CAPÍTULO XXIX
SOLA
Helen paseó su asombrada mirada por la habitación. El desorden que en ella reinaba indicaba unos rápidos preparativos de marcha. Los cajones estaban abiertos, y sobre una mesa había un paraguas y una maleta.
«No se ha ido todavía», pensó Helen.
Pero después de reflexionar un instante se desvaneció su esperanza. La señorita Barker no podría llevarse todo su equipaje, que tendría que ser enviado más tarde al «Hogar de la Enfermera», y el paraguas no servía de nada con aquel vendaval.
Sintió un gran desconsuelo. Helen abrió el armario. El uniforme de calle de la enfermera no estaba en él. Un rápido registro de la cómoda la convenció de que todos los cajones estaban vacíos. Todo lo que quedaba era un gran número de colillas y un montón de ceniza.
Se trataba de una deserción deliberada. Con toda crueldad la enfermera la había dejado sola, llegando al rellano a través de la habitación del profesor.
Helen se sentía anonadada por aquel último golpe. Durante toda la noche había notado la firme marcha de los acontecimientos hacia aquel inevitable desenlace. Y a pesar de que se daba cuenta vagamente de que el objetivo de aquella serie de acontecimientos era que se quedara sola, ella misma había sido como un instrumento en manos del destino, incitando a la enfermera a que se vengara.
Se había visto forzada a hacer todo lo que había hecho, como un cachorro dominado por otra voluntad.
«Estoy sola», pensó con temor.
Cierto que en la casa quedaban aún otras personas, pero el único cerebro activo era el de ella.
Experimentando un desesperado deseo de compañía, la joven abrió la segunda puerta y entró en la habitación del profesor.
Sin embargo no halló en ella ningún consuelo. El profesor, que seguía todavía en su rígida postura, como tallado en piedra, parecía un cadáver que esperase el entierro.
La joven sintió deseos de separarse de él, pero al mismo tiempo temía volver a la habitación azul. La anciana carecía de humanidad, que era lo que ella necesitaba ahora con más urgencia. En la crisis en que se veía envuelta hubiera recibido bien hasta los malos tratos de la enfermera.
El deseo de oír otra voz se hizo tan agudo que la joven atravesó el descansillo y llamó frenéticamente a la puerta de la habitación de la señorita Warren.
—¡Señorita Warren! —gritó. ¡Socorro!
Pero no obtuvo ninguna respuesta. Era como si llamase en una tumba. Solo le respondió el viento. Parecía como si un grupo de brujas volasen camino de la luna, surcando el espacio entre las entreabiertas nubes como una bala de cañón disparada al cielo.
«La señorita Warren es cruel», murmuró Helen, apartándose de la puerta.
La señorita Warren estaba profundamente dormida y no podía oír sus gritos. El contacto con los demás siempre producía en ella la impresión de que sacaban sus nervios a través de la piel y los dejaban al aire. Y aquella noche, tras todas las alarmas y los accidentes sufridos, le parecía que tenía lesionadas todas las fibras de su cuerpo.
Sentía por el estudio el cariño que sienten por él todas las personas retraídas, y se había visto obligada a salir de su concha para pasar unas horas de forzada camaradería con una anciana desagradable en una habitación de pesada atmósfera.
También la tempestad había influido en su sistema nervioso. Aceptó encantada el accidente del picaporte de su puerta, que la había encerrado, librándola así de toda responsabilidad. Por tanto no hizo ningún esfuerzo por libertarse, sino que echó el cerrojo y quedó al margen del mundo.
Se puso en los oídos unas bolitas de algodón en rama y se cubrió la cabeza con varias mantas. Así no oiría el ruido del vendaval. No tardó en sumirse en un profundo sueño.
Helen se sentía muy próxima a sufrir un colapso, pero su voluntad continuaba alerta y le decía que no debía dejarse dominar por el pánico. La joven recordó que las comunicaciones telefónicas no estaban cortadas. Aun continuaba unida con la civilización.
