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ESE MISMO lunes 24 de agosto de 2009 y siendo mediodía, Moisés salía del restaurante Alba de la Diagonal después de haber comido un suculento menú. Durante la comida estuvo pensando en lo bien que se portaron los Mossos d›Esquadra cuando detuvieron al pederasta. Le dijeron que pasara sobre las seis de la tarde por la comisaría de Ciutat Vella para declarar sobre lo sucedido y así realizar el Atestado policial de la detención de aquel pervertido. Los agentes de la policía autonómica lo felicitaron y le dijeron que había sido un servicio brillante, al mismo tiempo que alabaron el ingenio de colocar su teléfono móvil en la estantería trasera y grabar lo que aquel hombre estaba viendo, pero le advirtieron que eso no debía constar en diligencias, ya que seguramente el juez lo rechazaría como prueba. Lo mejor es que dijese que al pasar por detrás había visto en el ordenador del pederasta las fotos de los niños y el propio ordenador portátil era prueba suficiente como para condenarlo.

Una vez en la Diagonal, Moisés calculó que era tarde como para ir a la pensión a ducharse y pensó en dar una vuelta por el Paseo de Gracia para hacer tiempo hasta que fuesen las seis de la tarde e ir a declarar a Ciutat Vella. En la confluencia de la calle Mallorca recibió una llamada en su móvil. Era el doctor Mezquita. A esa hora había mucho transito en la calle y el ruido le dificultaba hablar con tranquilidad, así que se metió en el interior de unas galerías comerciales.

—Hola señor Mezquita —dijo al descolgar.

—Señor Guzmán —replicó él—. Se me hace difícil localizarlo.

—Estoy bastante ocupado —se excusó.

—Ya me imagino. Le llamaba para saber de usted y cómo iba la investigación.

—He hecho algunos avances —dijo distante.

—Eso está bien. Cuando le contraté supuse que era usted muy bueno en su trabajo.

Moisés desconfió de las palabras del doctor y supo que no debía darle muchas explicaciones de lo que estaba haciendo.

—Aún no sé donde está la niña, si es lo que quiere saber.

—Ya me lo figuro —dijo el doctor—. Si no me habría llamado… ¿verdad?

En su tono de voz detectó Moisés un aire de desconfianza por parte del doctor. En ese sentido había reciprocidad. Moisés quiso centrarse en lo único que aún no sabía, en las muertes a cincuenta días.

—He estado investigando a los detectives que contrató antes que a mí —dijo poniendo toda la carne en el asador.

—Vaya, no quería que se distrajera con ese tema.

—Sí, pero ellos murieron…

—Por accidente —le interrumpió el doctor—. Murieron por accidente.

—No le parece mucha casualidad que murieran relativamente poco después de pedir la excedencia de sus respectivos cargos.

Moisés omitió lo de los cincuenta días, pensando que el doctor no lo sabría.

—¿Ha leído usted, señor Guzmán, algún tratado sobre la casualidad?

Moisés no entendió la pregunta.

—¿A qué se refiere?

—A que la casualidad existe —dijo—. Las muertes de esos hombres son hechos casuales, nada más. No hay ninguna conexión que nos haga pensar que esas muertes han sido deliberadas.

—Sí, pero los tres murieron… —pensó Moisés muy bien lo que iba a decir—, cincuenta días después de solicitar la excedencia.

El doctor Mezquita se silenció unos instantes.

—Doctor, ¿sigue usted ahí?

—Sí, sí, veo que es muy perspicaz y ha hecho los deberes —dijo.

Moisés intuyó que él ya sabía lo de la muerte a cincuenta días.

—Los tres murieron después de cincuenta días justos, ¿eso es mucha casualidad, verdad?

—Mire señor Guzmán, no sé que relación tiene eso con el asesinato de los Bonamusa y la desaparición de Alexia, pero el último investigador, Genaro Buendía Félez, ya me vino con esa cantinela. Él también hizo los cálculos de los dos anteriores y temió por su vida.

—Fue lo que pasó al final. Murió atropellado en la calle Verdi justo cuando se cumplía el plazo.

