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EL JUEVES por la mañana y siendo las nueve y un minuto, los agentes de los Mossos d›Esquadra, acompañados de tres policías de la Brigada de Científica, entraban en el tercer piso de la calle Verdi número cuarenta y cinco. Un cerrajero les abrió la puerta en menos de un minuto. La única llave que conocían estaba en manos de Ricard Bonamusa y no podían esperar a que éste la enviara desde Ávila.
Hallaron el interior de la vivienda, presumiblemente, tal y como la dejaron los asesinos de los Bonamusa el quince de agosto de 1996. El piso estaba completamente revuelto. Los armarios de las habitaciones tumbados en el suelo. Los cajones de los muebles sacados y vueltos hacia abajo. Las bombillas de las lámparas rotas. En el suelo de la habitación había una mancha de sangre que a pesar de querer limpiarla había filtrado y que debió pertenecer a Albert Bonamusa. En una mesita próxima, apenas a un metro, había una figura de bronce de un caballo montado por un jinete con cabeza de hiena. Moisés recordó que esa fue el arma que dijeron había utilizado Albert para matar a su esposa. En la habitación de planchar había más sangre en el suelo y en la pared; aunque en menor cantidad. Allí fue donde encontraron el cuerpo de Felisa Paricio, la madre de Alexia.
—Alguien podía haber limpiado esto —dijo José Gimeno.
Para Juan García no tenía importancia que no hubiesen recogido y limpiado el piso, ya que eso era una ventaja a la hora de investigar el crimen trece años después.
—La figura de bronce —señaló Moisés—. Esa fue el arma homicida.
Uno de los agentes de la policía científica la cogió con la mano enguantada y la estuvo mirando a través de una lente de gran potencia.
—Hay restos de sangre —dijo.
—¿Cuándo sabremos algo? —preguntó Moisés.
—¿De la sangre? —preguntó a su vez el policía de la científica.
—Sí, sí. Y de las huellas.
—Media hora a lo sumo —dijo el policía de científica.
—Pero eso es imposible. Ni los americanos —sonrió Moisés.
Los policías de la brigada de científica habían traído todo el instrumental y, salvo para las pruebas de ADN, con lo que había en la habitación, podían hacer cualquier tipo de analítica sanguínea o dactilar.
El policía de científica más joven no dejaba de hacer fotos con una cámara y al lado de cada figura ponía una regla amarilla que indicaba el tamaño del objeto que fotografiaba en esos momentos.
Mientras Juan García, José Gimeno y Moisés Guzmán husmeaban por la habitación, los técnicos de científica recogían muestras, analizaban restos y hacían fotografías.
—Menuda sangría —dijo Juan García, que junto a su compañero José Gimeno ya habían visionado las fotografías que se hicieron trece años antes, pero que vistas sobre el terreno producían más escalofrío.
Todos sabían que los detectives podían hacer bien poco y que el peso de la investigación recaía sobre los agentes de científica. Las muestras recogidas hablarían por sí solas.
El agente más veterano del gabinete de científica fue el primero que siguió una pista de la posición que pudo ocupar la niña en el momento del crimen. Cuando sucedió era muy tarde y se suponía que una niña de tres años debía estar en su cuna, pero no fue así.
—No —dijo Juan García.
—No —rebatió el agente de científica—. Las sábanas están recién lavadas, es decir, fueron lavadas hace trece años y no durmió en la cuna después de eso.
—Pudieron cambiarlas con posterioridad —dijo Moisés Guzmán, pensando que después de trece años todo sería distinto.
—No —aseveró Juan García—. Mira —dijo mientras sacaba varias fotos de un álbum que trajeron de la comisaría de Ciutat Vella—. Ves, la cuna está igual que entonces. La niña no durmió en ella esa noche.
—No estaba en el piso cuando mataron a sus padres —dijeron José Gimeno y Moisés Guzmán al mismo tiempo.
Para Moisés la respuesta estaba clara.
—La niña estuvo en el piso de abajo —dijo señalando—. En casa de los Artigas.
Tenía lógica, ya que después de trece años ella seguía con Sonsoles en Vilamarí. Así que nadie la raptó, sino que los Artigas se la llevaron para protegerla de los asesinos de sus padres.
