XI EL SEÑUELO DEL AGUA

Se encontraba hacia la mitad del camino, entre la posición de Izumar, o sea la intermedia y Bentiel. Este último punto constituía la meta de sus esperanzas. Si llega allí se incorporaría, sin duda alguna, al núcleo principal de las fuerzas, aunque le sorprendía ya no encontrar vestigio ni ver otra cosa que fugitivos aislados como él.

En su mente aun no había podido formarse el concepto de hasta qué doloroso extremo era completo el desastre, y aunque su vista lo contemplaba con sus más terribles pormenores, su ánimo de soldado, la inveterada confianza en la organización militar, siempre victoriosa hasta entonces, le hacía ver en lo lejano el ejercito, aminorado, es cierto, por tantas víctimas, pero existente, y ese apoyo moral contribuía a sostenerle.

Desde aquel sitio de la carretera en que se encontraba divisó una casita baja y cuadrada como un dado, circuida de algunas chumberas y cubierta por una cúpula. Era un morabito, construcción característica, con la cual la religiosidad musulmana, un tanto deformada por el fanatismo bereber, honra la memoria de alguno de sus santones. Son sepulcros convertidos en capilla por los devotos del santo. Estaba muy próximo a la carretera, sobre la cual y frente al moravo, se veía un camión militar, y en el suelo numerosas cubas de las empleadas para transportar el agua.

La terrible sed que le angustiaba se le acrecentó a la vista de la posibilidad de satisfacerla. Aceleró el paso para llegar hasta aquel inesperado socorro.

Desde lejos vió que algunos soldados que marchaban delante y otros que sin duda encontraban más seguro caminar fuera del camino, acudían, experimentando la misma atracción irresistible hacia el agua de sus bocas sedientas. Uno de ellos llegó primero ante las cubas, puso en pie una, pero debió comprobar que estaba vacía, por lo que la dejó caer y rodó hasta la cuneta. De pronto oyó un fuerte paqueo.

Los moros, escondidos cerca del camión, disparaban sobre los infelices, que, rendidos de fatiga y atenazados por la sed, después de andar más de cuarenta kilómetros atravesando precipicios, barrancos y vericuetos, acudían allí creyendo encontrar algún alivio.

Las cubas habían sido vaciadas por los moros para que los fugitivos no pudieran aprovechar el precioso líquido. Y como los cazadores hacen su puesto durante la canícula, en un bebedero, los rifeños acechaban con sus fusiles a los sedientos. Este género de artimañas y de trampas de guerra son tradicionales en esta raza indómita y desleal. En ellas se acusan dos características: el ingenio montaraz y primitivo y la crueldad. Tretas parecidas a las de algunas tribus guerreras americanas.

El soldado que Bernabé veía después de sufrir la decepción y sentir las balas, escapó rápidamente. Sin darle tiempo para avanzar más de cincuenta metros, un balazo le hizo caer, pero a poco se levantó y siguió corriendo. Acaso se echó al suelo como ardid, para que dejasen de tirarle, creyéndolo muerto, o para no seguir siendo blanco de sus balas. ¿Se salvaría luego? ¿Llegaría a sitio seguro? Desde estas páginas lo deseamos, pero es poco probable. Muy contados fueron los que lograron salir de aquellos campos, poblados por un odio bárbaro que no perdonaba ni era asequible a la compasión.

Cuando se aproximó algo más al camión pudo ver Nieto que tenía la maquina destrozada y que casi todas las cubas estaban rotas. El chauffeur estaba mortalmente herido, sentado frente al volante y con los últimos estertores de la agonía. Varios cadáveres yacían cerca de las cubas.