XLIV
Elena entró en su casa. Había pasado toda la tarde hablando con Andrés, intentando encontrar un sentido a lo que había estado viviendo en las últimas semanas. Ella llevaba mucho tiempo intentando vivir una experiencia paranormal de verdad, y ahora que lo había logrado no se sentía en absoluto satisfecha. Se sentía terriblemente triste y vacía.
Había tomado la determinación de no ir al trabajo durante unos días, hasta recuperar un cierto equilibrio. La historia de Carlos había sido muy fuerte, y además se había implicado en ella hasta un grado máximo. Debía de tomarse las cosas con calma.
Andrés no le había servido de mucha ayuda, puesto que estaba aún más confundido que ella misma. Por un lado tenía las grabaciones, pero por otro no tenían nada más. Carlos había dicho que aquella era la voz de Alicia, su mujer, pero nadie más lo había contrastado. Podía tratarse de una sicofonía vinculada a otro suceso, ya que las palabras pronunciadas por aquella mujer no tenían relación alguna con lo que él describía le estaba sucediendo.
Elena optó por tomarse un tranquilizante e irse a dormir: llevaba muchos días haciéndolo apenas unas horas, y su cuerpo empezaba a acumular demasiado agotamiento mental y físico. Aunque lo deseaba, cada vez que se tumbaba en la cama no podía apartar de su cabeza el recuerdo de Carlos, incluso en ocasiones lo buscaba a tientas con las manos. Pero Carlos se había marchado ya para siempre, había muerto.
Bzzzzz… Fiiiiiiiiiiiiiiii… Bzzzz…
«¿Qué es ese sonido?».
Miró hacia la mesita de noche y pudo comprobar que era la pequeña radio con la que solía ir a todas partes por las mañanas al despertarse: mientras desayunaba, mientras se duchaba, mientras se vestía… Pero ella no la había puesto en funcionamiento.
«Quizá olvidé apagarla esta mañana».
Bzzzzz… Fiiiiiiiiiiiiiiii… Bzzzz…
Aquella segunda tanda de ruiditos despertó su memoria y la dejó calvada de terror sobre el colchón, incapaz de mover ni un solo músculo.
«¡Es el mismo ruido que grabamos en la sicofonía, el que tantas veces me describió Carlos!».
Petrificada en su propia cama, y sin poder siquiera emitir un grito de auxilio, escuchó cómo su radio buscaba sola en el dial, pasando con rapidez de una emisora a otra, sin pararse en ninguna.
«¡Dios mío!».
La radio detuvo su demente andadura, como si ya hubiera encontrado la frecuencia exacta. Se hizo un breve silencio, durante el cual ella solo pudo contener la respiración atenazada por el miedo. De súbito, la voz de Carlos salió del pequeño aparato:
—¡Elena… ayúdame… ESTOY EN EL INFIERNO!