I
Carlos se dirigió muy despacio hacia la persona que le tendía el teléfono. En realidad, era como si deseara no alcanzarlo nunca. No hubiera lamentado en absoluto que el tiempo se hiciera infinito, y que el momento en el que su oreja contactase con el auricular no existiese ya jamás. Desde que lo sacaron de la reunión con un escueto: «Carlos, te llaman del Hospital, algo le ha sucedido a tu familia», y pese al breve trayecto que le separaba de un despacho contiguo a la sala de juntas, había temido con un pavor casi irreal el instante en el que alguien desconocido, probablemente algún médico, le diese más detalles.
—Sí…
—¿Es usted Carlos Miranda?
—Sí.
—Mire… su mujer y su hija han tenido un grave accidente de circulación. Debe venir cuanto antes…
No hizo pregunta alguna, no esperó más explicaciones. Colgó el teléfono, miró a su alrededor, esos rostros familiares con expresiones extrañas, y de repente supo que aquel momento era el primero de un largo trayecto negro y oscuro.
De alguna manera Carlos sabía que todo lo hecho y que todo lo transcurrido hasta la fecha no tenía valor ninguno, y que las nuevas circunstancias iban a requerir de un nuevo yo, y que ese nuevo yo iba a encontrar poco en lo que apoyarse en toda su experiencia anterior. Era muy curioso que su mente ya anticipara el futuro, que su cerebro ya luchase por adecuarse a una situación imprevista y para la que no estaba en absoluto preparado, pero para la que su subconsciente ya había comenzado a trabajar.
«No quiero saber la verdad».
Y pese a las ansias que ponía en negar la evidencia en ciernes, cada vez tenía más claro que el trágico vaticinio que le rondaba la cabeza se iba a ver en breve reafirmado, y entonces aquella cadena de especulaciones tendría un valor incalculable, porque la especulación deja siempre entre sus posibilidades un resquicio para la esperanza. Una vez se confirmasen los hechos que ahuyentaba, ya no habría cabida para otra cosa que no fuera el sufrimiento y el dolor.
«No quiero ir al hospital».
Se repetía una y otra vez estas palabras, mientras sus pies avanzaban hacia su coche, mientras sus manos tomaban el volante, mientras conducía por las carreteras de circunvalación; en definitiva, mientras todo su cuerpo imponía la razón al deseo infantil de la negación.
Carlos tuvo la certeza de que mejor hubiera sido detener su vida para siempre cinco minutos antes, en medio de aquella aburrida reunión de lunes por la tarde. Que hubiera sido mejor parar el tiempo y quedarse en la vulgaridad tranquila de lo cotidiano.