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CUANDO MOISÉS abrió la puerta de la sala de espera de la Oficina de Denuncias, se encontró a un hombre sentado en una de las muchas sillas que había en la antesala. Nunca las había contado, pero cuando eran más de dos los denunciantes que entraban a la oficina, cogía las sillas que le faltaban de esa sala de espera.

Aquel hombre vestía impecable a pesar del calor del verano. La calorina parecía no afectarle. Su frente permanecía seca. Sobre sus rodillas sostenía una cartera de piel marrón, y encima de ella un teléfono móvil de última generación, con pantalla táctil. Lo manoseaba entretenido, como si estuviera haciendo tiempo mientras esperaba. Tenía abundante pelo blanco peinado hacia atrás, que dejaba a la vista una frente arrugada. Pero lo que más llamó la atención de Moisés fueron sus ojos, traspasaron enérgicos los cristales de las gafas de concha y se clavaron en los suyos como si quisiera perforarlo.

—Señor, ya estoy con usted —dijo Moisés desde el marco de la puerta.

—Gracias —respondió el hombre, y se puso en pie de inmediato.

Era un hombre alto, corpulento. Tendría sesenta años, supuso Moisés, y su aspecto general le recordó al de un médico. A pesar de la edad que aparentaba, su espalda estaba completamente erguida. Y como la sala de espera era relativamente pequeña, apenas tres o cuatro metros cuadrados, la voz de aquel hombre sonó atronadora. Sin entretenerse, traspasó enérgico la puerta de la sala de espera y entró en la oficina de denuncias. Moisés lo siguió.

—Siéntese por favor —le indicó, señalando con la mano una de las dos sillas vacías.

El hombre se sentó y dejó la cartera de piel encima de la mesa. Al lado puso con cuidado el teléfono móvil mientras apagaba el sonido. Se quitó las gafas y las sostuvo en la mano. El policía se fijó en los dedos amarillentos de su mano derecha. «Fumador», pensó.

Moisés se puso en pie y cerró la ventana de la oficina. Seguidamente bajó un par de grados el termostato del aire acondicionado. Después cerró la puerta de atrás, donde estaba la sala del 091 y que utilizaban los policías de los coches patrulla para tomar café y fumar. Esa puerta no la solía cerrar casi nunca, pero le pareció que aquel hombre no había venido a poner una simple denuncia. Y es que después de veinte años en la ODAC podía adivinar Moisés las intenciones de los denunciantes nada más verlos entrar en la sala.

—Es usted muy amable —dijo el hombre—. ¿Trata así a todos los denunciantes?

Moisés no respondió.

Se sentó de nuevo en la silla delante del ordenador y cogió un papel reutilizable y sacó la pluma del bolsillo de su camisa. Se dispuso a resumir los detalles que le pudiera contar el denunciante.

—Y bien señor… ¿en qué puedo ayudarle? Me ha dicho el policía de la puerta que quiere denunciar una estafa a través de internet.

—Quise ahorrar palabras con él —sonrió—. No me hubiera servido de nada explicarle por que estoy aquí, así que dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

—¿Una estafa?

—Así es.

—Entiendo por sus palabras…, que no se trata de eso. ¿Verdad?

—Hace tiempo que sé de usted —dijo el hombre refiriéndose a Moisés—. Le conozco a través de los recortes de la prensa local y me consta que es muy admirado entre sus compañeros.

Moisés se incomodó. Se sintió enjabonado.

—No se moleste por favor, pero me pareció la mejor forma de tener una charla amigable.

—Dígame qué quiere denunciar —exigió el policía—, no tengo todo el día y además hay más denunciantes esperando…

—¿Tienen más salas de espera?

—No.

—Entonces no hay más denunciantes —dijo—. En esa sala sólo estábamos dos, y el otro señor he visto como se marchaba antes de cerrar la puerta.

Era cierto, el policía de la puerta le dijo al hombre que venía a denunciar la pérdida del pasaporte que tendría que esperar un rato. Seguramente salió a tomar un café y es posible que no regresara hasta más tarde.

—Pero vendrán más a lo largo de la mañana. Eso se lo puedo asegurar —afirmó Moisés.