Pero cuando bajó la escalera comprendió hasta que punto era víctima del miedo. No podía pedir a nadie que fuese a «La Cúspide», porque no se atrevería a descorrer los cerrojos.
El profesor había ordenado que no se abrieran las puertas, y la orden había sido dictada por un frío cerebro preparado para todas las contingencias. Su plan obedecía al deseo de velar por la seguridad de todos.
La enfermera le había advertido luego que no debía desobedecer, y Helen, por su parte, sabía por amarga experiencia que, por lo menos en el caso de lady Warren, la enfermera tenía razón.
Si ella era el objetivo de algún oscuro deseo, aquella deserción de sus guardianes se debía a un plan trazado para hacer nacer en ella un pánico tan intenso que si oía llamar a la puerta corriera a abrir.
Alguien trataba de que abandonara la seguridad de «La Cúspide».
«Si pudiese ponerme de acuerdo con alguna persona para que hiciera una llamada convenida, esto tampoco ofrecería la menor seguridad, pues alguien podría haber estado escuchando. No, no hay ninguna solución».
Pero la joven presentía que el mero hecho de hablar con otra persona actuaría como un sedante sobre sus débiles nervios. No sabía si el doctor Parry habría tenido tiempo de volver a su casa, pues se encontraba demasiado aturdida para poder calcular la hora y la distancia. Pero aunque no estuviera aún en su casa podía llamar a otra persona.
«El “Hogar de la Enfermera” —decidió—. Les hablaré de la señorita Barker y les pediré que envíen otra».
La circunstancia de tener un mensaje definido que enviar la tranquilizó. Volvió a ser la señorita Capel, cuyo apellido solo era conocido en la agencia de colocación. Descolgó el receptor experimentando algo de su antigua firmeza.
Sorprendida y acongojada, notó que ningún zumbido delataba que estuviese en comunicación con la central; ninguna voz pidió el número.
El teléfono no funcionaba.
Paseó sus asustados ojos por el vestíbulo. Sabía que el hecho de que el teléfono no funcionara podía tener una explicación lógica. Los caminos de los alrededores debían de estar llenos de alambres y de postes derribados por la fuerza del vendaval. Aquello no obedecía a ningún complot humano; era, simplemente, obra de Dios.
Pero Helen no lo creía así. El fiel acompañamiento al drama que representaba la pérdida de la comunicación telefónica había llegado con demasiada puntualidad para ser natural.
«Esto no es accidental —se dijo la joven—. Las cosas naturales no se suceden de esta forma».
Ignoraba en qué habitación podría sentirse más segura. Tampoco se atrevía a salir de la casa, por temor a encontrarse en la situación preparada por el anónimo actor cuando caía la noche.
«Lo mejor es que vaya otra vez con lady Warren —pensó la joven—. Después de todo, está ahora a mi cargo. No puedo abandonarla».
Animada por la esperanza de que el profesor se hubiera despertado, atravesó la habitación de éste. La joven había recobrado parte de su sangre fría y sentía que podía enfrentarse con cualquier peligro. Pero el profesor continuaba en su sillón, tan rígido como antes, con el rostro tenso y los párpados de color de arcilla.
Cuando llegó a la habitación de vestir oyó unos rápidos pasos al otro lado de la pared.
«Ha saltado otra vez de la cama», pensó, preocupada.
Si su sospecha era cierta, no cabía duda de que lady Warren tenía fuerzas suficientes para correr, ya que cuando la joven entró en el dormitorio la anciana yacía tranquilamente en la cama, cubierta con su blanca toquilla.
—¿Por qué me ha dejado usted sola, muchacha? —le preguntó—. Le pagan para que me cuide.
Helen estaba tan desanimada que no supo mentir.
—Fui a telefonear —dijo—, pero la línea ha sido cortada. No pude obtener comunicación.
Helen notó que lady Warren paseaba por la habitación una mirada recelosa. La posibilidad de que la anciana representase un obstáculo frente a un posible plan hizo que la joven deseara agarrarse fuertemente a ella.
