XXVI

Decidió pasar la noche a la intemperie, paseando por las calles, entrando de cuando en cuando en algún café a tomar algo, para luego proseguir una marcha sin rumbo y sin sentido. Bueno, con un solo sentido: estar lejos de su casa, estar lejos de aquel aparato con el que su hija se comunicaba con él… O con el que se manifestaba su profunda demencia.

«Puedo destruir el despertador, o tirarlo a cualquier basura, o lanzarlo al río y así no volver a verlo nunca más».

Pero entonces un temor extraño le atenazaba: podía perder para siempre el hilo de unión con Laura. Si de verdad su hija estaba atrapada en el infierno y necesitaba con urgencia de su ayuda, ¿cómo iba a destruir el único vínculo que los mantenía en contacto? Por otro lado, si aquellas voces eran fruto de su extrema locura, esta imaginaría nuevos métodos para manifestarse, de tal suerte que era inútil deshacerse del elemento que en la actualidad su mente atormentada había escogido para martirizarle.

«Es tan real su voz…».

Las calles estaban húmedas, fruto del reciente paso de los camiones de la limpieza. El brillo resbaladizo de las luces de las farolas sobre el asfalto le transmitía una agradable sensación de tranquilidad, de paz. Era bueno sentir el aire, era bueno dejar que la mente se despojara por un rato, aunque no pudiera dejar de pensar siempre en lo mismo. Pero aquella noche lo hacía todo desde una perspectiva distinta. También debía de ponerse en el lugar de Laura, aunque aquello suponía un ejercicio terrible. Se la imaginaba indefensa, en el infierno que a todos siempre nos han descrito, rojo y con numerosos cráteres abiertos, rebosante de fuego y lava. Pero aquello no podía ser así, aunque en sus dibujos sí que describía un panorama muy similar. Y luego estaba otra gran pregunta, otra gran incógnita en el caso de que todo fuera cierto: ¿cómo podía establecer contacto con él?

«Lo hace mediante ondas, ondas de radio en una determinada frecuencia».

Si así era, cualquier otro podría escuchar aquel mismo mensaje, cualquier otro podría sintonizar aquella frecuencia determinada y oír a su hija pidiendo auxilio. Sí, iba a ser muy sencillo demostrar que en absoluto había perdido el juicio, bastaba con que otra persona se dedicara constantemente a barrer frecuencias de radio hasta dar con aquella en la que su hija lo hacía. Pero no, era casi ridículo, porque el aparato se empeñaba en contactar con él, como si tuviera vida propia, o como si alguien pudiera manipularlo desde la distancia. Y también era una teoría descabellada, porque aquel radio-despertador emitía para él, lo quisiera o no, tuviera fuente de energía o no. Su hija había encontrado una forma paranormal de establecer contacto con él, y era casi una locura ponerse a hacer cábalas del modo en que lo hacía y su explicación racional y física, cuando todo lo demás era una desenfrenada locura.

«Mañana podré empezar a conocer la verdad».

Tenía una tremenda confianza en la visita de la parapsicóloga. Aquella mujer podría desvelar si en verdad era cierto lo que le estaba sucediendo o si, por el contrario, su cerebro no había resistido el dolor de unas pérdidas tan terribles y había sucumbido, perdiendo todo juicio y sentido. Aquella mujer le ayudaría a saber a qué atenerse en el futuro.