VII LA PERSECUCIÓN. EL INCENDIO DE ANNUAL

Cuando así caminaban, con toda la velocidad que les permitía la fatiga y el sofocante calor, pasaron muy cerca de una kabila, en la cual un grupo de moros acechaba a cuantos soldados huían para fusilarlos. Nieto no los vio ni pudo, por lo tanto, prevenirse del movimiento que hacían preparando sus fusiles para disparar sobre ellos; pero su compañero, que se había percatado del peligro que corrían, le avisó con un agudo grito, al mismo tiempo que se echaba al suelo. Nieto le imitó con tal ligereza y oportunidad, que en aquel instante partía una descarga cerrada. Y tan bien iba dirigida contra ellos, que el mulo que aun llevaban cargado con las cajas de la documentación cayó muerto con varios balazos. Ellos huyeron velozmente, y, encontrándose en las proximidades de un barranco, se echaron a él de cabeza; pero con la rapidez de la huida y tan inmediato peligro, perdió de vista a su compañero. Se vio completamente sólo, sin poder esperar auxilio de nada ni de nadie, envuelto en la hostilidad de un campo en el cual detrás de cada matorral o de cada piedra podía surgir en el momento menos esperado la muerte o, lo que acaso es peor que ella misma, la tortura cruel de que aquellos bárbaros la hacían preceder.

En ese abandono, sin ver en aquel instante en la extensión que su vista dominaba ningún grupo de compañeros, siguió su marcha hacia la carretera Intermedia, suponiendo que allí lograría concentrarse toda la fuerza desperdigada en impetuosa y desordenada huída, que de tal merece el nombre, y no de retirada, con que saliera de Annual.

Pero al comenzar a subir la cuesta que conducía a la carretera desde el barranco en que cayó huyendo de las descargas de los cabileños, vio que estaba cercado de moros por todas partes, y, aunque se encontraban a alguna distancia, fuese cualquiera el rumbo que eligiese, tenía que tropezar con alguno de aquellos grupos. Como único remedio de su angustiosa situación, se ocultó en un espeso macizo de chumberas que allí había. Desde ese escondrijo presenció escenas emocionantes. El automóvil del Estado Mayor y la motocicleta estaban en el fondo del barranco volcados, y los conductores yacían muertos al lado de las máquinas. El chauffeur aún agarraba con sus manos crispadas el volante, y su cabeza descansaba sobre éste. A pocos pasos de Bernabé pasaba corriendo un teniente del regimiento de África. De pronto se detuvo, dirigió una mirada circular al campo, y al ver la imposibilidad de salvarse, o acaso por no querer sobrevivir a aquel desastre, agobiado por la sed y por la fatiga, se disparó un tiro en la cabeza.

Por fin arrastrándose unas veces para no ser descubierto, avanzando otras con la rapidez que le permitía su cansancio, logró Nieto llegar a la carretera, y al trasponer uno de sus recodos, desde el que se distinguía Annual, volvió la cabeza contemplando un espectáculo que, según su expresión, le "dejó galvanizado". La posición estaba ardiendo por todos sus costados. Sin duda, los que allí quedaron, y entre ellos Silvestre, probablemente por orden del intrépido general, antes de abandonarla al saqueo de los enemigos, le habían prendido fuego. Un resplandor particularmente vivo rodeaba el depósito de municiones. Si los moros no llegaban a tiempo y lograban extinguir aquel fuego, la explosión haría morir a muchos. Su imaginación, con ese fervor que el soldado suele sentir por sus jefes, se fijaba en el general Silvestre. Allí debió morir, y aun algo más: desaparecer en el aire, deshecho en pequeñas partículas, al explotar las bombas y cartuchería acumuladas.

La carretera toda continuaba sembrada de despojos. No había trozo alguno exento de ellos. Los arreos, las prendas, las armas, aparecían en unos sitios en profuso y heteróclito montón; en otros, esparcidos. El ejercito entero, en su parte material, estaba allí abandonado. En un sitio había un grupo de cañones; más allá, ametralladoras con sus cajas de municiones rotas o volcadas; botiquines, cajas de caudales de los regimientos, y hasta billetes de Banco tirados por el suelo. ¿Quién hacía caso de nada? ¿Qué valor podía tener el dinero ni aun las armas ante un ejercito que por haber perdido su condición de tal al faltarle el mando que congregase y diese unión a la retirada, había quedado convertido en una manada inerme, desasistida de todo medio de acción, entregada a un enemigo astuto y diligente?