XXII
Esteban se quedó largo rato mirando a su hijo. Trataba de contener su propia emoción, su propio sentimiento de pánico, su propio desconcierto. No sabía si contarle lo que sabía, después de haberle estado escuchando, o callarse, guardarse la verdad, y no contribuir a generar nueva confusión. O no. O quizá aquello que sabía serviría para sacar a relucir la realidad, aunque esta fuera increíble y demencial.
—Lo sé papá. Es terrible que un hijo te cuente esto. Pero te necesito ahora más que nunca. Ojalá pudiera yo solo…
—Carlos, por favor, sabes que siempre me tendrás a tu lado. Y yo creo tu versión, yo sé que no me mientes, y yo sé que no estás loco. Desde que murieron Alicia y Laura están sucediendo demasiadas cosas extrañas como para que todo sea una casualidad. Sabes que soy un hombre de fe, y nada de lo que me cuentas la quebranta. Hay cielo como hay infierno. Por algún motivo, Laura estaba luchando contra el infierno y nosotros no éramos capaces de verlo.
Carlos observó incrédulo a su padre. No podía ser. Hablaba con una rotundidad que no admitía lugar a la duda. Se alegró de haberle contado todo, sin omitir ni una sola coma. Aún así, no esperaba aquella reacción tan positiva hacia lo que estaba aconteciendo, hacia lo que le estaba aconteciendo.
—Papá…
Esteban le acalló con un gesto de su mano.
—Escúchame. Hay algo que no te había contado, algo a lo que resté importancia en su momento. Como ves, las cosas cambian su sentido según el contexto y ahora estamos atando cabos continuamente.
—Perdona, pero no te entiendo en absoluto.
—¿Recuerdas que no quisiste reconocer los cuerpos? ¿Recuerdas que tuve que ir yo? ¿Que se hizo una autopsia a ambas?
—Sí, lo sé —dijo Carlos, con la voz rota.
—Alicia falleció de un fuerte traumatismo en el cráneo. Pero Laura, mi nieta, murió de un infarto. Es un hecho extraño, aunque puede suceder en determinadas circunstancias. Pudo soportar un shock antes de que el coche se estrellara.
—Pero entonces…
—No había sufrido ninguna lesión de gravedad, y desde luego ninguna que llevase acarreada como consecuencia la muerte.
Carlos se vio a sí mismo andando por un bosque espeso, como en un sueño. Las hojas y las ramas de los árboles apenas le dejaban ver la luz, aunque la intuía al fondo. Poco a poco, y a medida que avanzaba, la luz se iba haciendo más clara, más evidente, más fuerte.
—Y esto ya lo vinculas con…
—Espera. Es que esto no es todo, ni siquiera lo más importante. Ya te he dicho que tú no viste el cadáver de Laura, tuve que ir yo a reconocerlo. Los forenses no solo estaban un poco extrañados por la causa de la muerte, había otros dos hechos difíciles de explicar y que ahora dan sentido y lucidez a lo que te está ocurriendo, por increíble que nos parezca a ambos.
—Cuáles dos hechos…
—Laura tenía los ojos como salidos de sus órbitas y completamente inyectados en sangre. Cuando me lo explicaron, yo mismo levanté sus párpados, demasiado hinchados. Fue una imagen horrible. Estaban tan llenos de sangre que prácticamente eran rojos, de un rojo oscuro y brillante, como en tu sueño.
—¡Papá!
—Y luego, algo en principio sin importancia, algo a lo que los médicos le concedieron una relevancia menor, pero que ahora cobra una dimensión extraordinaria. Laura tenía profundos moratones en los brazos, marcas de dedos adultos que hubieran estado tirando con fuerza de ella.