—Bien, iré al grano. Solamente necesito unos minutos de su tiempo —dijo el hombre con una mueca de desaprobación que no pudo ocultar.

Moisés dejó la pluma sobre la mesa, ya que intuyó que no tenía que coger apuntes de ninguna denuncia y apartó el papel donde iba a tomar las notas.

—Soy médico.

Al policía no le sorprendió esa afirmación, ya que lo sospechó desde que le vio por primera vez en la sala de espera. De pequeño visitó tantos médicos a causa de las enfermedades de sus padres que los podía distinguir incluso entre una multitud de personas. Tenían los doctores un aspecto especial que los diferenciaba del resto de personas.

—Ejerzo desde hace más de treinta años y la mayoría del tiempo lo hice en una clínica de Barcelona, aunque también he estado en Zaragoza, Madrid, y parte de mi carrera la fragüé en Nueva York y Finlandia. Soy oncólogo —concluyó, con un énfasis especial en la palabra.

Al no nombrar Huesca es por lo que Moisés entendió que no le fuese familiar la cara de aquel doctor. Huesca era una ciudad pequeña y prácticamente se conocía todo el mundo. El médico se dio cuenta de su apreciación.

—No vengo mucho a su ciudad, por eso no me conoce seguramente —dijo.

—Siga —le dijo el policía.

—Los últimos años de mi carrera me he dedicado a la medicina familiar, tengo una pequeña consulta en Zaragoza y doy clases en la Universidad a alumnos de quinto de carrera.

Moisés miró de reojo el reloj de pared que había a su derecha. El hombre se percató de su impaciencia y se molestó.

—Discúlpeme, me estoy alargando demasiado —afirmó—. Me llamo Eusebio Mezquita.

El policía repitió el nombre en su cabeza, pero no le sonó de nada.

—Seguramente mi nombre no le sonará de nada; aunque hace años fui portada de las más importantes revistas de medicina. Bueno, eso es otra historia…

Moisés estuvo tentado de escribir el nombre en un papel, pero procuró repetirlo un par de veces en su cabeza para no olvidarlo: Eusebio Mezquita, Eusebio Mezquita…

—En mis comienzos, cuando estaba en Barcelona, inicié una serie de estudios de los tumores cancerígenos, en compañía de un socio, también oncólogo. El doctor Albert Bonamusa, ¿le suena el nombre?

El policía negó con la cabeza.

—Bien, Albert y yo creíamos que en la formación de tumores, así como el cáncer, o cualquier tipo de enfermedad mortal, el componente esencial era la sangre.

Moisés se dio cuenta de que el médico usaba un lenguaje simple para que él pudiera entenderlo mejor.

—La sangre es todo para el cuerpo humano. Es el transporte de nutrientes, de oxígeno, de enfermedades. Todo en nuestro organismo gira alrededor de la sangre. En una palabra es la logística de distribución e integración sistémica.

Moisés asintió con la barbilla; aunque no entendía mucho de medicina. Pero lo que le estaba contando el médico era de primero de bachillerato.

—De todos los componentes que tiene la sangre, el más importante, sin duda, son los glóbulos blancos. Ellos forman parte de los efectores celulares del sistema inmunológico. Son células con capacidad de desplazarse por todo el cuerpo, utilizando para ello la sangre como medio de transporte.

El teléfono interrumpió la conversación.

—ODAC —dijo Moisés al descolgar—. Sí, cuatro. A las once.

Colgó.

—¿Le estoy entreteniendo?

—Es el juzgado de guardia que quiere a los detenidos a las once de la mañana —dijo Moisés.

—Déjeme tan solo quince minutos más y enseguida sabrá por que estoy aquí y que quiero de usted.

Moisés asintió; aunque comenzaba a impacientarse. Quince minutos era mucho tiempo.

—Como le iba diciendo, los glóbulos blancos son las células más importantes de la sangre y por ende del organismo. Mi socio, Albert Bonamusa, y yo, conseguimos aislar en el laboratorio las células y experimentamos con orina de buitre.

Moisés torció el rostro en señal de repugnancia.