Juan García y José Gimeno cayeron en la cuenta de que Sonsoles Gayán era una mujer excesivamente vigorosa y fuerte para la edad que se supone debía tener. Algo que ya le habían dicho a Moisés, que a su vez les explicó lo del experimento de los doctores Bonamusa para salvar a la hija que tenía una enfermedad terminal: la peste de los huesos, les dijo.
—Pues aquella chica que vimos en Vilamarí no parecía muy enferma —dijo José Gimeno.
—No estaba mala, no —replicó Juan García—. Más bien…, estaba buena.
Su compañero lo censuró.
—Juan, joder, que sólo es una niña de dieciséis años.
Moisés relacionó el éxito del experimento con la mejora de Sonsoles.
—Claro —dijo en voz alta—. El experimento fue un rotundo éxito y la niña tiene una sangre que cura casi todas las enfermedades. Por eso la buscaban los asesinos de sus padres y por eso la han protegido los Artigas.
Al decir eso, Juan y José, se acordaron de los pinchazos en los brazos de la chica que vieron en Vilamarí.
—Le hacen transfusiones de sangre —dijo Juan García.
—¿Son vampiros? —preguntó uno de los policías de científica que seguía recogiendo muestras.
Los tres se rieron.
—No, no —dijo Juan García—. Estamos hablando de otra cosa.
—Entonces —dijo José Gimeno—. Vinieron buscando a la niña que no estaba en ese momento en el piso. Los Artigas se quedarían con ella cuando los Bonamusa salían de cena o quedaban con alguien. Por eso algunos de sus amigos nunca la vieron y dijeron que no existía. Mataron a los padres y los Artigas se llevaron a la niña a Vilamarí para protegerla de los asesinos que la querían para aprovecharse de su sangre.
—O para reproducir el experimento y obtener más sangre y comercializarla —dijo Moisés.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Juan García.
—En la persona que me contrató —dijo—. No quiere saber quién mató a los Bonamusa, eso ya lo sabe. Quiere encontrar a la niña.
—El doctor Mezquita —dijeron Juan y José al unísono.
De los tres policías del gabinete de científica, el más mayor empezó a hablar en voz alta explicando el resultado de las pruebas que estaban haciendo en ese momento. Juan, José y Moisés lo escucharon con atención.
—Que chapuza —dijo—. Hace trece años debieron trabajar en este asunto los peores policías que pudieron encontrar.
Como nadie dijo nada, siguió hablando.
—La figura —dijo mostrándola—, tiene dos tipos de sangre diferente.
Tras repasar unas anotaciones que tenía al lado del ordenador portátil que consultaba, avanzó:
—Del doctor Bonamusa y de su mujer.
Ninguno de los tres agentes supo a dónde quería ir a parar y lo miraron incrédulos.
—Pues que fue utilizaba para matarlos a los dos —gritó—. Eso descarta que uno hubiese matado al otro.
Para ellos no era ningún descubrimiento, ya habían descartado los homicidios cruzados hacía tiempo.
—Hay varias huellas —dijo—. Junto a las huellas de los doctores hay otras distintas. Debe ser una figura muy peculiar y todo el mundo que entró aquí la manoseó.
—¿Está la del doctor Mezquita? —preguntó Moisés.
El policía de científica se encogió de hombros.
—No sabe quién es —dijo Juan García.
—Un momento —solicitó—. Dígame el nombre completo.
—Eusebio Mezquita Cabrero.
—¿Sabe el año de nacimiento?
—Creo que el 49.
El agente tecleó el ordenador portátil y en un par de minutos dijo:
—Aquí está la huella.
En el monitor se veía la huella del doctor.
—Hay que joderse —dijo Moisés—. Así cualquiera.
—Efectivamente —afirmó el policía del gabinete de científica—. El doctor Mezquita fue la persona que mató a los Bonamusa.
Los tres policías se quedaron boquiabiertos.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó Juan García.
—Porque hay varias huellas de sus dedos en la figura de bronce y todas están sobreimpresionadas en las manchas de sangre, lo que indica que cuando salpicó la sangre sus dedos eran los que agarraban la figura.
—Eso se podrá utilizar en un tribunal —preguntó Juan García.
—Sí; aunque con un buen abogado lo podrá rebatir —dijo el policía del gabinete.
—Entonces no sirve —aseguró Moisés—. Ese seguro que trae un buen abogado.
