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AL LUNES siguiente de celebrar su cumpleaños Moisés Guzmán, después de tres días de descanso, se encontraba de nuevo frente al ordenador donde pasaba su vida. Miró el reloj de la pared. De reojo y sin soltar el puñado de papeles que sostenía en la mano. Ya estaban a punto de dar las ocho de la mañana y todavía tenía que imprimir los partes del día anterior. Presentía que de un momento a otro sonaría el teléfono. Como siempre. El jefe de servicio le pediría los partes de trabajo, como hacía cada día desde los últimos veinte años. Vio Moisés, a través de la puerta entreabierta, que en la sala de espera había dos personas sentadas. El policía de la entrada le dijo quienes eran: uno de ellos venía a denunciar una estafa a través de internet, el otro la pérdida de su pasaporte.
—En cuanto termine de imprimir los partes estoy con ellos —le dijo Moisés.
Luego cogió los papeles que acababa de escupir la impresora y los repartió ordenadamente por cada una de las cinco bandejas de plástico que había a su derecha. Un montón para Seguridad Ciudadana, otro para la Brigada de Judicial, otro para Extranjería, otro para Información, y el último para Policía Científica. Acto seguido anotó en el Libro de Diligencias el último número de registro. Era el 4500. Miró el cuadro de Juzgados de Guardia: esa semana estaba el Juzgado de Instrucción número TRES. Todas las denuncias que se tomaran durante ese día tendrían que ser remitidas a ese Juzgado. El juez del TRES tenía fama de quisquilloso. Su puntillosidad rozaba la paranoia. Todos los atestados remitidos a su juzgado debían repasarse varias veces, un error podría suponer un expediente disciplinario por parte de la Dirección de la Policía y la instrucción de diligencias por parte del juzgado. Aunque nunca se dio ningún caso, pero como se suele decir: el miedo guarda la viña.
Cuando ya estuvo seguro Moisés de que había realizado todas las primeras tareas del inicio de servicio, salió al patio interior de la comisaría y se dispuso a encender un cigarrillo. El sol de agosto aporreaba el claustro con inusitada fiereza.
«Hoy hará calor», pensó entornando los ojos.
—En cinco minutos cojo la primera denuncia —le dijo al policía de la puerta cuando éste se asomó por la ventana a recriminar que Moisés fumase tanto.
Mientras aspiró el humo del cigarrillo, se fijó en los edificios que había enfrente. Un amasijo de hierros y hormigón descolorido. Siempre estuvieron ahí, semi tapados por la fuente de la plaza. Encarrilados por un escueto grupo de plataneros deshojados que el ayuntamiento no cuidaba demasiado. Escuchó el sonido de los coches retenidos en el semáforo, pero no los vio, la muralla que protegía la comisaría evitaba las miradas indiscretas de los viandantes. Unas risas le distrajeron, mientras apagaba el cigarro en el cenicero sucio y resquemado que había al lado de los motores del aire acondicionado; eran las mujeres de la limpieza que esperaban jocosas mientras se llenaban los cubos de agua en el cuarto trastero.
El portón del garaje se abrió y entró un coche patrulla. Moisés distinguió a Helen y Ramos en el interior del Citroën. Helen le guiñó el ojo desde dentro del coche, mientras Ramos daba volantazos para aparcar en el poco espacio que quedaba entre unas bicicletas intervenidas y dos ciclomotores. A Moisés le gustaban esas señas pícaras que le hacía Helen, como si entre ellos dos hubiese algo más. Ramos, por su parte, ausente en todo, se bajó del coche con un cigarro apagado en su boca y que encendió tras recuperar el resuello.
—Jodido calor —exclamó resoplando.
Moisés se metió un chicle de menta en la boca, para quitarse el olor a tabaco.
—¿Qué tal todo? —le preguntó Helen.
—Ahora que te veo…, bien —respondió Moisés.
Ella sonrió.
Luego entró en el despacho y se dispuso a coger la primera denuncia del día. Sentado, frente al ordenador, el tren del mundo se echó a andar de nuevo.