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EN LA comisaria de los Mossos d›Esquadra de Ciutat Vella había dos agentes sentados en una de las salas de la primera planta. Uno de ellos había sido destinado, hacía poco tiempo, en Barcelona, y provenía de un destacamento de Girona. El otro, el más mayor, perteneció a la Guardia Civil durante quince años e hizo las pruebas de ingreso en los Mossos, aprobando el examen de catalán sin problemas, ya que en los quince años que llevaba residiendo en Cataluña se había esforzado en aprender el idioma y lo hablaba fluidamente. Los dos, ambos sargentos, repasaban una serie de informes acerca de un caso ocurrido en la ciudad de Barcelona hacía ya trece años. Se conocían antes de entrar en el cuerpo. El más joven fue policía local en la localidad de Caldes d›Estrac, mientras que el más mayor estuvo destinado en el cuartel de la Guardia Civil de Arenys de Mar. La poca distancia entre los dos pueblos hizo que coincidieran en más de una ocasión en distintos servicios y entre los dos se fraguó una próspera amistad. Años más tarde el guardia civil más mayor entró en los Mossos d›Esquadra y el policía local más joven hizo lo mismo. Y ahora los dos formaban un buen tándem en la comisaría de Ciutat Vella.

—¿Qué te parece? —le preguntó Juan García a José Gimeno mientras señalaba con el dedo una serie de fotografías que habían desplegado sobre una mesa.

El joven agente, más inexperto que su amigo, echó un amplio vistazo al grupo de imágenes repartidas en la mesa. Se habían tomado hacía trece años y en esa época las fotografías de la policía científica eran en blanco y negro, lo que les confería un aspecto realmente espeluznante. Un matrimonio de doctores de la ciudad condal fue asesinado en su piso de la calle Verdi. Inicialmente se hizo cargo de la investigación el grupo de homicidios de la policía nacional, pero el hecho de que los asesinados fuesen unos notables de Barcelona hizo que laGeneralitatluchara para que fuesen los Mossos d›Esquadra los que se hicieran cargo finalmente. A los primeros que se les encargó el asunto se echaron las manos a la cabeza, pues aunque disponían de medios modernos no sabían manejarlos. De qué les servía tener las mejores máquinas en análisis de pruebas si no sabían como funcionaban.

—Me parece que se hizo una auténtica escabechina —respondió José Gimeno sin dejar de mirar la fotografías.

Los dos habían iniciado, por su cuenta, una investigación paralela tendente a esclarecer qué ocurrió en ese piso de la calle Verdi el quince de agosto de 1996. El asesinato coincidió con el traspaso de competencias entre Policía Nacional y Mossos d›Esquadra, una pujante necesidad de destacar por parte de la Guardia Urbana y los últimos coletazos de la Guardia Civil de Cataluña que se afianzaba en no perder el protagonismo. Además hubo una serie de tropiezos judiciales que entorpecieron el avance en las primeras investigaciones. La Guardia Civil solicitó la intervención del teléfono del doctor Mezquita, amigo del matrimonio asesinado y del vecino del piso de abajo, Pere Artigas. Era un proceder habitual que cuando se producía un crimen tan atroz se interviniesen diversos teléfonos que pudieran tener relación con el caso. Pero el Juez de Guardia denegó esas intervenciones a la Guardia Civil argumentando que no era competente, ya que al haberse cometido el crimen dentro de la ciudad debía ser la Policía Nacional la que solicitase los pinchazos telefónicos. Los Mossos d›Esquadra sí que podían solicitar la intervención, pero no disponían de personal cualificado para hacer un seguimiento de las llamadas, ya que la infraestructura necesaria requería que se trascribieran y se informara puntualmente al juez de los avances en la investigación. Finalmente se solicitó la mediación del Gobernador Civil, pero su cargo estaba a punto de desaparecer ya que el año siguiente, en abril de 1997, el Gobernador pasaba a ser Subdelegado del Gobierno dependiente del Delegado y por cuestiones políticas no quiso involucrarse y no se pronunció en ese asunto para no cometer errores graves cuando el tránsito de competencias estaba en curso. El doctor Bonamusa y el doctor Mezquita habían estado trabajando en unos experimentos que costeó la Generalitat referentes al avance del cáncer y a las posibles curas del mismo. Pero el dinero aportado fue retirado cuando después de un año no habían avanzado, aparentemente, nada.

