XL
Aquella noche Elena tardaba en llegar. Carlos no dejaba de dar vueltas en la cama, incómodo. Constantemente venían a su mente imágenes de lo vivido en los últimos tiempos, y entonces unas ganas terribles de salirse de sí mismo, de ser otro, se apoderaban de él.
«Quisiera empezar otra vida».
La semana que había pasado en casa de su padre había contribuido enormemente a sosegar su espíritu. No había hablado con nadie, solo con Esteban y con Elena, e incluso los últimos días casi ni había pensado, dejando su cabeza completamente en blanco.
«Quisiera no ser yo mismo».
Con los ojos clavados en el techo, pudo ver la imagen de Laura, su hija, corriendo por un largo parque, el rostro lleno de felicidad. ¿Qué había podido suceder para que todo se fuera al traste? ¿En qué instante ella había dejado de ser ella para convertirse en otra cosa? ¿Era Laura deliberadamente mala, y por esa razón había terminado en el Infierno, o por el contrario había sido poseída al azar por el Diablo?
«¿Qué pasaría por su cabecita de niña?».
Lo que más le atormentaba a Carlos era precisamente eso, que solo era una niña, indefensa y sin experiencia para enfrentarse a todo lo que se estaba enfrentando. Él mismo, al menos, ya había vivido lo suficiente como para adaptarse a situaciones complejas… Aunque, la verdad, nada de todo lo anterior le estaba sirviendo. Era demasiado horrible.
Bzzzzz… Fiiiiiiiiiiiiiiii… Bzzzz…
Carlos dio un brinco en la cama, como siempre que escuchaba aquel sonido procedente del radio-despertador. Hacía tanto tiempo que no oía aquel ruido maldito.
Bzzzzz… Fiiiiiiiiiiiiiiii… Bzzzz…
Miró con fijeza el aparato, como intuyendo lo que sucedería instantes después, como si unas nuevas dotes premonitorias le avisaran de lo que en breves momentos pasaría de futuro a presente.
«¡No, no, no…!».
Y en ese momento el radio-despertador comenzó a buscar solo en dial, como intentando encontrar una emisora concreta, como ya había hecho él solo en otras ocasiones.
«¡No, no, no…!».
Carlos cogió el aparato y lo lanzó contra el suelo. Luego empezó a pisotearlo y a tirarlo una y otra vez contra las paredes, y nuevamente contra el suelo, hasta dejarlo completamente inservible, hasta que dejó de producir sonido alguno, hasta que solo quedó un escandaloso silencio.
«Ya está…».
Se quedó un buen rato contemplando aquellos restos de plástico y hierro esparcidos por toda la habitación, satisfecho. Hasta que un sentimiento de ausencia y desamparo incontrolables le hizo romper a llorar. Y lloró como un niño, y luego ese llanto se transformó en el quejido de un demente. Y quedó exhausto sobre la cama.
«Sé lo que tengo que hacer».