V IGUERIBEN PERECE. NOCHE DE ANGUSTIA
Nieto llegó providencialmente a Annual, pisándole los talones, como a sus compañeros, los moros, y al penetrar, sin tiempo para el reposo de unos minutos después de tan dura jornada, ni aun para calmar la jadeante asfixia de la loca carrera por la pendiente, oye tocar a generala.
Cuantos habían entrado hacía escasos instantes salen a los parapetos. Los moros se venían encima, llegaban a las alambradas, y se escucha un sordo e inmediato tiroteo, que crece en intensidad sin duda, conforme el enemigo perseguidor va concentrándose en las proximidades de Annual y haciendo más acabado el cerco.
Bernabé se entera allí, y en medio de aquel fragor, de que se les ha dado a las fuerzas de Igueriben la orden de evacuarlo, ante la posibilidad de llevar ningún auxilio. En efecto, del montículo en que se hallaban los trescientos soldados a las órdenes del valiente comandante Benítez, se ve elevarse al cielo una densa humareda.
Entonces, apoyándose en el parapeto, mira con los gemelos del capitán y contempla escenas crueles que, como él nos dice, le hielan la sangre en las venas y hacen palpitar su corazón con celeridad. Tres oficiales, de pie, erguidos sobre los muros de sacos terreros, con los brazos cruzados, miraban hacia el campo hostil con serena y sublime majestad, como desafilándole y llamando a una muerte liberadora de sus torturas y también de su honra. Mientras contemplaba esta escena, vio a uno de ellos, el que estaba en el centro, contraerse en un tremendo salto, y abriendo los brazos caer de espaldas dentro de la posición.
Los moros, situados en los dos extremos de la barrancada, esperaban el paso de los fugitivos.
Los infelices de tantas fatigas, eran impíamente fusilados con saña destructora. Los bárbaros enemigos podrían haber hecho prisioneros a aquellos hombres que, sin armas ni aun el vigor necesario para correr, salían a la desesperada; pero el odio de los rifeños no perdonaba, y le eran necesarios el olor de la sangre y las muecas terribles del martirio.
Se salvaron o, mejor dicho, consiguieron llegar a Annual solamente dieciséis de esos desgraciados. Algunos murieron de fatiga al llegar; otros, al beber con un ansia de enajenados la codiciada agua. Únicamente cuatro resistieron la tremenda prueba ¿Qué habrá sido de ellos? En la confusión, en la terrible suerte que durante el día inmediato iban todos a correr, aún no hemos averiguado si alguno llegó sano a Melilla.
La noche estuvo llena de sobresaltos. Cercaban los moros la posición y disparaban continuamente. Los jefes se decía que estaban reunidos, aunque los soldados ignoraban la trascendencia de sus deliberaciones. Fue entonces cuando se celebró el Consejo de guerra, en el que, después de continuas vacilaciones del general Silvestre, se acordó el abandono de Annual y la retirada. En este relato no caben los pormenores de esa asamblea que, en realidad, pasó inadvertida para los soldados, y de la cual Bernabé no nos hace referencia alguna.
Así terminó el día 21 de julio, que merece la triste celebridad de ser marcado con piedra negra, como una de las más infaustas fechas de la historia de España. En ese día trágico, más que por lo sucedido en el espacio lamentable de sus horas, por las consecuencias sangrientas, plenas de horror que en él se engendraron, caía sobre nuestra Patria el dolor y la vergüenza. Los pecados de varios años de incuria, de inmoralidades, de abandonos punibles, de injusticias, iban a ser purgados acaso por los más inocentes, por los pobres muchachos que fueron sacados de la aldea y del hogar para servir a su Patria, pero no para ser inmolados a las falacias de una organización militar en que todo era de percalina y de simulacro y que no pudo resistir al primer ataque serio que desde la ocupación del años 1909 había experimentado.
En aquella noche fatídica del 21 de julio, la angustia deprimió los pechos de nuestros jefes, Pero ningún, y menos acaso que los demás el general Silvestre, lograron la serenidad fría y calculadora que salva los instantes de agudo peligro. Durante toda la noche la irresolución vacilante combatió al general, y después de acordarse la retirada, que acaso dispuesta con orden enérgico y emprendida al amanecer hubiese salvado al Ejército y evitado el desplome del inconsistente mecanismo, decidió resistirse cuando al alborear creyó que había desaparecido el enemigo.
Hasta ahora, el protagonista de este relato, Bernabé Nieto, ha sido sólo un soldado, un número que, con los demás, actuaba. Desde aquí, será el singular motivo de estas páginas. Le oiremos contar sus angustias y mortales peligros y las dramáticas incidencias que en su memoria se incrustaron mientras presenciaba el sangriento drama que iba a costar la vida a muchos millares de españoles.