EN LA ZONA DE MELILLA

NUESTRA ACCIÓN COLONIZADORA

Con el formidable estrépito del desastre, en el que hemos visto doloridos venir a tierra el frágil edificio militar de la Comandancia de Melilla, sólo se ha oído el ruido de las armas rotas. Justo es que nos ocupemos también de los útiles de la paz, de los instrumentos de la colonización que han sido destruidos. Y como el cuadro que me veo obligado a trazar es lamentable, he de precederlo con algunas manifestaciones en las que puede fundarse con justicia algún optimismo para el porvenir. España, como actividad social, ya que no desdichadamente como capacidad orgánica, ha dado en la zona de Melilla pruebas bastantes de vitalidad.

Melilla, al irrumpir sobre los viejos parapetos de la ciudadela, en la que ha estado recluida tanto tiempo, se extendió ufanamente por la llanura, y en escasos años, y con la rapidez que podía esperarse de nuestra estirpe de fundadores de ciudades en Ultramar, surgieron de los arenales y de los terrenos circunvecinos hermosos edificios, amplias vías, comercios y, en fin, las muestras todas de una moderna población.

Mucho se aproxima ya su vecindario a la cifra de cincuenta mil habitantes, aparte del elemento militar. Y no he— de insistir en ello ni describir una ciudad tan conocida de todos los españoles, y que es análoga, en la estructura y en el ambiente, a sus hermanas del litoral mediterráneo.

En el interior, y conforme se ampliaba el área de la ocupación militar, inmediatamente detrás de los fusiles, iba el paisanaje buscando trabajo y porvenir.

Varios poblados de alguna importancia se formaron seguidamente. Nador, Zeluán, Monte Arruit, el Zaio, Cauduchi, Tistutin y Sengangan eran los más importantes, y en su totalidad suponían una población civil superior a doce mil almas.

Yo asistí en 1911 al nacimiento de Nador. Era entonces un campamento que empezaba a transformarse en pueblo. Sólo existía, con apariencia de edificio, un casetón de madera, destinado al general Marina, por las junturas de cuya tablazón penetraba el aire frío de noviembre. Ahora existían numerosos edificios, una hermosa iglesia, recién construida y aún no abierta al culto, e importantes almacenes militares. Todo eso ha sido saqueado por los moros, poseídos de su indominable xenofobia, y el incendio ha consumido algunos edificios; pero la mayoría permanecen en pie y es de esperar que no tarden en ocuparlos sus fundadores. Estos, casi en totalidad, abandonaron el pueblo el día 24, alojándose en Melilla. Quedaron, sin embargo, bastantes rezagados, y entre ellos ha habido algunas víctimas.

Recuerdo a este propósito una escena, no exenta de ternura, que se repetía todas las mañanas. Un grupo de estos vecinos de Nador, ya que no podía estar en sus casas, se situaba en la carretera a la salida de Melilla. Cuando avanzaban las columnas que en los primeros días ocuparon las posiciones defensivas, ese grupo se incorporaba a ellas, con el corazón esperanzado.

Siempre creían que las fuerzas iban a Nador, y la pequeña tropa de paisanos se sentía aliviada y contenta. Llegaban hasta el punto más avanzado, en que los centinelas impedían pasar adelante, y entonces se sentaban en el suelo, mirando hacia sus casas, de cuyo conjunto emergía una columna de humo alarmante.

Uno de ellos, hablándome al oído, me dijo, señalándome a un hombrecillo pelirrojo y triste:

—Ese se ha dejado allí a la parienta.

Experimenté al verle la impresión que al leer aquel admirable cuento de Daudet, en que, hundido en la baca de una diligencia, nos presenta al desgraciado afilador de Beaucaire.

En los demás pueblos que relacioné más arriba, los vecinos no pudieron, por la distancia, huir hacia Melilla. Han quedado a merced de los rifeños y no se tenían noticias muy precisas respecto a su situación. Muchos desmanes y asesinatos han cometido los kabileños con esa población inerme. Porque es de advertir que estaban sujetos a las mismas disposiciones restrictivas, en cuanto al uso de armas, que rigen en la Península. Mientras el rifeño ostenta cruzado con la correa su inseparable fusil, estos pobladores fronterizos no podían poseer medio alguno defensivo.

Sabida es la existencia de explotaciones mineras considerables en la región melillense. La Compañía Española de Minas del Rif, que es la más importante, daba trabajo a un contingente obrero que oscilaba entre dos mil quinientos y tres mil hombres. Tenía emprendidas grandes labores e instalaciones de maquinaria y construidos los medios auxiliares de transporte aéreo, más el ferrocarril, de un metro de ancho, que salvaba la distancia de veinticuatro kilómetros que separa San Juan de las Minas del puerto de Melilla.

Además existían las explotaciones mineras de Setolazar, La Alicantina y Norte Africano, que, aunque de menos cuantía, habían iniciado productivas labores.

Los moros han destruido, según las noticias hasta mí llegadas, casi toda la maquinaria, y se apoderaron de grandes cantidades de víveres y de la dinamita almacenada para los trabajos de arranque. Algo se ha salvado, sin embargo, porque Abd-el-Krim envió una orden mandando que se respetasen las minas, pues pensaba —según decía— construir con sus productos la renta del Majzen que trataba de formar.

Otra Sociedad, cuya acción era muy digna de impulso, era la Española de Colonización. Esta entidad, compuesta por pequeños accionistas, pues a ninguno se consentía poseer suma superior a cincuenta mil pesetas, había adquirido los terrenos, no roturados ya por los moros, de las extensas llanuras de Garet. Entregaba parcelas a los que quisieren laborarlas, así como semillas y elementos de cultivo. Poseía maquinaria agrícola moderna y representaba realmente una acción colonizante de interés para nuestra penetración y arraigo en el protectorado. Cuando iba a recoger su primera cosecha considerable, pues en toda la zona ha sido este año excelente, surgió el desastre y la avalancha destructora.

He ahí a grandes trazos marcada, por no caber en estos artículos mayor prolijidad, la acción civil y económica que ha sido bruscamente interrumpida. La señalo satisfecho, como quien se recluye en un pequeño oasis de optimismo y como muestra de vitalidad de España. Para los escasos años transcurridos es innegable que era estimable.

Mi concepto de la crítica me hace huir del sistema por muchos empleado, y que les coloca, o en una función negativa y perennemente detractora, o en una visión paradisíaca y benévola, en que todo son arreboles y dulzuras.

Yo contemplo a España, como sociedad y como raza, con sus virtudes tradicionales. Basta aproximarse al terruño para comprobarlo. Pero todos sus esfuerzos serán baldíos y llegarán a ahogarse en desaliento y escepticismo mientras sigamos regidos por el favoritismo, que huye de la selección y que pospone a los mejores para mantener un sistema complicadísimo de inorganismo y de injusticia que anula todos los buenos propósitos del pueblo. Se consagra con ello una mansa anarquía oficial. Un caciquismo, no muy superior espiritualmente, al de las kabilas que tratamos de civilizar, ni muy diverso de él en sus internos estímulos, preside a casi todas las resoluciones de nuestra vida colectiva.

Y mientras tanto, un pueblo que cada día demuestra su vigor, tan grande que ha sobrevivido a los continuos y claros desaciertos, una y otra vez es entregado en manos de los que tantas fracasaron. Ellos son los autores de la derrota y no la jarka de Abd-el-Krim.

18 de agosto.