—La hija de los Bonamusa estaba enferma —dijo Juan García, sin dejar de leer un manojo de folios que sostenía en su mano.

José Gimeno comenzó a recoger las fotos de los cuerpos del matrimonio y las metió dentro de una carpeta donde había otros papeles.

—Tenía tan solo tres años y los médicos no le dieron muchas expectativas de vida —siguió diciendo Juan—. ¿Quién querría secuestrar a una niña que estaba a punto de morir?

José Gimeno, más joven e impulsivo, dijo:

—Alguien que quisiera ayudarla.

Los dos agentes sabían que si los secuestradores conocían la enfermedad de la niña no tenía ningún sentido que se la hubiesen llevado para venderla, como en un principio se dijo, fuera de España. Ella no valía nada. Todo el asunto era un rompecabezas de retazos repartidos por diferentes cuerpos de seguridad y otras tantas comisarías.

—Veamos —dijo el veterano Juan García—. Quién, para, cómo y por qué.

—¿Quién qué? —preguntó José Gimeno.

—Sí José —le dijo—. Tenemos que hacernos las preguntas para llegar a las respuestas. ¿Quién mató al matrimonio y se llevó a la niña? ¿Para qué lo hizo? ¿Cómo llevó a cabo el crimen y el secuestro? Y lo más importante… ¿para qué?

El agente más joven y que había sido policía local en Caldes d›Estrac, más pragmático que Juan García, dijo:

—Y qué más da Juan. Eso pasó hace trece años y las pistas se han desvanecido.

—Sí —insistió Juan García—. Ya hace trece años que murieron los Bonamusa y ya no hay activo casi ningún agente de los que trabajó en el caso, pero la niña sigue sin aparecer.

—Estará muerta.

—O viva en algún sitio.

—Igual no está en España y ni siquiera ella sabe que fue secuestrada.

—Exacto —dijo Juan García—. La niña tendrá ahora dieciséis años y está en algún sitio, seguramente con una familia, viviendo ajena a lo que les ocurrió a sus padres hace trece años.

—Y si está viva y feliz —cuestionó José Gimeno—, que más nos da a nosotros. No has pensado que averiguando lo que ocurrió quizás la estemos perjudicando. Imagina por un momento que esa chica está viviendo en el seno de una familia que la quiere, ajena a todo lo que ocurrió.

—Ya sé a donde quieres ir a parar —interrumpió Juan García.

—Sí, sí, pero escucha, después de trece años llega alguien y le dice a la niña:

«Oye guapa, mira, esos son unos asesinos y mataron a tus padres o te compraron por cuatro duros o…».

—Te he entendido —se ofendió Juan García—. Pero… ¿y saber la verdad no es más importante?

—¿Es más importante saber la verdad que el dolor de la niña?

Los dos se tranquilizaron.

—Bueno —dijo finalmente Juan Sánchez—. Después de todo es harto difícil saber que pasó ese fatídico quince de agosto de 1996 y por donde para esa niña.

—De todas formas —dijo José Gimeno, que quiso agradar a su amigo—, si la niña estuvo ingresada en la clínica seguramente tendrán muestras de ADN y se pueden cotejar con cualquier chica de dieciséis años que dé el perfil.

—Creo —sucumbió José García a la evidencia— que en 1996 aún no se recogían muestras de ADN.

Y tras recoger la carpeta con las fotos del crimen y un grupo de folios con datos inconexos, los dos salieron a la Rambla de Cataluña a tomar un café.