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JUSTO DESPUÉS de colgar el teléfono, Moisés recibió el alta médica; aunque le advirtieron de que no debía hacer esfuerzos innecesarios a riesgo de que se le abrieran los puntos de la espalda. En la puerta de su habitación había una pareja de los Mossos d›Esquadra que cuidaban que nadie entrara. Hasta que no supieran los motivos que llevaron a Ramón Artigas a querer matar a Moisés Guzmán, debía estar escoltado.
—Me podéis llevar hasta la calle Verdi —les pidió Moisés a los Mossos que lo vigilaban.
Ellos se encogieron de hombros y se miraron entre sí.
—Allí están ahora Juan García y José Gimeno —les dijo—. Tengo que verlos urgentemente para colaborar con la investigación.
Los dos agentes asintieron. Desde la clínica hasta la calle Verdi apenas había diez minutos si se saltaban los semáforos en rojo, algo que por supuesto harían.
Moisés cogió una bolsa que le entregaron con sus cosas y salió a la calle acompañado por los Mossos. En la puerta de la clínica estaba el coche patrulla.
Cuando llegaron a la calle Verdi había un grupo de curiosos, la mayoría de estética «okupa» que observaba lo que hacían tantos agentes y la autoridad judicial en el barrio de Gracia. Se habían arremolinado allí pensando que estaban desalojando una vivienda. El grupo ya se había dado cuenta de que no se trataba de eso y empezaron a dispersarse. Moisés se bajó del coche con dificultad, pues aún le dolía la herida de la espalda, y subió despacio hasta la segunda planta del número cuarenta y cinco. Los agentes que lo escoltaban le indicaron a los Mossos que custodiaban el edificio que lo dejaran pasar.
Arriba, en el interior de la vivienda, ya estaban terminando el registro. Hasta ese momento no habían encontrado nada que culpabilizara a Pere Artigas o a su hijo de la muerte de los Bonamusa y mucho menos de la desaparición de la pequeña Alexia.
—¿Qué? —preguntó Moisés a Juan García nada más verlo.
El juez y el secretario judicial no le prestaron atención, pensaron que era otro Mosso que se sumaba al registro.
—Nada. De momento —respondió Juan García—. El piso está limpio como los chorros del oro.
—Algo tiene que haber en el piso que relacione a los Artigas con Alexia —dijo Moisés visiblemente nervioso. No todos los días se conseguía una entrada y registro por parte de la autoridad judicial.
—Sólo esto —dijo José Gimeno con el libro de Edelmiro Fraguas en la mano. Quería ver la reacción de Moisés cuando se lo mostrara.
Moisés arrugó la frente. Era mucha casualidad que el libro de un autor peruano desconocido como era Edelmiro Fraguas, titulado Muerte en Acobamba, estuviera en el interior de la casa de los Artigas. Pensó Moisés que a él mismo le costó una barbaridad hallarlo por internet ya que la edición española no existía.
—¿De qué va ese libro? —le preguntó Juan García al ver el rostro de Moisés impresionado.
—Si te lo digo te mueres de risa —le dijo Moisés tratando de encajar las piezas en su cabeza—. Es una historia, seguramente de ficción, acerca de un grupo peruano que secuestra y mata a sus víctimas pasados cincuentas días justos sino pagan el rescate.
—Cincuenta días —dijo Juan García—. Entonces esa es la explicación de la muerte después de cincuenta días. Así que… ¿Ramón pertenece a ese grupo peruano?
—No, no —dijo Moisés que creía tener la clave de todo—. Ramón es el asesino de los detectives que trabajaron en el caso antes que yo. De hecho casi acaba conmigo.
—¿Y lo de los cincuenta días? —preguntó José Gimeno sosteniendo el libro en la mano.
—Es una estrategia —dijo Moisés—. Debió leer este libro —lo señaló con el dedo— y supo que una vez que matara al primer investigador pasados cincuenta días, los otros, si había más, harían el cálculo y centrarían la investigación en esa línea.
—Una cortina de humo —dijo Juan García.
—Algo así —ratificó Moisés—. Mató a los detectives aplicando el mismo sistema, pensando que todos los que pudieran relacionar esas muertes las achacarían a un grupo de asesinos peruanos.
Tanto Juan García como José Gimeno vieron esa hipótesis muy descabellada, pero la evidencia era clara y nada descartable.
—¿Y quién mató a los Bonamusa? —preguntaron los dos Mossos, casi a la vez, a Moisés, que parecía iba dando explicaciones de todo.
Moisés se silenció un momento.
—¿Vais a registrar el piso de arriba?
Su pregunta hizo que el juez y el secretario, que en ese momento estaban ajenos a la conversación de los policías, torcieran sus cuellos y miraran a Moisés directamente.
—¿El piso de los Bonamusa? —inquirió Juan García.
—Sí —dijo Moisés—. ¿No es raro que se registre el piso de los sospechosos, como son los Artigas, y no se haga en el piso de los Bonamusa, que es donde ocurrió todo?
—Pero después de trece años habrán desaparecido la totalidad de las pruebas. Seguramente un montón de gente ha entrado en el piso, incluso puede que lo hayan alquilado alguna vez.
—Vamos Juan —insistió Moisés—. Hace trece años nadie buscó nada. La Policía Nacional de Barcelona estaba en desbandada. Los Mossos d›Esquadra aún no tenían competencias plenas. La Guardia Civil solo actuaba en las zonas rurales. La Guardia Urbana no disponía de medios suficientes como hacer una inspección en condiciones. Y el Gobernador Civil estaba a punto de desaparecer… ¿quién investigó el crimen?
Los dos Mossos d›Esquadra se silenciaron por completo y tanto el juez, como el secretario, se quedaron callados esperando a ver a dónde quería llegar Moisés Guzmán.
—Nadie —dijo Juan García.
—Exacto —repitió Moisés—. Nadie investigó el crimen. Sólo un inspector de jefatura: Pedro Salgado. Hastiado y con un resquemor suficiente hacia los Mossos como para no hacer nada.
—Bueno —dijo Juan García mirando al juez—. Nos gustaría ampliar la orden de entrada y registro a la vivienda de arriba —señaló con el dedo hacia el techo.