XIII LA EVASIÓN

Por fortuna en aquel momento se oyó fuera de la jaima un gran tumulto de voces y gritos, sonando también varios tiros; salieron precipitadamente los moros para ver lo que ocurría, dejando solos a los prisioneros, y Bernabé y su compañero comprendieron que no era fácil encontrar otra ocasión de procurar escapar. Obedeciendo más al instinto que a la razón, abandonaron aquel obscuro y maldecido recinto encharcado de sangre inocente, y corrieron cuanto sus fuerzas, aguijadas por la necesidad, les consintieron.

Poco más de un minuto tardaron los rifeños en apercibirse y en ver escapar a los artilleros; pero fue tiempo bastante para que su juvenil agilidad les permitiera alcanzar alguna ventaja. Los moros les dispararon sus fusiles sin lograr puntería, y como llegaban los fugitivos al corte que formaba un barranco, se ocultaron en él, quedando así a cubierto de las balas. Continuaron su carrera por el fondo de aquel barranco y salvaron así, sin detenerse a respirar, otras cuestas y vericuetos a campo traviesa.

Bernabé no podría seguir al compañero. Los dolores de su herida eran cada vez más fuertes. Los sacudimientos que al correr producía le obligaban a gritar por la agudeza del sufrimiento. Fue quedándose rezagado, y a los poco minutos se encontró de nuevo sólo. Sus fuerzas decaían y su paso se hacía cada vez más lento. Eran las cinco de la tarde, próximamente. El cielo, de un azul intenso, como el de nuestras comarcas andaluzas, completamente limpio, sin una nube, dejaba caer a plomo el fuego solar. El ambiente tenía esa opacidad vibrátil que la tierra caldeada transmite a las capas de aire. Llevaba nuestro soldado ocho horas de marcha, en las cuales había recorrido 57 kilómetros sin haber podido humedecer sus labios y habiendo además perdido mucha sangre. Pocos organismos habrían resistido hasta aquel momento, y no era de extrañar que las energías de Bernabé comenzasen a desfallecer. Caminaba aún, sin embargo, muy despacio, subiendo una cuesta árida y pedregosa, con la lengua fuera de la boca como un perdiguero, y al llegar al viso, vio un moro de gran talla, vestido con una chilaba blanca, que le apuntaba. Ya se encontraba otra vez en la proximidad de la carretera, hacia la cual se dirigió, y una vez en ella, le salió al paso un grupo de rifeños que le pusieron la fusila al pecho, diciéndole:

—Pahisa, tú entregar fru marra, marra (el dinero todo, todo).

No tenía ya fuerzas Bernabé ni para sentir ese brinco interior del corazón que produce el sobresalto. Veía los mayores peligros con absoluta indiferencia, y hasta empezaba a preferir la muerte a seguir soportando aquellos dolores y aquella fatiga.

Hizo lo que le mandaban; con su mano izquierda, única de que podía valerse, rebuscó en sus bolsillos, y volviéndolos del revés, para que vieran no conservaba nada, dio a los moros quince pesetas y unos céntimos que tenía.

Los moros se contentaron con el dinero. Uno de ellos le propinó un golpe con la culata del fusil, y exclamando: «Oro, oro a España» (vete a España), le dejaron continuar su camino.

Habría andado unos tres kilómetros más en aquella peregrinación inacabable y mortal. Otra vez la suerte le deparaba compañía. Sentado en el hondo de la cuneta, descansaba un artillero de su regimiento de la segunda batería de Montaña. También se encontraba en el mismo estado de irresistible fatiga. Uno y otro experimentaron al verse gran regocijo. Bernabé se sentó al lado de su nuevo compañero. Necesitaba algún reposo. Mientras descansaban, se contaron cada uno los incidentes que les ocurrieran.

Aunque no estaba herido, mostraba signos de mayor agotamiento que Bernabé. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, con una expresión de espanto fija en el semblante, a pesar de que en aquel momento disfrutaba de relativa calma.

—Yo he tenido —decía— que caminar mucho tiempo arrastrándome. Iba con un teniente del regimiento de África que se había quitado la guerrera y los leguis y sustituido su gorra por otra de soldado que en el campo encontró. Trataba así de disimular su condición de oficial que, reconocida por los moros, constituía sentencia segura de muerte. Cuando nos parecía que nos habían dejado ya de tirar, nos levantábamos del suelo y dábamos una carrera, mientras no oíamos disparos. Corta solía ser, porque a los pocos metros de nuestra marcha sentíamos el ruido característico de pa-coo, y una bala pasaba muy cerca de nuestras cabezas. Así una y otra vez, con una tenacidad desesperante. Era un moro que nos perseguía. Lo comprendimos, y desde el suelo agazapados, procuramos descubrirle. Acudimos a la estratagema de levantarme yo, para provocar su disparo, y echarme en seguida a tierra. A la segunda vez de hacer ese movimiento, el moro se incorporó algo para disparar, y entonces el oficial, que llevaba una buena pistola con dos cargadores llenos, le dirigió rápidamente tres tiros. Así estuvimos en esta tremenda maniobra mucho tiempo. El moro, con esa calma que les es peculiar, no se impacientaba, seguro de su presa. Se acabaron las cápsulas que el oficial tenía. Ya no podíamos defendernos de aquel enemigo más que corriendo, si la suerte nos favorecía contra su puntería. Decidimos correr, sin pararnos aunque disparase, hasta lograr separarnos bastante de tan enconado perseguidor. Estábamos a un lado del terraplén de la carretera, y resolvimos subir por su talud, y si pasábamos al otro lado sin accidente, el mismo terraplén nos defendería de las balas mientras el moro conseguía subir también a la carretera.

Encorvados para presentar menos blanco, empezamos a correr, Pero cuando estábamos en la carretera, un balazo le alcanzó al oficial en la espalada y le salió por el pecho. Al verle caer me volví, y pude apercibirme de que el moro, a grandes zancadas y ya muy cerca, iba sobre nosotros. Yo entonces me desplomé sobre el cadáver del oficial, impregnándome con su sangre, que salía a borbotones del pecho, y quedé así tendido, como si también estuviese muerto, de bruces, con la cara sobre el suelo.

Los momentos de ansiedad que sufrí fueron horribles. No podía ver lo que intentara el rifeño. Sentía sus pisadas. Comprendí que estaba quitando las botas al oficial. Luego le registró, para llevarse la pistola y el dinero que encontrase en los bolsillos. A mi me empujó con el pie, sin duda para convencerse que estaba muerto. Oí como hacía funcionar la pistola automática y el golpe seco del percusor al oprimir el gatillo. Satisfecho sin duda de aquel botín, se alejó, y empecé a respirar más tranquilo. Luego he llegado sin parar, hasta aquí, y no sé si tendré fuerzas para seguir.

Bernabé le animó, y se prometieron no separarse y, mientras fuera posible, prestarse mutuo auxilio. Reanudaron su camino. Les faltaban diez kilómetros para llegar a la posición de Bentiel, donde esperaban salvarse.