—Sí, entiendo su contrariedad, pero el buitre es un animal capaz de devorar cadáveres muertos por enfermedades y no contraer la afección que mató a su presa. La investigación de mi socio y yo se centró en ese aspecto. Estuvimos varios años experimentando, sin conseguir nada. No entendíamos cómo podía ser que lo que funcionaba en los buitres no era aplicable al ser humano. Incluso probamos con cobayas, pero no conseguimos nada tampoco.

El teléfono volvió a sonar, pero esta vez Moisés lo descolgó y lo volvió a colgar. Luego comprobó que había línea y lo dejó descolgado para que nadie les interrumpiera más.

—Hablaré deprisa y no me extenderé mucho —dijo el médico—, ya que explicar en quince minutos los experimentos de tantos años…, sería tarea imposible.

—Entiendo —asintió Moisés.

—Cuando ya habíamos agotado todas las posibilidades, tuvimos una idea que al principio nos pareció descabellada, pero que conforme la fuimos desarrollando, pensamos que sería el último experimento que nos diría si nuestro proyecto era viable o no. Albert Bonamusa estaba casado y su único hijo, una niña, nació con una enfermedad congénita, que de no remediarlo la haría fallecer en breve. La pequeña Alexia Bonamusa nació con la «peste de los huesos».

—¿Peste de los huesos? —repitió Moisés en voz alta.

—Sí, no me extraña que no haya oído hablar de ella. Solamente hay un centenar de casos en todo el mundo. Los huesos son frágiles, como el cristal. Y el caso es que el deterioro aumenta con la edad. Los niños con esa enfermedad fallecen antes de llegar a cumplir los seis o siete años. Los Bonamusa llevaron a su hija a una clínica americana, y tras realizar varias pruebas advirtieron que el final estaba próximo. Así que el matrimonio optó por traerla de vuelta a España y esperar el cruento desenlace.

—Señor Mezquita —interrumpió impaciente Moisés— ¿Qué quiere exactamente de mí?

—¡Vaya! Señor Guzmán, veo que su trabajo lo tiene completamente absorbido y no puede dedicarme tan solo quince minutos del tiempo de unos denunciantes que aún no han llegado.

—No quiero ser grosero ni descortés, pero la historia que me está contando…

—Ya sé…, ya sé, a usted ni le va ni le viene… ¿verdad? Le aseguro que cuando termine le sabrá mal haberme interrumpido tantas veces.

El policía arqueó las cejas y el médico supo que la última frase no fue adecuada.

—Se lo ruego —suplicó—, ya estoy terminando.

Moisés le autorizó, con la barbilla, a que siguiera hablando. Al oír su apellido en boca de aquel desconocido le hizo sentirse más cómodo, ninguno de sus compañeros le llamaban Guzmán.

—La pequeña Alexia tan solo tenía tres años y su final estaba próximo. Una noche, siendo ya muy tarde llamaron a la puerta de mi piso. Era Albert Bonamusa, y traía a su hija en un pequeño carro de bebé. Yo supe para que había venido a verme. Él me miró llorando y me dijo que era la última oportunidad de salvar a su hija. Le pregunté si la madre tenía conocimiento de lo que planeaba hacer. Negó con la cabeza. «Sabes que nos acusarán de asesinato si muere». Morirá de todas formas, me dijo. Su mujer, Felisa Paricio, era doctora en el ambulatorio de Mataró y estaba al tanto de los experimentos de su marido, pero ignoraba las pruebas que quería hacer con su hija. Cogimos mi coche y nos fuimos los tres hasta el laboratorio de la clínica. Mentimos al vigilante sobre los motivos que nos llevaron para ir allí a esas horas. Él no anotó nada en su parte de servicio y se limitó a seguir escuchando la radio.

Moisés chasqueó los labios y el médico abrevió en sus explicaciones.

—Experimentamos con ella. Le administramos glóbulos blancos tratados con células de buitre. No voy a profundizar en el tipo de experimento realizado, pero le diré que aquello funcionó. En apenas un mes la pequeña Alexia se recuperó de la peste de los huesos.

—Una historia muy bonita —dijo el policía tratando de ser grosero.

