IV
Tenía las manos apoyadas sobre la mesa. Llevaba en esa posición más de una hora, casi estático. La mirada perdida, la boca semiabierta. Los papeles se habían ido acumulando en un rincón, y de vez en cuando los observaba con aire aburrido, como si aquellos folios atiborrados de información nada tuvieran que ver con él. Porque en realidad así era, y todos los vínculos que lo habían mantenido unido a aquel despacho se habían disuelto con una rapidez increíble, como si en realidad nunca hubieran tenido la mínima consistencia.
«¿Quién soy yo?»
La sensación de pérdida era tan acentuada que en ocasiones se miraba a sí mismo en el espejo y apenas se reconocía. Alguna arruga o una marca infantil le devolvían un rostro, el suyo, que ya parecía el de otro, y que de hecho en modo alguno recordaba al del pasado más inmediato. Sus ojos se habían vuelto tristes, y todos sus gestos, antaño decididos y contundentes, eran ahora dubitativos y carentes de la mínima autoridad. Observado desde una cierta distancia uno podía llegar a pensar que aquello (aquel cuerpo) era una marioneta olvidada, o movida ya apenas por un hilo solitario y casi inútil.
—Carlos… ¡Carlos! Puedes irte a casa… Es más, vete a casa, por favor, es mejor. No tienes por qué venir hasta que no te encuentres bien del todo.
—No, no… prefiero estar aquí…
—Lo que tú quieras. Sabes que nos tienes para lo que necesites.
—Sí…
—No queremos forzarte a estar aquí… No en esta situación. No queremos que te veas obligado…
—Me gusta estar aquí. No encuentro otro lugar mejor en el que estar ahora.
Luis se quedó en silencio unos segundos, observando a su compañero con cierta lástima. En realidad, no sabía ni qué hacer ni de qué manera ayudarle.
—Perdona, Carlos. Puedes hacer lo que quieras, en serio. Soy un estúpido. Puedes venir cuando quieras y salir cuando te plazca…
—Gracias, Luis. Sabes que te lo agradezco, que os lo agradezco a todos. Dentro de unos días estaré mejor. En casa me puedo volver loco.
Carlos cerró los ojos. Escuchó con atención y oyó el teclear de su secretaria, un ruido suave y monótono. Se sintió desfallecer. Todo era tan absurdo. Su vida había sido absurda ya desde hacía tiempo, pero ahora cobraba unos tintes casi ridículos, casi esperpénticos.
Abrió los ojos. Miró por la puerta abierta de su despacho, a través de la cual podía contemplar el largo pasillo que llegaba hasta los ascensores, con innumerables puertas a cada lado, puertas que daban paso a otros despachos, a otras vidas… Una chica de administración se reía a lo lejos, mudamente, ajena a su universo, cerca de la máquina del agua.
«De qué se puede reír la gente…»