—Hay varios tratados médicos muy interesante acerca de las proyecciones de la mente —dijo el doctor—. Cuando uno piensa en que va a tener dolor de cabeza, termina teniendo dolor de cabeza.

Moisés no pudo hacer otra cosa que sonreír. La argumentación que le estaba dando el doctor Mezquita era más bien un chiste que otra cosa.

—Insinúa que murieron porque pensaban en morirse —dijo imprimiendo en su voz toda la ironía de la que fue capaz—. ¿Y el primero, el guardia civil de Canet de Mar?

—Bien, veo que no vamos a llegar a un acuerdo y no voy a convencerle —dijo el doctor Mezquita—. Para ser franco no sé por que mueren a los cincuenta días y si usted está en peligro, pero por su forma de hablar intuyo que le obsesiona más eso que hallar a la niña desaparecida. En cualquier caso al último investigador le ocurrió lo mismo. Si tanto miedo tiene, haga su trabajo y el día cuarenta y nueve regrese a Huesca.

Moisés se ofendió ya que se sintió tratado como un tonto.

—Me lo podría haber dicho antes de contratarme.

—No sea ingenuo —rebatió el doctor—. Se imagina que me presento en su oficina de denuncias de Huesca y le digo: hola, quiere trabajar en un caso que ocurrió hace trece años y cuyos tres investigadores anteriores han muerto todos por accidente después de cincuenta días de ser contratados.

—Está bien —se conformó Moisés.

Pensó en decirle lo del libro de Edelmiro Fraguas Muerte en Acobamba, pero optó por callar, aún ignoraba hasta que punto podía confiar en el doctor Mezquita.

—¿Qué me dice? —preguntó el doctor.

Moisés no sabía qué le preguntaba.

—¿Qué le digo acerca de que?

—Si va a seguir con la investigación o no.

—Sí, por supuesto. Aunque hay varias cosas que aún no comprendo. El inspector encargado del caso no me ha sido de mucha ayuda.

—Ah, ya, el viejo Pedro Salgado.

—¿Lo conoce?

—Por supuesto, fue él el encargado de la investigación. Figúrese hasta me estuvo investigando a mí.

Moisés vio que el doctor no mentía en eso.

—Ha pasado mucho tiempo y apenas hay expedientes sobre el caso.

—En 1996 empezaba el traspaso de competencias entre Guardia Civil, Policía Nacional y Mossos d›Esquadra y los dos primeros estaban muy quemados con eso, por lo que las investigaciones de esa época se hicieron a desgana. El inspector Pedro Salgado lo hizo lo peor que pudo.

Moisés supo que era cierto porque ya había conocido al inspector y seguía estando molesto por el despliegue de la policía autonómica.

—Uno por otro la casa sin barrer —dijo finalmente el doctor Mezquita—. Y la niña sigue desaparecida.

—Las cosas no son fáciles aquí —dijo Moisés—. Esta tarde tengo que comparecer en los Mossos d›Esquadra.

El doctor se alarmó.

—¿Los Mossos? —preguntó—. No los meta en esto.

Moisés no entendió la negativa del doctor a que los Mossos participaran en la investigación, lo tranquilizó diciéndole la verdad.

—Ellos no saben nada. Es por otro asunto —omitió explicarle que había cazado a un pederasta en plena faena.

—¿Otro asunto?

—Bueno, sí, mientras estaba en la biblioteca he visto a un hombre que descargaba fotos de niños en su ordenador y lo he denunciado.

—Siempre alerta, ¿verdad? —dijo el doctor—. Policía las veinticuatro horas del día.

Moisés sonrió, pero no dijo nada.

—Le voy a doblar el sueldo inicial —dijo el doctor.

—No es por dinero.

—Si no es por eso…, no le pago nada —el doctor soltó una estruendosa risotada.

—No se preocupe. Voy a seguir investigando un par de semanas más y ya le diré hasta donde he llegado.

—Bueno, no le llamaré más. Si lo desea se pone usted en contacto conmigo —le dijo finalmente el doctor.

Los dos cortaron la llamada al mismo tiempo y Moisés se dirigió hacia la comisaría de los Mossos d›Esquadra a comparecer por el asunto del pederasta.