III
Esteban (su padre) le miraba con tranquilidad, desde una situación de paz y sosiego que solo conceden la experiencia y una fe férrea e inquebrantable. Aunque también muy afectado, sabía que el mundo nunca dejaba de girar para los que seguían sobre él.
—Carlos… hijo… solo tienes que dejar pasar el tiempo, el tiempo es la única medicina para situaciones tan terribles…
Él se miró las manos. Estaban cubiertas de barro y con algunas briznas de césped. Aquella tierra, adherida a sus manos con fuerza gracias a una pequeña humedad, le daba una perspectiva diferente de su existencia breve, aunque no tan breve como la de su pequeña hija.
—No lo sé papá, no lo sé…
—Ahora todo te parece muy difícil, y eso es normal. Cuando tu madre nos dejó yo tuve las mismas sensaciones.
—No… Yo también he perdido a Laura. Tú nunca has perdido a un hijo.
Su padre se incorporó y dirigió la mirada hacia el horizonte. El sol ya era como una media naranja casi difusa, que estaba siendo engullida por algún gigante sin escrúpulos. Debía controlar sus impulsos, no entrar en competición con su hijo, refrenar el dolor que aquel último comentario le había infringido. Debía evitar toda erosión, manejar la situación y ayudar a su hijo, que ahora mismo no era capaz de discernir con claridad.
—Es una lástima que no creas en Dios… De todos modos yo rezaré por ti, y pediré que toda la Comunidad lo haga también. Todos están preocupados.
—Sabes que a mi manera… os estoy agradecido…
—Lo sé, hijo, lo sé.
Al principio, cuando era muy niño, Carlos había sido un buen cristiano, e incluso durante dos años había ayudado en la iglesia del barrio como monaguillo. Luego habían comenzado las dudas, y las largas noches mirando por la ventana hacia el cielo, hacia aquel infinito en el que su pequeño solo encontraba preguntas y prácticamente ninguna respuesta.
—Deberías viajar. Recuerdo que cuando tu madre nos dejó para ir al cielo hicimos un largo viaje por el Norte. ¿Te acuerdas?
—Claro que sí.
—Y los dos tuvimos la oportunidad de volver a sonreír y de mirar hacia delante…
Esteban se acercó hasta él y le acarició el cabello, revuelto y descuidado. En la yema de sus dedos sintió el mismo calor que cuando hacía ese mismo gesto muchos años atrás, cuando Carlos solo era un chiquillo. Entonces aquel ademán bastaba para sosegarlo, o para darle ánimos suficientes. Ahora todo era distinto.