XII PRISIONERO
Dio un rodeo para no pasar por aquel peligroso lugar, volviendo luego a la carretera, y a poco de continuar su camino, empezó a oír unas descargas cerradas de fusilería. Algunas balas las sintió chillar sobre su cabeza.
Procurando marchar encogido, para ofrecer el menor blanco posible, se adelantó hasta llegar a un recodo de la carretera. Desde allí pudo ver a varios hombres parapetados detrás de un pequeño terraplén. Y como estaba en sitio tan descubierto para los disparos enemigos y seguía oyéndolos, pues materialmente dibujaban su contorno, allí se dirigió a buscar refugio entre aquellos compañeros.
Sólo veinte minutos permaneció en aquel sitio; pero en ese breve espacio de tiempo ocurrieron escenas de tan intensa emoción, que seguramente todas las sensaciones juntas de la vida de un hombre no llegan generalmente a sumar las de uno de aquellos terribles minutos.
En aquel impensado refugio estaban dos individuos del batallón de África, un oficial de San Fernando, el capitán Sabater, de Estado Mayor, un soldado de Intendencia y otro del mismo regimiento mixto de Artillería, al que pertenecía Bernabé. Además, había otros varios soldados, y formaba todo aquel conjunto un grupo en que permanecían muy juntos para disfrutar del resguardo en que se defendían de las descargas morunas.
Disponía aquella tropa de algunos fusiles y pistolas. Pero la cantidad de enemigos era tanta, que de nada servían aquellas armas. Sólo habría servido el utilizarlas para irritar la ferocidad de unos enemigos de cuyas manos era casi imposible escapar ya.
Al llegar Bernabé apenas le hablaron. Eran tan naturales estas agregaciones, con las que se iban formando los grupos fugitivos, que nadie paraba mientes en el recién llegado. Y los golpes de la adversidad solían deshacer esos grupos tan rápidamente...
Aunque sanos aquellos mozos y en la flor de la juventud, se miraban con escaso interés, como moribundos, cuyo corazón de un momento a otro iba a dejar de latir.
Bernabé sentía su brazo como muerto. Era un cuerpo extraño y pesado que llevaba colgado del hombro. Hacía varias horas que le hirieron y aun no había encontrado quien pudiera socorrerle atándole un pañuelo o un trapo que taponase la sangre. Notó con terror que le afligía una gran debilidad, causada por la prolongada sangría. La guerrera, el pantalón y la camisa formaban con la sangre cuajada una pasta dura como un fuerte cartón, que dificultaba sus movimientos.
Los moros seguían tenazmente disparando, a pesar de que no se les contestaba. No querían, por lo visto, dar cuartel a aquellos desgraciados, que ya virtualmente estaban en su poder. El soldado de Intendencia quiso entonces hacer una señal, aprovechando una pausa de los enemigos para que cesasen en sus disparos. Sacó la mano derecha por encima del terreno. La respuesta consistió en una descarga cerrada, que le partió la muñeca de dos balazos.
El oficial de San Fernando, que era alto y fornido, se exaltó ante aquella atrocidad y, expresándose con acentos de cólera, sacó su pistola. Quería levantarse de aquel triste cobijo y salir sólo haciendo fuego contra los moros. Le contuvieron los que estaban más próximos a él, menos Bernabé, que, aun siendo de éstos, no podía hacer tuerza. Le disuadieron, convenciéndole de que era hacerse matar sin beneficio de nadie, pues en cuanto asomase su cabeza sobre el terraplén, una descarga como la que hirió al soldado de Intendencia, que allí se quejaba de un dolor insoportable, le mataría.
De antemano estaba convencido el oficial de que esa era su suerte. Sin duda quería hacerse matar así. Los moros, como fieras largo tiempo enjauladas, en aquellos primeros momentos de su triunfo no perdonaban. Hartos de matanza, dejaban pasar a veces a algunos soldados con vida, pero a los oficiales los mataban sin remisión. Por eso el oficial de San Fernando quería morir matando; pero, ante las exhortaciones de sus acompañantes, se dejó vencer, y para intentar el único medio de salvarse, quiso borrar todos los signos que le distinguían de los soldados. Se quitó las polainas de cuero, volvió del revés la gorra, poniendo hacia fuera el forro, y comenzó a arrancarse las estrellas.
Hecha esta operación, cuya escasa eficacia bien comprendía, entregó su pistola a Bernabé, y le dijo estas palabras, que recordará siempre con fuerte emoción:
—Artillero, si salimos con bien de este trance, te suplico que me lleves la pistola, pues tú vas herido y eres soldado y los moros no te registrarán, y si me matan, te quedas con ella, como recuerdo de un oficial que no volverá a ver a su pobre madre...
