XLI

Elena había pasado la noche anterior en su casa, terminando de arreglar algunas cosas. Aunque Carlos le había avisado que regresaba, después de una semana en casa de su padre, ella prefirió dejarle tranquilo al menos un día, para no agobiarlo a preguntas, o para no suscitarle mayor nerviosismo. De un tiempo a esta parte lo notaba muy tenso, y los días que había pasado con Esteban parecían haber relajado su espíritu.

Entró sin hacer ruido imaginando que, por lo temprano de la hora, Carlos aún seguiría durmiendo. Dejó algunas compras en la cocina y se puso a ordenar muy despacio el salón, aunque apenas si estaba revuelto. Después se sentó.

«¿Cómo puedo ayudar a este hombre?».

Se le había ocurrido una buena idea: llamar a una médium, amiga de Andrés, y que este había conocido en un famoso programa de radio dedicado a temas de ocultismo y de sucesos paranormales. No perdían nada por probar, y quizá de esa forma Carlos podría formularle algunas preguntas clave a su hija, y también encontrarían la forma de ayudarla a salir del Infierno, si es que de verdad estaba allí.

«La médium nos dará respuestas, estoy segura».

No había terminado de decirse a sí misma aquellas palabras cuando notó que el corazón le quedaba en suspenso, sin latir, y el tiempo se detenía de repente. Justo frente a ella estaba la cómoda de siempre, con los mismos libros de siempre, con el mismo marco y la misma foto de siempre. Pero algo había cambiado. Antes era una foto de Carlos solo en una playa, un Carlos sonriente, y ahora había alguien más a su lado.

«No puede ser».

Se acercó hasta la cómoda y con las manos temblorosas tomó el marco para poder observar mejor la foto. Tuvo que ahogar un alarido. La persona que había junto a Carlos no era otra que su propia hija, cogiéndole la mano, y con una sonrisa casi malévola. Laura parecía mirarle desafiante a los ojos, parecía estar mirándole con toda la ira del mundo a ella misma, desde el papel. Sin embargo, Carlos había perdido la felicidad de la anterior instantánea, y también le miraba, pero en sus pupilas había una expresión como de súplica. En la mente de Elena se confundían ambas imágenes: la foto del pasado y la foto que ahora sostenía casi sin aliento.

«No había ninguna foto de Laura en el salón…».

Podía ser que alguien, por ejemplo Alicia, hubiera tomado dos instantáneas del mismo lugar, era algo frecuente cuando se viaja, y que Carlos la noche anterior hubiera decidido cambiarlas en el marco.

«Demasiada casualidad, demasiado improbable».

El tiempo se hizo denso, y también el aire. Y entonces Elena percibió el silencio de la casa, el extraño silencio que presidía toda la estancia desde su llegada. Y fue corriendo hacia la habitación de Carlos, pero allí no encontró nada, solo unas sábanas revueltas.

«Menos mal» —pensó aliviada.

Pero recordó la puerta del aseo, que había visto fugazmente al pasar, cerrada, algo muy poco habitual. Y otra vez un pavor incontenible e inmenso se apoderó de ella. Caminando despacio se dirigió al cuarto de baño, y también muy despacio abrió la puerta. Enseguida pudo ver la sangre, sangre que manchaba el suelo y las paredes, sangre con la que había escritas palabras en las paredes y en los espejos:

ADORO GEHENA

DOY GRACIAS A MI SEÑOR MOLOC

SATÁN ACÓGEME EN TU SENO

Casi sin fuerzas llegó hasta la bañera, que estaba cubierta por una cortina de plástico, manchada también de sangre. La apartó con brusquedad y después bajó los ojos, con la mirada enturbiada por las lágrimas. Solo una imagen pudo imprimir su retina antes de desmayarse: un rostro, antaño el de su amigo Carlos, pero que ahora era el de un animal que grita con todas sus fuerzas mientras lo sacrifican, mientras se desangra.