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ALAS cuatro de la tarde el juez de guardia había autorizado la entrada y registro del piso de la calle Verdi. Varios vehículos de los Mossos d›Esquadra se apostaron delante del número cuarenta y cinco para que nadie entrara o saliera, ante el asombro de los vecinos que empezaron a preguntarse que ocurría allí. Aún así no se arremolinaron como podría haber pasado en otras regiones españolas, ya que la sociedad catalana era independiente hasta para eso. Juan García, cuyos padres habían nacido en Málaga, pensó que si eso hubiese ocurrido en su ciudad natal, la calle estaría a rebosar de curiosos y familiares. Y la calle Verdi, salvo los cuatro coches de la policía que había frente al número 45, tenía la misma apariencia de tranquilidad que podía haber tenido un miércoles por la tarde de cualquier día de agosto.

Un coche de paisano sin distintivos policiales se acercó hasta la casa del juez y lo escoltó hasta el domicilio de los Artigas. El secretario judicial fue en taxi desde los edificios del juzgado con un maletín donde contenía la orden de entrada y registro. Rechazó que fuese a buscarlo un coche de la policía y prefirió desplazarse por sus propios medios.

A las cinco y diez comenzaba el registro del piso que estaba completamente vacío. El señor Artigas se había desplazado hasta el hospital donde estaba ingresado su hijo, ya cadáver; aunque él aún no lo sabía, los médicos todavía no se lo habían comunicado. Así que en la vivienda no había nadie, por lo que se tuvo que dar aviso a un cerrajero para que abriera la puerta. Eso demoró la entrada media hora más, pero afortunadamente había uno de guardia que se personó allí en poco tiempo.

Ante la puerta del segundo piso del número cuarenta y cinco de la calle Verdi estaba el juez, el secretario judicial, Juan García y José Gimeno de los Mossos d›Esquadra, cuatro agentes más que custodiaban la puerta: dos arriba y dos abajo, y un policía de la Brigada de Científica que sería el encargado de recoger muestras, en caso de ser necesario, y de hacer fotografías.

—Sargento —dijo el juez que hablaba en castellano—, ¿qué estamos buscando?

Juan García pensó lo que iba a decir.

—Como le dije por teléfono Señoría hemos reabierto una investigación criminal de hace trece años. Aquí —señaló con el dedo hacia el techo—, asesinaron a un matrimonio de médicos.

En esos años el juez no estaba en Barcelona y desconocía el tema.

—Entiendo —asintió.

—Nunca se averiguó quienes fueron los asesinos —siguió explicando Juan García—, pero después de la muerte de los médicos desapareció la hija del matrimonio y nunca se halló hasta hoy —cogió aire mientras hablaba.

—¿Es la chica de Girona de la que me ha hablado?

—Así es —asintió Juan García—. La hemos encontrado en un pueblo llamado Vilamarí.

—¿Y cómo sabe que es ella?

Juan se volvió a encoger de hombros.

—Estamos seguros al noventa por ciento —dijo a falta de una mejor respuesta.

—El noventa por ciento no es el cien por cien —rebatió el juez sonriendo.

—Verá Señoría —quiso argumentar Juan García—, la señora Sonsoles, la mujer del dueño de este piso que vamos a registrar —aclaró—, vive en Girona, la hemos visto esta tarde. Y está acompañada de una chica que coincide con las características físicas de la niña desaparecida hace trece años.

—¿Coincide? —objetó el juez.

—La edad… —dijo mientras rebuscó en su mente algún dato más—. Además ella misma nos ha confesado que la chica es Alexia Bonamusa.

—Ummm —el juez chasqueó los labios—. Espero que sepa lo que hace agente.

Y firmó la orden de entrada ante la mirada complaciente del secretario judicial.

El cerrajero fracturó la cerradura, esperando hacer el mínimo estropicio posible. Dos agentes de los Mossos d›Esquadra accedieron al interior del piso, registraron todas las habitaciones, y cuando estuvieron seguros de que no había nadie informaron directamente al juez y al secretario que se esperaban en la puerta.

—Empecemos —dijo.

—Juan García y José Gimeno entraron los primeros, seguidos del policía de la Brigada de Científica, que portaba una enorme cámara de fotos colgada del pecho y un maletín con útiles, para su labor, en la mano.

