas rotas y dispersas de máquinas de coser. Y estos familiares instrumentos del trabajo femenil mostraban aquí una rueda, más allá los pedales, que nos recordaran el ritmo laborioso con que la tela avanza bajo la aguja diligente. ¿Por qué no se las han llevado, como tantos otros objetos? Y es que, en su instinto, la máquina de coser representa algo característico del hogar europeo. El varón, en estas tierras medievales, aún puede asomarse y amalgamarse a los instrumentos modernos. A veces, como tratándose de armas, que halagan sus indómitas inclinaciones con gran maña y facilidad. Pero la mujer permanece en estos hogares del Rif muy remota de la civilización. Por eso las máquinas de coser han sido destrozadas.

Melilla, 19 de septiembre.