Nieto recogió la pistola, aceptó el encargo y procuraron calmar y alentar el oficial, aunque sintieran todos que las gargantas se les apretaban, compadeciéndose unos de otros y doliéndose en los demás de su propia desdicha.
Transcurrieron así unos minutos más de ansiedad, sin que nadie encontrara el medio de escapar. Las descargas se sucedían, y habría sido estéril temeridad la de abandonar aquel bloque de tierra que momentáneamente les defendía.
Súbitamente oyeron una gran algazara y vieron a un suboficial de Ceriñola que, con varios soldados provistos de sus fusiles y cartucheras, se dirigía hacia ellos. Llevaba el suboficial enarbolado un gran palo, en cuyo extremo iba atada una camisa blanca.
Al escuchar los disparos que los moros hacían, exclamó con voz potente:
—Paisa, Paisa; por Dios, grande Mahoma, no tirar, no tirar; estar amigos.
Los rifeños, al oír tan fuerte clamoreo y ver la improvisada bandera blanca, se adelantaron hacia ellos y, sin dejar de encañonarlos con sus fusiles, contestaron:
—Si es verdad lo que tú dices, dejar marra, marra (todos, todos), fusila y oro, oro (vete, vete) a España.
Quedaron suspensos al oír tal proposición. Ni era del todo concreta ni de fiar quienes la formulaban. Sin embargo, no era posible pedir garantías. Tampoco se podía sostener aquella situación frente a enemigos que cuadriplicaban, por lo menos, a la exigua y fatigada tropa. Decidieron aceptar aquellas condiciones. Salieron del escondrijo.
Bernabé lo hizo apoyándose en el brazo de su compañero de regimiento, pues seguía manando sangre de su herida y apenas pudo sostenerse, aun con la ajena ayuda.
Una legión de energúmenos se dirigía hacia ellos a grandes saltos. Serían unos sesenta, pero con sus pardas chilabas, que flotaban al correr, y la gran talla de la mayoría parecían muchos más. En breves instantes llegaron al sitio en que estaban los desventurados militares, cuya única y menguada esperanza se cifraba en la piedad de aquellos hombres. Rápidamente realizaron un movimiento envolvente y rodearon al núcleo de soldados, dejándoles en el centro de un gran corro. Sólo entonces quedaron tranquilos, pues en su natural profundamente desconfiado jamás fían de palabras, y dejaron de apuntar con sus fusiles. Gesticulaban y gritaban violentamente. Discutían entre sí, y con tanta viveza, que parecía iban a pelearse y a volver sus armas unos contra otros, suceso nada insólito, porque en estas razas meridionales y ardientes no existe esa solidaridad que forma el sentimiento de nación, sino sólo, y muy atenuado, el de la kabila o el de familia. El fusil es la única ley del rifeño, y su acre voz de muerte dirime muy frecuentemente las contiendas entre hermanos.
De aquella discusión había de salir la suerte de los prisioneros. Proponían unos que se les degollase a todos, y sacaban amenazantes la buida gumía, que relampagueaba con los reflejos del sol. Otros eran opuesto a eso y decían que los soldados no tenían culpa, y que sólo se les debía quitar cuanto tuviesen y desnudos hacerles huir a su país, a España.
El oficial de San Fernando, o porque entendió aquella algarabía o porque vio ademán en los moros que a él estaban próximos para sujetarle, atravesó la línea que formaban los moros y emprendió una carrera todo lo rápida que su agilidad le consentía, para ponerse en salvo. Los moros se agruparon inmediatamente, y cuando el pobre oficial habría avanzado unos metros, recibió una descarga cerrada de más de veinte fusiles, cayendo muerto.
Luego volvieron hacia los soldados y separaron a cuatro, entre los cuales estaba Bernabé y su compañero de regimiento y dos de Sanidad, a los que comunicaron que quedaban prisioneros de la kabila. A los demás les quitaron cuanto tenían, dejándoles desnudos y les dijeron que se marchasen; pero llevarían andados unos ochenta pasos, cuando les dispararon una descarga de la que Bernabé vio caer a casi todos, Algunos, sin embargo, tuvieron la suerte de resultar indemnes. El capitán Sabater fue uno de éstos, el cual, después de tremendas penalidades, logró llegar salvo a Melilla.
¿A qué debían los prisioneros el haber sido, por el momento al menos, librados de la muerte?