—No preparó el crimen —dijo José Gimeno mirando a Juan García que lo escuchaba impasible.
—¿Por qué dice eso?
—No utilizó guantes. Si lo hubiera preparado se los habría puesto.
—O no pensó que le fueran a pillar por las huellas —dijo Moisés—. Hace trece años no había los avances de ahora.
—Sí hombre —dijo Juan García—. Todo el mundo sabe que se puede pillar a alguien por las huellas. No hay más que mirar el cine o la televisión.
El policía del gabinete se quedó un rato pensativo. Y luego dijo:
—Es posible que sí que hubiese utilizado guantes.
Tanto Juan García, como José Gimeno y Moisés Guzmán se lo quedaron mirando. Aquel policía de científica parecía saber más de investigar que ellos mismos.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Juan García.
Los ojos del policía de gabinete se posaron en un guante de piel negra que había sobre una de las estanterías de la habitación de planchar. Estaba, como la mayoría de los objetos, manchado de sangre seca. Lo cogió con mucho cuidado y lo metió dentro de una bolsa de plástico.
—¿Y ese guante? —preguntó Moisés—. Supongo que en su día ya lo habrían tenido en cuenta, ¿no?
Los dos Mossos d›Esquadra lo miraron con ironía.
—Yo creo que si hace trece años se hubieran encontrado al asesino con la figura esa de bronce en la mano, ni siquiera hubieran sospechado.
—No me jodas —dijo Moisés—. No eran tan malos entonces.
—El problema —rebatió Juan García—, es que aquí vinieron muchos agentes de diferentes cuerpos policiales, pero nadie sabía a quién le correspondía la investigación.
—No me creo que nadie hubiese hecho nada —dijo Moisés.
—Sí que hicieron —salió al paso de la conversación el policía de científica—. Lo que pasa es que en esa época interesaba más la estadística que otra cosa y lo importante era resolver el crimen estadísticamente. Con decir que habían sido unos sicarios de algún país del Este de Europa que asesinaron a los Bonamusa para ajustar alguna cuenta, era suficiente. A nadie le interesó que llegase el año 1997 con un crimen de esas características pendiente. Ni al Gobernador Civil, ni al despliegue de la policía autonómica y ni siquiera a la Policía Nacional o la Guardia Civil.
—¿Qué tiene que ver la Policía Nacional con esto? —dijo Moisés defendiendo a los suyos.
—Los nacionales —respondió Juan García—, estaban interesados en retirarse de Barcelona con el listón bien alto. Quizás un crimen así, sin resolver, sería recordado siempre como un fracaso para ellos.
—Bueno —dijo finalmente el policía del gabinete de científica—, mientras se entretienen no haciendo nada, yo voy a mandar este guante para que lo analicen. En principio el sospechoso número uno es el doctor Mezquita —afirmó.
—Sí —rebatió Moisés—, pero no hay muestras suyas de ADN para contrastar el resultado.
—¿Quién dice eso? —se rió jocoso el policía de científica—. Hace trece años vinieron los nuestros, los Mossos d›Esquadra —dijo orgulloso—. Y es cierto que no sabían manejar los aparatos costosos que tenían, pero sí que se dedicaron a recoger muestras. No olvide señor Moisés que el doctor Mezquita siempre se tuvo en cuenta como sospechoso del asesinato.
Moisés Guzmán arrugó la barbilla en señal de conformidad.
—No me cabrees al científico —dijo Juan García riendo.
Moisés dejó de hablar, pero su mente se aturulló con una serie de incongruencias de las que fueron partícipes todos los policías que actuaron en ese piso hacía trece años. No comprendía el veterano policía de Huesca cómo fueron capaces de dejar el piso así y lo que más le atormentaba era el hecho de que la figura que fue utilizada como arma homicida estuviera allí, dentro del piso y con las mismas manchas de sangre, sin limpiar. La lógica dictaba que esa figura debería estar almacenada en alguna comisaría o entregada al Juez junto con el Atestado policial. ¿Nadie pensó en eso? Se preguntó. Recapacitando se percató de que seguramente se llevaron la figura para analizarla y no sabiendo que hacer con ella decidieron devolverla a su lugar de origen. Una sola palabra asomó en su análisis de la situación: chapuceros.