Durante poco más de una hora estuvieron registrando el piso de cabo a rabo. Miraron cajones, que no vaciaron, al contrario de lo que muestran en las películas donde los policías vuelcan toda la ropa en el suelo e incluso se permiten el capricho de romper objetos. Los agentes utilizaban unos guantes de látex y cada vez que cogían algo, lo analizaban, y lo dejaban en su sitio; incluso mejor colocado de lo que estaba antes. El secretario judicial portaba una carpeta en la mano y sostenía un bolígrafo con el que pensaba anotar cualquier efecto que intervinieran. El juez tenía que discernir si era importante para la investigación. Para eso tenía que dejarse convencer por los investigadores Juan García y José Gimeno, que no tenían claro que buscaban.

En un momento del registro sonó el teléfono móvil de Juan García, en la pantalla vio el nombre de Moisés.

—Disculpen —dijo—. Es importante.

Ni el juez ni el secretario pusieron objeción alguna.

—Sigue tú —le dijo Juan García a José Gimeno, y salió al pasillo de la vivienda con el móvil en la mano y que aún seguía sonando.

—Moisés —dijo nada más descolgar—. Te creía muerto.

—Más muerto que vivo —dijo Moisés desde la habitación del hospital—. Me dan el alta en minutos —dijo.

—Estamos en el piso de Pere Artigas —le informó Juan, pensando que era una buena noticia.

—¿Qué ha ocurrido?

—Supongo que sabrás que quién quiso matarte es Ramón Artigas y que ahora está muerto. Tío te lo has cargado.

A Moisés no le pareció una buena noticia. Incluso pensó que lo podrían acusar de homicidio por la forma en que le clavó el cuchillo en la ingle.

—¿Estáis registrando el piso por eso?

—Sí y no —respondió Juan García—. Hemos encontrado a la niña en Girona, está con la señora Artigas y en eso nos hemos basado para pedir la entrada y registro del piso.

Moisés trató de hilar los acontecimientos en su cabeza lo mejor que pudo. La historia empezaba a coger forma; aunque había detalles que aún no le encajaban.

—¿Es ella?

—Yo creo que sí, vaya. La señora Sonsoles tampoco lo ha negado —dijo—. Casi seguro que los Artigas, fueron los asesinos de los Bonamusa y los secuestradores de Alexia —afirmó Juan García.

Para Moisés parecía demasiado fácil. Había muchos puntos que quedaban en el aire. No tenía sentido que ellos hubieran matado a los doctores para robarles a su hija.

—Sí, además —siguió diciéndole Juan—, está el hijo de los Artigas, Ramón el legionario, que te ha querido matar y seguramente fue el que mató a los otros investigadores anteriores y a los Bonamusa para que sus padres le robaran a la niña.

—Déjame pensar —le dijo Moisés—. No te precipites. Creo que no es tan sencillo. Ramón no creo que matara a los Bonamusa. A los doctores los mató alguien ajeno a la familia Artigas. Ramón protegía a sus padres de los detectives que investigaban la desaparición de la niña y lo hacía para que no descubrieran el paradero de Alexia, que es a quién buscaban esos investigadores; como yo.

—La secuestraron los Artigas… —completó la reflexión de Moisés.

—O se la llevaron para protegerla del verdadero asesino.

Moisés no se acordó en ese momento del asunto de los experimentos de oncología de los Bonamusa y pasó por alto recordárselo a Juan García.

—Has visto esto —le dijo José Gimeno a Juan García desde la puerta del piso. En su mano sostenía un libro titulado Muerte en Acobamba de Edelmiro Fraguas.

Juan García se encogió de hombros.

—¿Un libro?

—Sí —le dijo susurrando para que no les oyeran el juez y el secretario que estaban en el interior del piso—. ¿Qué tiene que ver con el caso?

—No te acuerdas de que cuando él —señaló con el dedo al teléfono móvil refiriéndose a Moisés—, vino a comisaría llevaba un libro encuadernado por la biblioteca.

Juan García asintió con la barbilla aunque no lo recordaba bien.

—Pues el libro que portaba en la mano Moisés era este mismo —dijo—. ¿No te parece coincidencia?

—Oye, te tengo que dejar Moisés —se disculpó—. Cuando termine el registro del piso te vuelvo a llamar.

Moisés se extrañó de esa repentina interrupción, pero pensó que en cuanto le dieran el alta iría a la calle Verdi a husmear.