—¿Por qué se ha levantado usted de la cama? —preguntó Helen.
—No me he movido de ella. No puedo andar. No diga tonterías.
—No soy tan tonta como usted se figura. Además no creo que se trate de ningún secreto. No está usted paralítica. La gente tiene la impresión de que está usted indefensa: eso es todo. ¿Por qué no iba a poder saltar de la cama si lo deseaba?
En lugar de encolerizarse lady Warren recogió la alusión.
—No diga usted nunca la verdad —aconsejó a la joven—. Y cuando llegue a vieja y esté a merced de otras personas guárdese algo en la manga. Me gusta pasear un poco cuando no hay nadie.
—Naturalmente —asintió Helen—. Le prometo que no se lo diré a nadie. —Su siempre despierta curiosidad le sugirió otra pregunta—: ¿Qué es lo que ha ido usted a buscar?
—Mi amuleto. Es un fetiche: un elefante verde con la trompa en alto. Lo eché de menos porque tenía miedo.
Helen la miró sorprendida. Siempre había creído que la edad sobrevivía a las emociones. De pronto recordó la cruz que colgaba a la cabecera de su cama.
—Pues yo tengo algo mejor que un elefante verde —exclamó con vehemencia—. Voy a traerlo. Entonces nada nos podrá hacer daño: ni a usted ni a mí.
Cuando estuvo fuera se preguntó si lady Warren había querido hacerla salir de la habitación. Pero no le importaba haber sido un mero instrumento de la anciana, ya que su deseo de tener la cruz consigo era muy intenso.
«He pasado mucho miedo sin necesidad —pensó la joven—. Mientras yo la había olvidado, la cruz seguía ahí, guardándome de todo mal».
El viento aullaba en las habitaciones del segundo piso, y cualquiera podía estar acechándola, escondido en la escalera de caracol, mientras ella subía por la principal; pero Helen procuró dominar el miedo. Luchando contra la fuerte presión del viento la joven abrió la puerta de su cuarto y encendió la luz.
Lo primero que llamó su atención fue la desnuda pared que se alzaba tras de su cama.
La cruz había desaparecido.
Helen se apoyó en la puerta, pues el suelo parecía hundirse bajo sus pies. Dentro de la casa había un enemigo. Y ese enemigo le había robado el símbolo de la protección. Ahora podía sucederle cualquier desgracia. El último vestigio de seguridad se había desvanecido.
La joven sintió que en aquel momento llegaba a la línea divisoria entre la razón y la locura. Su cerebro podía dar un estallido en cualquier momento. Se sintió al borde de una sima sin fondo.
Pero de pronto se aclaró la niebla y Helen creyó haber encontrado la solución del misterio.
La desaparición de la cruz era una broma de la enfermera, que estaría escondida en cualquier rincón de la casa.
Bajó rápidamente la escalera y, al llegar al pasillo que conducía a la puerta principal, vio que había acertado: la puerta principal tenía echado el cerrojo y la cadena.
«La enfermera está todavía en la casa —pensó—, a menos que se haya ido por la puerta trasera, lo cual es bastante improbable».
Aunque se sentía preocupada por no saber dónde se escondía la enfermera, sentía un gran alivio sabiendo que no se había marchado. Lo que ahora temía más no era el peligro de fuera, sino el peligro de dentro.
El desorden que encontró en la alcoba de lady Warren, demostró a la joven que, en su ausencia, la anciana se había dedicado a una misteriosa búsqueda. En una de las cómodas, que estaba empotrada en la pared, había quedado abierto un cajón, lo cual probaba que la anciana no tuvo tiempo de dejarlo todo en orden.
Como la cómoda quedaba fuera del radio de visión de la cama, Helen se acercó a ella y trató de cerrar el cajón, pero antes se fijó en una tela blanca que había en él. Cogió un extremo de la tela y tiró de ella.
Se trataba de una bufanda da seda.