—Con las prisas —continuó el médico, omitiendo el comentario de Moisés—, no anotamos el tipo de tratamiento. No hace falta decirle que después de aquello probamos varias combinaciones y no supimos cual fue la correcta. Pero el caso es que el experimento funcionó y eso era suficiente para nosotros, pues supimos que la cura de la enfermedad de Alexia existía y era posible.

—¿Y…?

—Pues que el secreto del tratamiento contra cualquier tipo de enfermedad, es decir: la sangre inmortal, está en la sangre de la pequeña Alexia.

El policía frunció el entrecejo sin comprender donde radicaba el problema.

—Seguramente se estará preguntando por qué no hicimos un análisis de sangre a la niña y desvelamos la fórmula aplicada para curar su enfermedad.

—Cierto.

—Pues sencillamente porque la niña no está. Es muy largo de explicar, pero después de aquella noche tanto mi socio Albert Bonamusa, como su mujer Felisa Paricio murieron asesinados y la pequeña Alexia desapareció.

—¿Lo denunció a la policía?

—De eso hace ya trece años —sonrió el médico—. Usted debe acordarse de lo sucedido ya que fue portada de la prensa durante muchas semanas y todas las revistas se hicieron eco de la noticia.

Moisés quiso recordar el titular.

—¡Los Bonamusa! —exclamó—. Ya me acuerdo. Los médicos que fueron hallados asesinados en la habitación de matrimonio de su piso de Barcelona. Los noticiarios hablaron de una niña desaparecida…

—Sí, la prensa fraguó todo tipo de hipótesis acerca de la muerte de los Bonamusa y la desaparición de la niña: ajuste de cuentas, secuestro, robo…

—¿Y cuál cree que fue el motivo?

—Eso es lo que me gusta de usted señor Guzmán —alabó el médico—, que su mente trabaja como la de un policía.

—Soy policía —afianzó.

—No creo que nadie sepa que la niña lleva en su cuerpo la piedra filosofal de la sangre inmortal. Ni siquiera creo que ella misma lo sepa.

—¿Está viva?

—Eso tampoco lo sé, aunque sospecho que sí.

—¿Por qué no probó el experimento de nuevo?

—Para responder a esa pregunta necesitaría más de quince minutos. No tenemos tanto tiempo… ¿verdad? Voy a ir al grano.

—Se lo ruego.

—Necesito que encuentre a esa niña. Sé que está viva y que está en España. Lo que no sé es dónde.

—Ha habido una confusión, señor Mezquita —dijo Moisés—, yo soy un humilde policía de oficina de denuncias —recalcó lo de humilde—, y no puedo permitirme el lujo de hacer investigaciones que me sustraigan de mis quehaceres diarios.

—He pensado en eso —dijo—. Le pagaré más de lo que usted pueda ganar. Tan sólo le pido que se dedique a encontrar a esa niña durante las próximas semanas. Incluso podemos fijar una fecha límite. Por ejemplo cincuenta días… ¿qué le parece?

—Pero señor Mezquita…

—Cincuenta días de excedencia que yo le pagaré por adelantado —no le dejó terminar de hablar—. Durante esas semanas le daré cinco mil euros semanales, más cien mil euros nada más aceptar el trabajo. Podrá dedicarse en cuerpo y alma a buscar a Alexia. ¿Cuánto gana usted? ¿Dos mil euros al mes?

—No sé —objetó Moisés—, la oferta que me hace es atrayente, desde luego, pero…

—Es algo que le debo a mi socio, a su mujer, a esa niña, y a todo el mundo que saldrá beneficiado con la sangre inmortal. ¿Se imagina? Adiós a las enfermedades.

Moisés buscó en los ojos del médico algún asomo de locura que le hiciese desistir de aceptar como ciertas sus palabras. Pero aquel hombre se veía muy cabal y en su sano juicio.

—Aquí tiene mi teléfono —le anotó un número en un papel y se lo acercó hasta el teclado del ordenador—. No hay prisa. Esperaré unos días su llamada.

Los dos se levantaron a la vez y estrecharon sus manos. El señor Mezquita se marchó y Moisés atendió a una pareja que esperaba en la sala para denunciar el robo de un coche.

—¿Todo bien? —le preguntó el policía de la puerta.

—No. Necesito un cigarro —respondió Moisés. Y salió al patio a fumar.