XXXIX
Carlos observaba el rostro de su padre, un rostro sereno pese a lo terrible de los últimos acontecimientos, una mirada limpia y sincera en la que él podía encontrar la paz que necesitaba.
—No sé cómo ayudarte. De verdad que estoy haciendo todo lo que está en mi mano…
—Papá… —dijo Carlos, haciendo un ademán con su mano.
Ambos miraron hacia el estanque, y hacia más allá, hacia las montañas que se elevaban majestuosas hasta el cielo.
—Cada vez tengo menos ganas de morir. Cada vez me siento más aferrado a este mundo… tan hermoso —dijo Esteban.
Carlos no supo qué añadir. Llevaba unos días con la mente parcialmente en blanco. Desde su conversación con el padre Salas había buscado alejarse del resto de los mortales, y para ello se había refugiado con su padre.
—Yo llevo tiempo sabiendo lo que he de hacer, pero sin atreverme a afrontarlo.
Esteban se giró para mirar a su hijo con preocupación.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Más o menos —respondió Carlos esquivo.
—¿Y qué tienes que hacer?
Carlos evitó responder de forma precipitada. Sus ojos reflejaron aquellas montañas que aspiraban a llegar más lejos, rozando la gloria, pero sin conseguirlo.
—Papá, llevo casi toda mi vida sin creer en otra cosa que en aquello que pueda sentir por mí mismo…
—¿Y? —inquirió Esteban, intrigado.
—Pues… ¿De qué forma llega alguien al infierno? ¿Cómo narices consigue uno el pasaje? —preguntó Carlos, irónico, y con media sonrisa perfilada en sus labios.
Esteban comprendió al segundo el derrotero hacia el que su hijo deseaba llevar la conversación. Apretó las manos, sus manos ya agrietadas y cansadas.
—No lo sé. Yo siempre he buscado el camino contrario. Me imagino que se llega haciendo el mal, siendo malo, deseando el mal.
—Entonces… ¿Laura era mala?
Su hijo le interrogaba como si fuera un completo ignorante, como un niño burlón que en clase de religión intenta mofarse del profesor.
—Ya te he dicho que no sé nada. Solo estoy haciendo suposiciones. Yo creo que mi nieta era una niña preciosa y muy buena. Algo le tuvo que suceder en un momento determinado, algo que ni tú ni yo sabemos.
Aquellas últimas palabras, pronunciadas con dolor por su padre, hicieron recordar a Carlos el abandono al que había sometido a Laura, y el desconocimiento que tenía de lo que había sido la existencia breve de su única hija.
—Desde este mundo no estoy haciendo nada más que perder el tiempo, mientras ella no deja de lanzarme mensajes y de pedirme ayuda…
—Reza, hijo, es lo único que podemos hacer. Al final el Señor demostrará que es más poderoso que el mal —dijo Esteban, aunque su voz sonó torpe y falta de confianza.
Carlos entonces abrió mucho los ojos, como si acabara de encontrar la respuesta a una pregunta largamente formulada, y de casi imposible contestación.
—Eso haré, papá. Rezaré…