Ya el lector habrá adivinado el motivo, que no era, ciertamente, piadoso o compasivo. Los moros curan sus heridas de una manera primitiva. Su civilización, como su ciencia, está paralizada, en un estado propio de la Edad Media. Aplican a sus heridas, a los muñones cortados, aceite hirviendo, y su medicina se compone de algunas hierbas, teniendo sus curanderos más de explotadores de la superstición que de médicos. Por eso los médicos y sanitarios europeos les inspiran gran fe, y en este caso deseaban sin duda servirse de aquellos soldados, a quienes suponían prácticos en el arte de curar.
En cuanto a los artilleros, concurría análoga causa, aunque diametralmente opuesta en cuanto a la finalidad, que no era la de curar, sino la de matar. Desconocedores del manejo de las baterías de distintos calibres de que se habían apoderado, se proponían obligar a los artilleros que aprisionaban, con amenazas y torturas, a apuntar y disparar las piezas.
Se han dado con este motivo casos de firme heroísmo y resistencia a toda amenaza de esta clase, que, para gloria de un momento tan triste, relataremos algún día. Ocupémonos ahora de nuestros prisioneros, sabiendo ya lo que de ellos iba a exigirse y el porqué de haber sido provisionalmente perdonados.
Bernabé, con sus tres compañeros, fue conducido a una pequeña kabila o poblado que a la izquierda de la carretera y muy próximo a ella, asomaba el tono pardo de los chozones y jaimas que la componían, por entre el verde obscuro de espesas chumberas.
El rifeño se siente más seguro para sus asechanzas o en su defensa detrás de estos espinosos cactus que guarecido por una muralla.
Yo les he visto durante la ocupación por nuestras tropas de Nador, huir, escudándose y ocultándose en los matorrales que formaban, cuando los Regulares españoles estaban ya muy próximos.
Los moros condujeron a los cuatro prisioneros al interior de una sórdida jaima, donde los echaron con un fuerte empujón sobre unos montones de paja, y muchos de aquellos entraron también y se sentaron. La angustia de la situación por la que atravesaron los soldados, la hacía mayor el contemplar aquel conjunto de caras en que vibraban el odio con la feroz satisfacción del triunfo. En la mayoría de los rostros de los rifeños se advierten los rasgos europeos truncados por la mezcla de las razas que viven más al interior de África. Algunos tipos llegan a no diferenciarse de los habitantes del litoral mediterráneo de Europa. Pero en otros, la sangre negra y la de los berberiscos del Sur, crea fisonomías de una rudeza tal, que parecen inaptas para expresar sentimientos humanos o compasivos. Una sonrisa que pretenda ser afable en sus labios consigue sólo aparecer como un sarcasmo o ruda ironía.
En cambio, la dureza y la crueldad encuentran en esa faz africana el máximo de intensidad en la expresión.
La semiobscuridad de la jaima estaba iluminada por la luz solar, que resplandecía en el dintel de la pequeña puerta, tan pequeña, que era necesario inclinarse para entrar, y por una tronera, más que ventana, que se abría a un lado. Esa combinación de luces y sombras producía contrastes que hacían resaltar con mayor energía las siluetas de los rifeños.
Prorrumpían en ruidosas carcajadas, crueles y bestiales. A Bernabé le parecían aquellos seres verdaderos demonios. Duraba ya un largo espacio el clamoroso holgorio, cuando se enfrentaron con los prisioneros, y hablándoles en esa jerga con que usan el castellano, les dijeron con gran chacota:
—¡Estar mucho farruco rifeño y vosotros mucho gallina!
La cólera hizo que olvidasen el triste estado a que se veían reducidos ante aquella burla desenfrenada, y los cuatro, con ira y violencia, contestaron a aquellos insultos.
—¡Gallinas y cobardes vosotros, que matáis a hombres indefensos!...
—¡Canallas, ladrones!...
Uno de los soldados de Sanidad, ciego por la ira, dio un fuerte puñetazo al morazo que más próximo tenía, el cual, al retroceder por efecto del golpe, dio a su vez una cabezada al inmediato.
Aquello provocó una escena terrible. El moro agredido sacó rápidamente una gumía, afilada como una navaja barbera, y de un sólo tajo, seco y firme, cercenó el cuello al soldado de Sanidad, al bravo que, inerme y prisionero, había tenido la temeridad de no tolerar las injurias. Caído en el suelo, con la cabeza casi separada del tronco, inundó la tienda con su generosa sangre de español.
Luego fríamente y gozándose los reunidos en la crueldad que hacían, cogieron al otro soldado de Sanidad y le cortaron las orejas. Luego le pusieron un fusil al pecho, y amenazándole con disparar, le obligaron a que mascase aquellos pedazos sangrantes de su cuerpo.
Bernabé y su compañero quedaron paralizados por el terror.
Seguramente les tocaría a ellos luego sufrir semejante suplicio.